Gallegos invisibles I

Hace calor. Las gotas de sudor se escurren empapándome el pañal, las sábanas y los apósitos de trocánteres y sacro.

No recuerdo la última vez que salí de la cama, no recuerdo hace cuanto dejé de alimentarme vía oral ni tampoco cuando me instalaron el puñetero tubo que atraviesa la barriga hacia el estómago. El espeso liquidillo marrón que me enchufan diariamente tiene una pinta repulsiva y me pregunto como sería volver a sentir el sabor de los alimentos descendiendo por mi garganta.

Las once es la peor hora del día, echan un tonto programa de esos que solo ven los jubilados. Espero que comiencen pronto las noticias. Quiero saber en que acabó la huelga de enfermeras celebrada ayer a causa del “abuso” que les supone trabajar cincuenta horas a la semana. Me pregunto cuando saldremos los escleróticos a la calle para decir cosas como: “la cama es una cárcel cuando tienes que pasarte veinticuatro horas diarias en ella”. Y yo no hice nunca nada como para que me metieran preso.

En una hora vendrán a cambiarme el pañal y a hacerme las curas. Es extraño que se gasten diez euros al día en material cuando a las dos horas acabarán cagadas, meadas y, en meses como este, chorreantes por este puñetero sudor.

Me duelen las uñas, me duele el cuello, me duelen los brazos, la barba, los dientes, los nudillos....

Si no tuviera esta enfermedad me haría casco blanco, iría a unos de esos países árabes que están bombardeando continuamente a rescatar recién nacidos de los escombros hasta que a alguna de esas bombas, granadas, disparos o infecciones se les ocurra reventar gran parte de mis tejidos acabando así de nuevo en este puto centro como un héroe.

Aunque lo más probables es que, de poder controlar mis movimientos, me convirtiese en uno de esos gilipollas que se creen esclavos y hacen huelgas.

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Descanse en paz J