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Fragmento del preludio

Tema en 'Prosa: Generales' comenzado por †•Luciand•†, 17 de Agosto de 2006. Respuestas: 0 | Visitas: 898

  1. †•Luciand•†

    †•Luciand•† Poeta recién llegado

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    FRAGMENTO DEL PRELUDIO​



    En esta ocasión os dejo con algo no muy usual, teniendo en cuenta que es el inicio de la nueva novela que estoy escribiendo y que, como tal, si no se lee con el resto del contexto, puede resultar algo vacío.
    Pero lo dejo de igual modo... esperando que sea de vuestro agrado y del de vuestros ojos.​






    Tirado encima de un catre y a pesar de que su cabeza parece inclinarse con demasiada persistencia hacia un cofre abierto, Thomas sonríe, advirtiendo cómo la mañana va penetrando en su ático de manera ceremonial. Siempre lo hace así, de la misma forma, como un instante parado en el tiempo, un instante solemne que engrandezca uno de los áticos más conocidos de la literatura. Y de los más silenciosos, claro está.


    Londres todavía no se ha despertado y el calor de Agosto se cuela a través de la ventana abierta. Es una lástima que Thomas esté muerto como para sentir una sensación tan mundana. Y sonríe de nuevo porque piensa que merecería la pena morirse muchas más veces sobre ese colchón tan mullido y tan amarillento, con su camisa y sus medias blancas y los restos en el aire del arsénico y de la vela. Merecería la pena, desde luego, y no por darle el gusto a los poetas románticos venideros, sino por darse el gusto a sí mismo, ya que no hay nada más glorioso que sucumbir en un lugar bello. Y dado que él, Thomas el de Bristol —para los estúpidos que no recuerdan su apellido— es uno de esos jóvenes orgullosos que decidirían, si se les diese el caso, hasta la fecha exacta de su muerte, no existe nada más atractivo (o más privilegiado) que poder morir una y mil veces, todas las madrugadas y mañanas, en ese ático de ensueño.


    Aunque el rostro que sonría no sea el suyo. De hecho, Thomas sabe que cuando los demás le ven sonreír no le están viendo sonreír a él, sino a otro que se hace pasar por él. Eso le divierte muchísimo porque, indirectamente, está participando en un engaño universal, como los que realizaba él cuando todavía se le daba la oportunidad de hacerlo. Solo que éste cobra vida gracias a la ilusión de miles de personas que quieren ver en esa sonrisa la sonrisa de Thomas, y no la del falsario que sonríe, quizás, como Thomas. Es curioso. No le molesta pero le empieza a turbar en ocasiones que su rostro se haya perdido en una eternidad olvidadiza y quede reemplazado por el de un imitador. Thomas acepta que su nueva imagen es bastante más esbelta que la suya propia y eso le salva, le retiene de intentar retratarse a él mismo tal y como se recuerda en su propia adolescencia, no tal y como le recuerdan los otros. Sería un estupendo dibujo al carboncillo de un muchacho algo más feo. Algo menos etéreo. Más acorde a su espíritu y alejado del prototipo de artista roto y misterioso. Después de todo, su actual imagen condensa un final de suicidio grácil y perfecto, cuando él sabe que la propia estampa de sus últimos momentos reales era dueña de una estética cuestionable, pues el arsénico obra maravillas en destrozar un cuerpo y en volverlo nauseabundo a ojos delicados. Es una suerte, reconoce, que las gentes no le recuerden así. Sería el final de su apogeo espiritual. En eso, debe admitirlo, está agradecido al modelo que limpió los restos de vómito, la mierda caliente, la saliva espumosa y el sudor de la historia original. Es mucho más bonito creer otras cosas; y mucho más práctico también.


    —Thomas... Thomas, despierta.
    Alguien rompe el silencio. Pero el muchacho no está dispuesto a que destrocen la calma de su cuadro, de su mañana. Además, no tiene ganas de levantar los párpados. La luz de Agosto es demasiado molesta para ojos como los suyos, más acostumbrados a la oscuridad que a otra cosa. ¿Quién diablos viene a resucitarle?
    —Thomas... Thomas, querido, no te hagas el muerto.
    —Estoy muerto.
    —¿Muerto o dormido?
    —Depende de por quién me tomes —replica Thomas, todavía sin moverse—, si por el recuerdo, por el muerto de verdad, o por el modelo, que también está muerto.
    —¿El recuerdo no está muerto?
    —El recuerdo está dormido. Dormita sofocado bajo la genialidad de otros tipos o falsarios. Así es la literatura. Sólo se despierta si existe un despertador efectivo.
    —¿Acaso yo no lo soy? —pregunta la voz sin rostro que emerge desde la puerta del ático. Thomas se lo imagina como una figura divertida, apoyada en el marco y con una ruinosa existencia eterna que le lleva a molestar a sus coetáneos.
    —Tú eres un pelmazo. Un gallo afónico y a deshora.
    —Gallo, después de todo —y penetra en la habitación. Debe llevar zapatos con un ligero tacón, quizás orlados con sendas hebillas doradas, lo que en términos estéticos está muy bien pero en humanos no tanto. Un barroco, se dice Thomas, un maldito barroco de peluca rizada y cara empolvada ha venido a resucitarme. ¡Oh, Dios, Dios...! Pensaba que me tenías en más alta estima—. Y esta mañana no te librarás de mi poder gallináceo, Thomas Chatterton. Despierta y levanta. O vuelve a vivir. Se te espera abajo. Alguien necesita tus servicios como guía.


    El muchacho abre un ojo de un color marrón y levanta una ceja. El visitante se ha sentado con toda su desfachatez sobre el cofre de la izquierda y pisotea sin cuartel los fragmentos de manuscritos desperdigados por el suelo. Los barrocos son barrocos hasta en sus desplantes, que son superlativos y reiterativos, como un adjetivo variado de mil formas en una sola frase a fin de conseguir una hilaridad llamativa.
    —¿Cómo en Dante y su Divina Comedia? Virgilio sería un acompañante mejor, sin duda —replica Chatterton, dándole la espalda al otro y por primera vez, cambiando la postura natural a la que está sujeto—. Pregúntale a él.
    —Virgilio no pudo entrar en el Paraíso porque era pagano.
    —Un guía no tiene por qué ser un santo.
    —La verdad es que tú de santo tienes bien poco, Thomas Chatterton. Sin embargo, creo que para este propósito eres el más indicado puesto que todavía eres joven y has conocido varios tipos de vidas. Supongo que tú no entrarías en el Paraíso... pero estoy convencido de que crearías otro Cielo a tu medida. Eso te convierte en un hombre con recursos.
    —Soy un recuerdo práctico, desde luego.
    —Vamos, Thomas... ¡Arriba!


    El otro se levanta y le tiende la mano. Chatterton duda unos instantes antes de darse la vuelta, aún soñoliento y mirarlo de hito en hito. ¿En verdad espera el buen señor de maquillaje y maneras descomedidas un milagro? No obstante, hay algo en esa perenne mañana de Agosto que la hace distinta a las demás. Quizás sea la presencia de un intruso en su afamado ático —algo que le desconcierta y repugna a partes iguales— o los cosquilleos del mismo sol de siempre en sus piernas, un cosquilleo parecido a la curiosidad. ¿Curiosidad? ¿Por qué?... ¡Es mucho más placentero que un artista inmortalizado dormite en su dominio inmortalizado! Me lo estoy pensando, descubre alarmado Chatterton, me lo estoy pensando y es no es bueno, por cuanta bajeza voy a paladear si me disfrazo de guía. Y aunque sea un disfraz de indudable brillantez, eso me va a convertir en un mero consejero más.


    Se yergue sobre sus dos codos y estudia su chaqueta roja de botones dorados. Luego, sin previo aviso, echa su cabeza hacia atrás, desparramándose los rizos rojizos sobre sus hombros y explota en risotadas.


    ...


    Luciand
     
    #1

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