Guerrero Cicatriz

Despierta al final del sopor. No hubo en él lágrimas, no hubo en él más que confusas brumas. El jugo de su cuerpo cae chorreante en el pasto. Y se incorpora con enorme esfuerzo. Poco ve, poco siente. Sabe que la batalla continúa, pero la cobardía lo está venciendo.
Esquiva a los trémulos caballos que asustados corren del jinete magno. Otea al horizonte y los cuervos se preparan para un festín. Más allá, más en el meridiano, espadas rugen sin cansancio. Es la amenazante civilización que ataca a sus patrias, a sus legados. Desenfunda, presto al juramento, y piensa: si caigo no será muriendo.
El guerrero corre, raudo como el bóreo, frío como el austro. Candentes los despojos que deja a su paso. Al cabo de unas palabras, de unas millas, divisa a sus compatriotas, a sus bárbaros compatriotas que están peleando. Como un rey escandinavo, armado de coraje, se arroja hacia los sones del acero.
Y llega.
Sus enemigos no tienen rostro, portan la sombra en las venas. No quieren matar a nuestro guerrero, quieren capturarlo. Raptarlo y arrastrarlo a los hados de la ignorancia, de lo gratuito, de lo mundano, de lo ordinario. Pero nuestro guerrero es valiente y se niega, y se precipita sobre las sombras. Siega la vida de unos, siembra pavor en otros. Las palabras fluyen y el guerrero acomete en furia. Los enemigos no manchan la tierra, sólo se desvanecen. Y qué rápido se desvanecen, cuando abrumados por la euforia y el temple, huyen a su mundo de indoctos. Civilizados, pero incultos, piensa el guerrero.
Ahora que ha ganado la batalla, puede sentarse en su escritorio, abrir los pergaminos. Ahora que ha vencido la excelsa barbarie, puede portar la pluma al fin.
Nuestro guerrero ahora puede terminar de escribir este cuento.



Cicatriz (Manuel Bavaresco)
16/01/14