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Húmedo ardor

Tema en 'Prosa: Generales' comenzado por ivoralgor, 7 de Junio de 2019. Respuestas: 0 | Visitas: 442

  1. ivoralgor

    ivoralgor Poeta asiduo al portal

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    No sé cómo decirlo. Me enamoré como una estúpida y él como si nada. El amor no es recíproco, ni en la misma medida y siempre existen los daños colaterales. Muy en el fondo sabía que los nuestro un día iba a acabar, pero no imaginé amarlo de esa manera. Creo que jamás entendió que, haciendo a un lado a mi familia, esposo e hijos incluidos, él era todo para mí. Esa pendeja que tiene como pareja no se compara conmigo,- no es cierto, chingada madre, soy una cuarentona perdedora. Mi historia con Aurelio fue fortuita y así, despacito, muy despacito, me enamoré de él. Aclaro: no soy muy dada a la melosidad, me choca. Prosigo. Sus atenciones, su plática tan de mundo, la visión de la mujer que tenía, además de contar con un cuerpo atlético, - pero no muy atlético,- una sonrisa contagiosa y unos ojos miel encantadores, me hicieron caer redondita. Tenía una manera de excitarme sin proponérselo. En esa escena, decía, ella lo montaba de forma delicada, ahora no me acuerdo de la película, pero si la ves te va a fascinar. Juro que con mi marido ya no me excitaba tanto y con él, de sólo pensar en tenerlo hurgando con su lengua mi sexo, me humedecía todita, hasta llegar a mojar mi ropa interior. Sólo tenía un defecto: era casado.

    En serio, hacía de tripas corazón para no saltar sobre él en la oficina. Primero fueron las pláticas, de ahí pasamos a los mensajes de texto, y así, como si nada, llegamos al sexting. Me escribía que tanto me haría en la cama que hasta me sonrojaba y Alicia, mi compañera, me preguntaba si estaba bien. Sí, estoy bien, sonreía. Estuvimos casi seis meses con el sexting hasta que dimos el siguiente paso. Tengo muchas ganas de ti, escribió una mañana. Eran las seis y estaba a punto de bañarme. Mi esposo estaba atendiendo a los perros en el patio y mis hijos alistándose para la escuela. Me tomé una selfie en ropa interior y se la envié. Me humedecí un poco. El hizo lo propio y al ver su paquete, por instinto, me relamí los labios.

    Al llegar a la oficina me escribió que necesitaba estar conmigo a solas, que quería tenerme entre sus brazos para darme placer. Toda humedecida le respondí que era lo que más deseaba en esos momentos de mi vida. Estuvimos planeando el encuentro por una eterna semana. Sería después de una fiesta de integración que la empresa organizaría al medio día. Nos encontraríamos en el estacionamiento de una plaza comercial y nos iríamos a un motel en su carro. Me depilé y me puse lencería fina, que compré para la ocasión. No recuerdo mucho de la fiesta de integración, mi atención estaba centrada en cómo sería Aurelio como amante. No me defraudó. Calmó, sobremanera, el ardor que traía contenido en mi sexo, desbordó el caudal que jamás ha sabido desbordar mi marido. Me sentí una quinceañera nuevamente, encontré esa pasión escondida en mí, ese amor que lo puede todo, -o casi todo,- el instinto de mujer que desdeñé por el instinto maternal, de protectora y esposa abnegada. ¡Cuántos orgasmos perdidos!

    Por las noches, viendo dormir a mis hijos adolescentes, me remordía un poco la conciencia. Soy mujer, soy mujer, me repetía una y otra vez para calmar los sollozos que estaban a punto de estallar. Una oleada de sensaciones me invadía en esos momentos y volvía al salado placer de su sexo en mi boca. Me iba a la cama excitada y en la madrugada me despertaba ansiosa y me apretaba las piernas en la cama. Una sensación, que no sé cómo explicar, me recorría el cuerpo desde los pies hasta la cabeza, un orgasmo quieto me liberaba, pero había noches en que se requerían dos orgasmos para calmar mi ardor. Mi marido no se daba cuenta, como siempre, durmiendo cuál tronco porque, para no variar y perder la costumbre, llegaba cansado del trabajo. A decir verdad, ya tampoco me apetecía tener sexo con él. No voy a mentir, llegaba al orgasmo, pero me faltaba algo; me quedaba con ganas de ese algo y terminaba, al día siguiente, con dolor de cabeza. Aurelio me quitaba esas ganas y me devolvía la sonrisa al rostro. Qué quede entre nos: él hacía que me corriera varias veces seguidas y mi esposo apenas una vez y me enloquecían sus nalguitas.

    En la oficina tratábamos de tener poco contacto para no ser tan obvios. Había un par de tórtolos que comían juntos en el comedor de la empresa, salían a comer y hasta dulces se regalaban el uno al otro. Todos sabían que eran amantes, era un secreto a voces. Hasta que un día decidieron salirse de la empresa y se fueron a vivir juntos. Supe, un par de años después de que salieron de la empresa, que se separaron. Él encontró a otra chica más joven y se fue a vivir con ella a otro estado. Siempre salíamos en grupo y después nos encontrábamos en el estacionamiento de la misma plaza comercial y de ahí al motel. Todo iba bien hasta que entró a la empresa, Judith, esa pelirroja de cintura diminuta, piernas y nalgas firmes, una fitness la hija de la chingada. Para colmo, era su compañera de trabajo. Empezó a ser más cortante conmigo, ya casi no salíamos y mi ardor, así como el amor, aumentaba cada día un poco más. Una tarde, en el motel, después de tener sexo, le reclamé la atención que le daba a Judith. Vas a empezar con tus celos. No seas infantil. Es mi compañera de trabajo y muchas responsabilidades las compartimos y eso lo sabes de sobra. Estaba molesta. Mira, pendejo, a mí no me vas a ver la cara de estúpida. Me desahogué y le dije hasta de lo que se iba a morir. Sólo calló. Pagó el cuarto y nos fuimos en silencio. Ya no volvió a responderme ninguna llamada, ni enviar mensajes. Hablábamos lo necesario en la oficina por cuestiones estrictamente laborales. Los meses siguientes fueron los más horribles de mi vida: dolor, llanto, soportar la humillación de verlos juntos, el rompimiento del noviazgo de mi hija, el desempleo de mi marido, la muerte de uno de los perros. No hay dolor que dure cien año, me dije esperanzada. El ardor se apaciguó. Lo más caótico es que a nadie le puedes decir qué te está matando por dentro, sufres a solas. Una cosa tenía en claro, porque así me lo hizo saber Aurelio, lo nuestro era sólo de dos personas: él y yo y nadie más y eso incluía el dolor del rompimiento.

    A Aurelio lo despidieron de la empresa, - el karma, pensé,- y fue más llevadero el dolor que carcomía mis entrañas. Judith empezó a salir con un gerente y yo me refugié en el trabajo. Aún aprieto las piernas, de vez en cuando, al pensar en él, pero de inmediato me cala un frío al saber que se divorció y se va a casar con una chica de veinticinco años, sin cesáreas, ni estrías en el vientre y me pongo a llorar. ¡Maldita vida! ¡Maldito ardor!
     
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