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Homo canis

Tema en 'Prosa: Ocultos, Góticos o misteriosos' comenzado por ivoralgor, 23 de Julio de 2014. Respuestas: 0 | Visitas: 773

  1. ivoralgor

    ivoralgor Poeta asiduo al portal

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    La música del teatro Daniel Ayala me hizo olvidar que la muerte me esperaba. Ya te dije que vendrá por ti, me decía mi abuelo cada vez que iba a platicar con él. Sé que voy a morir algún día, le respondía, para qué me preocupo por eso. Fui solo anoche al teatro Daniel Ayala. Salí de la oficina a las siete. A las cinco de la tarde cayó un gran aguacero que dejó inundadas las calles de la ciudad. El tráfico vehicular estaba a vuelta de rueda. Carajo, se me hacía tarde para llegar a la función de ocho. Un muchacho tenía en la mano su iPhone y me tomó una foto atravesando la calle 62 inundada; el agua estaba negra. Quise sonreír, pero no pude. Sentí un escalofrío cuando llegaba al estacionamiento El Colonial. El aparato que imprimía los tickets no servía; un señor me dio el ticket. Ahí hay un lugar, dijo, estaciónese, si puede, de reversa. Su voz me era familiar, como en los sueños recurrentes que tenía de niño: un perro callejero me hablaba de cosas que no entendía. Mi nariz se impregnó de olor a perro mojado. Resoplé tres veces para disipar el olor. Estacioné de reversa, apagué el auto-estéreo y salí del Golf Negro. Al bajar por la rampa del estacionamiento sentí un aroma a hierba recién mojada. No le di importancia. Un turista tropezó conmigo. Disculpe, dijo con el poco español que hablaba. Crucé la calle y un mendigo me sonrió. Ya es hora, dijo. No le respondí. Llegué al teatro y la función había empezado. Una asistente del teatro me llevó hasta mi asiento, el H7, con lamparita en mano. Apenas empieza, dijo una señorita que estaba sentada a mi lado derecho. Una punzada en el pecho me hizo recordar de nuevo a mi abuelo y la cita con la muerte. Chingaderas, pensé.

    El espectáculo transcurrió excepcionalmente. Los actores le imprimían un realismo poco común a sus caracterizaciones. La protagonista se desmayó por la exigencia de su papel. El director de la obra salió apresurado a socorrer a la protagonista que no reaccionaba. El olor a perro mojado aún seguía en mi nariz. Al terminar la obra los aplausos no se hicieron esperar. Se lo merecen, dijo la señorita de mi lado derecho. Intenté sonreír, pero no pude. Después de diez minutos los aplausos cesaron. Salí del teatro. Estaba cayendo una llovizna tenue. El reloj marcaba las once. El mismo mendigo volvió a sonreírme. Esta vez no dijo nada, sólo me siguió con la mirada. Hurgué en el bolsillo derecho del pantalón para buscar las llaves del Golf Negro. Entré deprisa al estacionamiento. Una angustia me invadió. Torpemente abrí la puerta, me subí y encendí el motor. El aire me faltaba, no podía respirar. El señor que me dio el ticket estaba parado frente al Golf Negro. Sólo me observaba. Pisé el acelerador por instinto. Me estrellé con la columna de concreto que tenía enfrente. Un dolor agudo en el pecho me sofocaba. El sudor de la frente se mezclaba con la sangre que salía de mi cabeza. Oí, a lo lejos, la voz del perro de mis sueños. Seguía sin entenderlo. Me tomó del lomo y me arrastró hacía un lugar seco de hierba alta. Lamió mis heridas y se marchó rumbo al sur. Los grillos cantaban, las luciérnagas revoloteaban a mi alrededor y una nube cubría a la luna. Todo era del mismo color. Aullé en vez de gemir de dolor. Mi nariz se impregnó de olor a hombre mojado. Olisqueé un rato y me dirigí al sur siguiendo el rastro que en alguna vida había olvidado.
     
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