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Final alternativo a “El árbol de la ciencia”

Tema en 'Prosa: Generales' comenzado por Littera, 19 de Marzo de 2012. Respuestas: 0 | Visitas: 689

  1. Littera

    Littera Poeta asiduo al portal

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    4 de Enero de 2011
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    Hombre
    A la luz flaca de una vela, Hurtado contemplaba con horror cómo los esfuerzos del médico por mantener con vida a Lulú y, en consecuencia, a la criatura que portaba en su interior, caían irreversiblemente en la nada. Detrás de él, Iturrioz, erguido, los brazos cruzados y el semblante severo, era asimismo partícipe de la tétrica escena. Nada se escuchaba en el sucio cuartucho en que esta se desarrollaba, y menos aún la respiración intermitente y exangüe de la enferma, ya a punto de abandonar el mundo de los vivos.
    De repente, tras una docena de segundos de un peso y densidad insoportables, un sollozo prolongado de parte del galeno vino a revelar la tan temida verdad.
    –Está muerta. No hay nada que pueda hacerse, ni por ella ni por el bebé. Lo siento en el alma –exclamó.
    En aquel momento, y como si de una macabra coincidencia se tratara, la luz de la vela que en la mesilla parecía querer alumbrar la esperanza en un milagro se consumió. La estancia viose envuelta en hondas tinieblas, y sólo los tímidos rayos de la Luna que penetraban por la ventana evitaban el completo triunfo de la desolación y la oscuridad.
    Fue más de lo que Hurtado era capaz de sobrellevar. La lucidez que durante toda su existencia había guiado sus pasos, conformado su criterio y destacado su persona muy por encima del rasero común murió a la par que su amada compañera. Sintió que un furor sobrehumano brotaba de sus entrañas y tomaba posesión de su cuerpo y su conciencia. Sintió también que, como el huracán arranca las hojas de los árboles, su alma era arrancada de su ser por un torbellino invisible, mas de violencia salvaje e insuperable. Un grito ahogado escapó de su garganta, un grito que rebotó en el revoco de las paredes y que estremeció los huesos del mismísimo Iturrioz, de otro modo impertérrito. Alzose y, con los ojos rojos, dominado por un temblor extravagante, prorrumpió en los siguientes términos, dirigidos al condolido galeno:
    –¡La habéis matado! ¡No sólo no la habéis ayudado, sino que habéis permitido que el demonio se nutra con sus carnes! ¡Maldita sea vuestra estampa, como maldita esta España demencial y desidiosa!
    Ni siquiera gozó de tiempo el interpelado para esbozar una mueca estupefacta ante semejante acusación. Quiso articular alguna voz, pero en ese instante Hurtado se abalanzó sobre su cuello, empujándole mediante una fuerza colosal a uno de los extremos de la habitación, donde el paupérrimo moblaje existente fue prontamente víctima de reiterados forcejeos, unos, los del ofensor, por estrangular a la presa, y otros, los del ofendido, por evadir una muerte atroz.
    La celebrada ataraxia de Iturrioz, que tan brillantemente había mantenido la compostura ante el cese de Lulú, hubo de doblegarse ante el arranque de vesania de su sobrino. Con dos recios trancos, el susodicho se plantó en las espaldas de Hurtado, e intentó por todos los medios desapartarlo del pobre médico, mas sin efecto. El enfurecido jovencito estaba demasiado concentrado en violar la salud del que entendía se la había robado a su mujer como para atender a razones, y no tardó en comprender que la única manera de devolverlo a la realidad sería noqueándolo con algún instrumento contundente, que bien pudiese ser una vara o un garrote.
    Poniendo, por tanto, en acción el pensamiento, salió del cuarto y descendió apresuradamente las escaleras, conocedor de que cada segundo valía lo que el oro y de que en su mano estaba conseguir que una desgracia fuera sólo eso, y no una catástrofe.
    Vio junto a la chimenea una badila, la cual le pareció como de molde a su propósito, y armado con ella retornó al lugar de que saliera.
    Hurtado no cejaba en su mortal abrazo sobre el médico al tiempo que blasfemaba en una jerigonza exótica con la prodigalidad de un carretero, aún los ojos inyectados en sangre. Aquel, por su parte, mostraba a tales alturas el rostro lívido y un hilo de espuma manaba de su boca, señal inequívoca del trasvase de su espíritu al más allá. Pero esos detalles fueron inadvertidos por Iturrioz en un primer vistazo.
    Acercose con presteza y propinó un soberano porrazo con la badila en la parte posterior de la cabeza a su sobrino, que cayó cual si un rayo lo hubiese fulminado. A continuación, procedió a tomar el pulso del galeno y a cerciorarse de que toda su premura había sido en vano, pues el desdichado hombre yacía inerte, con las cervicales impresas de huellas de su matador, que tan brutalmente las había oprimido.
    Si la concatenación de calamidades era hasta ese punto ya de por sí terrible, lo peor todavía estaba por llegar. Y es que de la herida en el cráneo de Hurtado fluía la sangre a borbotones, tal y como se hallaba por entero fracturado.
    Descubierta la angustiosa certidumbre de que una muerte había conducido a otra, y esta a su vez a una tercera, por un momento notó Iturrioz que el equilibrio se le desbarajustaba. Y sin embargo, una llama de alivio pareció prendérsele en el rostro cuando captó en un estante sito en la otra punta del cuartucho la inconfundible silueta de un frasco de aconitina. Dándose él mismo la extremaunción mientras iba en su busca, agarrolo con gusto e ingirió su contenido, colapsándose en el acto y sellando así el trágico destino de una familia, la suya, anatematizada.
     
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