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Hojarasca al viento.

Tema en 'Prosa: Generales' comenzado por Anaximandro Kent, 6 de Febrero de 2016. Respuestas: 0 | Visitas: 443

  1. Anaximandro Kent

    Anaximandro Kent Poeta recién llegado

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    2 de Febrero de 2016
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    Hombre
    —Ahora creo que entiendo esos sueños —murmuró Javier.


    Busca un cuaderno y una birome, y empieza a escribir:


    Cuando se lean estos apuntes, quien sabe donde estaré o que habré hecho


    A través de los vidrios sucios, con el telón rojizo anaranjado del crepúsculo por detrás, el cerro parecía un lejanísimo hormiguero. Como todos los atardeceres, éste tornaba irreversiblemente triste la mirada perdida de Javier, y al ritmo del avance inexorable de la oscuridad, la música de un bandoneón hincaba sus espinas en los recuerdos del hombre.


    Hace meses tiene un sueño que lo intranquiliza. Con ligeras variantes, el sueño es el mismo. Va caminando con dos y a veces tres renacuajos grandes como perros. En algunos sueños también los acompaña una cerda enorme y maloliente. Javier avanza pero no camina. Simplemente flota, dando pasos en el aire y sin siquiera mover el polvo con sus calzados. Intenta dejar atrás a sus compañeros de ruta, pero le es imposible. Los renacuajos lloran y grita y ríen constantemente, y cuando pueden (o Javier se descuida) clavan sus miradas en lo profundo del hombre. Él presiente algún mensaje, y sus flotadoras piernas tiemblan de angustia ante la incertidumbre de lo que no puede adivinar. Al despertarse no recuerda casi nada, solo le queda como pegado a su somnolencia la sensación de que han querido trasmitirle algo que a él se le escapa. Y este desasosiego es cada vez mayor.


    Durante muy poco tiempo tuve el alma limpia. Uno crece y se le van tiznando las manos y ensuciando la boca y la mirada


    Lo mejor en la vida del hombre se llamó Elisa. Los dos, hijos de familias vecinas amigas de añares en el barrio pobre, con naturalidad y sin necesidad de explicaciones, se hicieron novios. Javier consiguió trabajo en una estación de servicio. Ella entró a ayudar a un tío que vendía “frutos del mar” por diversas ferias de Montevideo. A él no le molestaba la resaca de olor a pescado de ella, quien se enorgullecía de tenerlo cerca con su overoll ennegrecido, rezumando una mescolanza de olores a gasoil y nafta.


    Pasaron unos dos años así, hasta que Elisa no quiso verlo mas. Le devolvió las pocas cosas que él le había regalado, y se fue a vivir con un feriante vendedor de frutas y verduras. Javier siguió despachando combustible, controlando baterías, limpiando parabrisas, inflando neumáticos. Como no tenía otra cosa que hacer y era de confianza, también le dieron para serenear. Alternaba con otro empleado, el negro Pacheco. Noches casi en vela, cuidando una gasolinera que casi nadie visitaba.


    Uno va averiguando cuando cuestan los pecados de la única forma posible: pecando. Y los míos me cuestan una enormidad.


    Mientras tanto las cosas para ella empezaron a irle muy mal. El feriante derrochaba lo poco que ganaba en cualquier clase de timba y con cualquier clase de yira. Le empezó a gustar la bebida, y con el paso de los años la borrachera dejó de ser un estado transitorio. Cuando en el Mercado Modelo ya nadie le fiaba, malvendió el permiso de feriante. Luego malvendió la casita heredada de su padre. Empezaron así un itinerario cuesta abajo, alquilando piezas por Bella Italia, Ciudad Vieja, Pando, la Unión, Barrio Borro. Elisa, agobiada por las deudas y desesperada por lo que le pagaban de doméstica, buscó con el meretricio mejorar sus ingresos. Javier se alegró con la actitud emprendedora de su mujer, tanto que la obligaba a ejercer cada vez mas tiempo y reclamaba cada vez mas dinero. Y si estaba muy borracho a la hora de las cuentas, no dudaba en insultarla y golpearla sin miramiento ni piedad.



    Completamente envejecida, preguntó Elisa:

    —¿Cómo me encontraste?


    Javier, con lentitud, buscando alguna respuesta que la lastimara lo suficiente como para verla sufrir aún mas, miraba el humo que perezosamente subía en la atmósfera penumbrosa y ritual de cualquier cafetín de mala muerte. La gorda que atendía en el mostrador los miraba con curiosidad. Javier se imagina que, con sus enormes tetas apenas sujetas por un escotadísimo buzo de lana, trata que algún hombre, alguna vez, ignore su feo labio leporino y se anime a hacerle una invitación obscena. Invitación que por tan esperada ella se jura aceptar de inmediato.


    —Supe nomás —dijo y siguió fumando, maldiciéndose por decir algo tan insulso como eso—. La culpa es de la gorda. Por pensar en esa chancha me olvidé que quiero que ésta se destripe por dentro. Por fuera ya fue. Parece tener veinte o treinta años mas que los que sé que tiene. Toda arrugada, su pelo como pasto seco, casi sin dientes y con sus uñas largas y sucias como garras.


    Tengo que hacer la justicia que puedo y debo, la que solo yo puede fundamentar y ejecutar. Pero no tanto por mí, que ya me he sentido castigado en esta vida.


    —Debí estar loca Javier. De otra manera...

    —No digas eso, si el verdulero no hubiera fracasado no estarías aquí.


    Las horas han pasado. La grapa, los cigarros, los parroquianos, todo se había ido esfumando. Un cartel en la puerta advertía (con faltas de ortografía que arañaban los ojos) que el bar atendía las 24 horas.


    La gorda del labio leporino (escuchó que la llamaban Monona, y está bien el nombrete, por mono, nona, mona), pegaba su oreja a la radio cuando al terminar las tandas comerciales, los tangos desangraban sus penas y sus amores fallados. La tristeza se escurría entre las botellas y los vasos como el polvo o las cucarachas. La tristeza enmantelaba las mesas y se desbordaba hacia la vereda y el frío por el tobogán frágil de la luz agonizante. Javier se acercó al mostrador por fósforos. Miró a Monona a los ojos, desbarrancó una larga mirada lasciva a los senos, y volvió con Elisa.


    —Acepto que vayas a vivir conmigo, pero con una condición.

    —Lo que quieras Javier.

    —Tenés que matarlo.

    —¡Javier! ¡Por el amor de Dios!

    —Está bien, quedate con él. A mi que me importa, total, quien tiene que changar para comer no soy yo. Hacé lo que quieras.


    sino por las mas desgraciada mujer que la mala suerte puso en este infierno, es que tengo que juntarlos como


    Javier escucha la música. El malevo no sabe que le han dau que está tan cambiau. Ella lloriquea. Javier imagina los pensamientos de Elisa: “creía haber caído todo lo que era posible. No era todo lo posible. Ni todo lo necesario. Está Javier para mostrarme otro pozo esperando por mí. Otras profundidades, otra degradación”.


    “El malevaje asombrau

    me mira sin comprender...”


    —Está bien Javier, pero vos... ¿me vas a ayudar?

    —Si. Tenés que empezar a ir por casa y por la estación de servicio. Que te vean, que nos vean juntos. Que haya gente que te reconozca. El día que lo mates, (yo te diré cuando) diré que pasaste la noche conmigo. Mejor que eso, lo vas a matar de noche temprano y te vas para allá y amanecés conmigo. Coartada perfecta.



    Pasó un mes. Elisa se hacer ver por el viejo barrio de su niñez. Todo seguía igual. Iba a la casa de él a buscarlo, y a veces lo acompañaba en lentas noches de sereneada. Javier casi no hablaba. La dejaba sola en la caseta de vigilancia, y se sentaba en el cordón de la vereda, callado, mirando las estrellas.


    —Bueno Elisa, llegó la hora. Matalo mañana de noche.

    —¿Cómo lo hago?

    —Andá a buscarme. Yo me quedo en la gasolinera y vos te vas. Agarrás una cuchilla grande, vas por atrás, lo agarras de los pelos, así, y zás, de lado a lado, ¿viste que fácil?

    —¿Y si no puedo o no me animo?

    —No seas tarada. Vas a poder, acordate de las palizas, acordate del yiro que tuviste que hacer, yo que sé, cosas para motivarte tenés de sobra.

    —Que Dios me perdone.

    —Después lavás bien la cuchilla. No habrá ningún barullo. Y en un rato estás de nuevo conmigo en la gasolinera.


    A las 3 de la madrugada, temblando y como sonámbula, vuelve a la gasolinera. No está Javier, sino el negro Pacheco, roncando a pata suelta.


    Casi desmayada de nervios y miedo va a la casa de Javier, escoltada por los ladridos de los perros y un viento oscuro que atraviesa su ropa y su piel y se le mete en el corazón. No hay nadie. Trata de entrar y no puede, la puerta está con llave. Va por el costado de la casa, las ventanas están todas trancadas, la puerta de atrás también resiste sus empujones y sus golpes. Se sienta en el patio, entre los malvones y las calas que tantas veces ella ha mimado en los últimos tiempos. Tiene endurecida su mente por el pánico, siente como tirita todo su cuerpo sin poder controlarlo. Se abandona al llanto en un intento primitivo de desahogarse de todo el asco que siente de sí misma.


    Así la encuentra la policía. La despiertan a patadas. Se mira, está toda pintada de rojo. Cuajarones de sangre le espesan la ropa. No se había percatado antes. Empieza a reírse al recordar con cuanto esmero lavó la cuchilla, para luego salir así.


    los inocentes me lo piden noche a noche, mientras yo, flotando por sobre el polvo


    —¿Qué relación tiene con la matadora?

    —Amistad comisario. Pero yo no tengo nada que ver.

    —Ya veremos. ¿Dónde estuvo esta noche?

    —En el bar “Medellín”. Soy el concubino de la dueña.



    Javier llegó a la capillita, avanzó hasta la estatua de San Expedito, y allí, hincado de rodillas se vió llorando, sintiendo dentro de sí un vacío que ya nada podría sanar o destruír. No diría a nadie que estaba vivo pues se sentía mas muerto que otra cosa. Lloraba sin hacer demasiado ruido, para no despertar a la legión de ángeles y santos que dormitaban despreocupados a solo unos metros de las infelices que purgaban sus penas. Se levantó. Según los datos que tenía, ya era la hora. Dejó el sobre a los pies del santo milagroso, y salió con el andar de un borracho.


    Cuando Elisa salió de la cárcel, vieja y encorvada, se sorprendió. Jamás imaginó que alguien la esperara. Pero había un hombre, bañado por un débil sol de agosto y una brisa fría que empujaban basuras, hojarasca y polvo, por la calle Cabildo y que morían en remolinos perezosos contra los altos muros del club Tanque Sisley.


    anduve tratando de escapar de ese pedido que una vez hice y se hizo. Salgo desde el fondo de esta iniquidad que soy. Es hora de juntar y quemar toda esta hojarasca que el viento ha desparramado. Aunque no me esperes Elisa, allá voy y no me arrepiento.
     
    #1

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