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Guillermo Tell

Tema en 'Prosa: Sociopolíticos' comenzado por negrojf, 26 de Agosto de 2009. Respuestas: 0 | Visitas: 4711

  1. negrojf

    negrojf Poeta recién llegado

    Se incorporó:
    26 de Agosto de 2009
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    La suave brisa estival se estrellaba aquel día con los muros fríos e indiferentes del castillo alzado imponente sobre una elevación que impedía su fácil acceso, y más allá del verde bosque se hallaba la pequeña aldea suiza. Hasta el cielo llegaban las alegres melodías de aquel lugar. Los más fornidos del pueblo alzaban sobre sus hombros a Guillermo Tell, que entre papelitos de colores y trompetas triunfantes, celebraban el fin de la tiranía del gobernador.


    Un colibrí, que jugueteaba de un lado a otro con el viento vio aquella legendaria estaca rota en dos pedazos y aquel sombrero disputado por las ratas en la plaza mayor.


    Los cipreses, preocupados, se decían unos a otros que no imaginaban a Guillermo Tell muriendo anciano en su pequeña casa de campo, que aquel hombre era ya hombre que conocían todas las estrellas del cielo y que sus palabras de fuego eran semejantes a la tempestad, a la tormenta, a un rayo infinito, al canto que despierta a las sombras que duermen bajo la tierra. Los hombres nobles, murmuraban los cipreses, no deseaban las sombras durmiendo en sus habitaciones.


    Tranquilos, decían los robles, que él luchará hasta el fin de los tiempos.


    Una espada que lloraba sangre de su acero, por su parte, fue testigo del rey maldiciendo a aquel cazador ignaro y de alguna dama de la corte desmayándose al escuchar la historia del brutal asesinato de tan honorable gobernador.


    Los días pasaron con sus noches y al ocaso fue testigo de Tell acostado boca arriba sobre la hierba verde del bosque, con los brazos extendidos y con una flecha en el pecho, y por supuesto, nadie sabiendo nada, ni los riachuelos de plata, ni los frutos de los árboles, ni las silenciosas margaritas. Sólo sabía su ballesta que acostada suspiraba triste sobre las flores que ya habían perdido su color.


    Un trovador errante, expulsado de los jardines imperiales, cantó el llanto del cielo y la queja de los pájaros turqueses.


    Soñó el buen hombre con un soldado de anchas espaldas y de pesada armadura, caminando imponente a través de la plaza mayor, debidamente abanderado para instalar la estaca y un sombrero nuevo.


    Soñó, entre imágenes borrosas, con un bufón de la corte, de afilados dientes y de lengua serpentina hablando así a un muchacho sin rostro: “Hijo, es hora ya de vengarte por lo que tu padre atrevió a hacerte, es ahora tiempo que tu padre sea el que se ponga la manzana en la cabeza”.
     
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