Inconformistas

El inconformismo: esa condición natural que acompleja al ser humano, desde tiempos olvidados, hace estragos sobre todos nosotros, los hombres terrenales y desdichados. Lo llevamos como espinas de palo santo incrustadas en las palmas de la mano, igual que una mochila llena de piedras para el viejo lomo lastimado. Será que Dios hizo al hombre un ser inadaptado a su propia rutina, una feromona inmadura que se excita con la noche de París para darse cuenta, a pocas horas, en la cercana medianoche, que se siente mejor en algún burdel del lejano arrabal porteño.

Esto que digo es muy común; terminamos una carrera académica de seis inmensos años, noches enteras quemándonos las pestañas, y finalmente cuando nos van a otorgar el diploma, ese que dice que nos recibimos de abogado, nos dan unas ganas impresionantes que en su lugar diga médico, arqueólogo, ingeniero o cualquier otra profesión, incluso puede ser la de poeta si en un imaginario caso se entregaría para ello un título académico.

El hombre “esa Gata Flora”, sentenciada a lo mundano, siempre se queja tanto consciente como inconscientemente de las causas de sus actos, y nada, absolutamente nada, lo conforma.

¿Nunca les pasó?: a una noche de casarse se dan cuenta que prefieren estar solteros, pero después de unos meses de fiestas, antros y las mejores putas de la zona añoran nuevamente la luna de mil, la sortija de compromiso, el arroz de recién casados y las tranquilas palabras del cura: ─puede besar a la novia.

También les puedo decir este claro ejemplo: un año entero buscan las mil formas posibles de tener un hijo, pero un par de meses después de conseguirlo, andamos con un humor de mil demonios, unas ojeras que nos envejecen diez años, una abstinencia al sexo peor que la de un monje o una monja del más sagrado monasterio y unas ganas inconcebibles de estrangular al bebe. No significa que lo vamos a hacer, pero ganas nunca nos faltan.

Así andamos por la vida con esas ansias enormes de dar un vuelco repentino a nuestra monotonía. Nos embarcamos en odiseas impensadas, como una excursión a las amazonas, pensamos que vamos a ser feliz habitando una semana con la paz de la selva, pero en el primer día que ponemos un pie en la jungla nos devoran los tábanos, nos cagamos de hambre, no pegamos un ojo en toda la noche por los ruidos escabrosos de los nocturnos animales y extrañamos de mil maneras posibles el confort y la tecnología. Y así, y todo, cuando volvemos a nuestro hogar no pasa muchas horas para que pensemos que lo del amazonas no fue buena idea, que es mejor anotarnos en esas expediciones que hacen para escalar el monte Everest.

Nunca aprendemos… Tal vez, Dios, se divierte con todo esto o puede ser que el propio creador nos hizo a su semejanza dándonos también su andar inconformista. Si no fuese así… ¿por qué un día nos quiso borrar de la faz de la tierra con un diluvio universal y al otro día nos dejó vivitos y danzantes en libre albedrío.

Sea como sea, nunca aprendemos... Yo, nunca aprendo.
Ahora mismo, tengo unas ganas terribles de dejar este texto inconcluso y ponerme a escribir un poema épico.

 

Nadie se salva de esto, ni la perfección, que siempre tiene un pelo en la sopa, saludos

 

Fantástica muestra del alto arte. Maravilla de inspiración.