Hambre

Al frente hay un restaurante y tengo dinero en el bolsillo para saciarme. Si pudiera salir de donde me encuentro sería maravilloso. Si alguien llegara con un plato lleno me contendría para no besarlo. Olvidé mi almuerzo. Olvidé prepararlo el día anterior. No tuve tiempo, entonces tenía sueño y una cama a mi alcance. Quisiera quedarme dormido pero el hambre ni mi jefe me lo permiten. La gente entra al restaurante, se sienta y se sirve. Dejan restos de comida, huesos de pollo, hojas de lechuga... También tengo sed. ¡Qué sabrosa es el agua! ¡Qué refrescante! ¡Por qué no quita el hambre! Solo faltan cinco horas. Hay gente que puede estar sin comer varios días. Pobrecitos. Mejor dejar de pensar en comida. No hace falta comer para estar bien. No hace falta. No. Estiro un brazo hacia el camarero del restaurante. No me ve. Silbo. No me escucha. Le tiro una piedra. No le doy. Pasa una señora por la entrada y le pido un favor. Lo siento, estoy apurada. Pasa un anciano. ¿Podría pedirme un menú al frente? ¿Un beso en la frente? No, un menú al frente. Ah, un menú. Le doy el dinero para que pague y le dice que me lo traigan -hablo mostrándole el dinero, señalando el restaurante y me froto la barriga. Ya, ya, claro. El anciano intenta cruzar la pista durante media hora antes de lograrlo. Entra al restaurante, se sienta en una mesa, come y sale. Me mira, se frota la barriga y levanta la mano con el dedo pulgar arriba. Encuentro una cáscara de mandarina entre mis cosas, con una tijera recorto las partes que tienen moho y limpio el resto, como está un poco seca la remojo en un vaso. No cambia mucho pero supongo que está lista.