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Infinito

Tema en 'Prosa: Melancólicos' comenzado por Khar Asbeel, 29 de Abril de 2018. Respuestas: 0 | Visitas: 310

  1. Khar Asbeel

    Khar Asbeel Poeta fiel al portal

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    Hombre
    -“¿Qué miras tanto?”-


    Su pregunta cayo con un eco húmedo que no logro perturbar el vértigo que me envolvía. La inmensidad de cielo nocturno, en que giraban miles de estrellas que parecerían querer precipitarse a la tierra en cualquier instante; aunada la silencio casi sólido, apenas roto por el chirrido de un grillo lejano me tenía enclavado en el umbral, aborto, imposibilitado de moverme, aun cuando la calidez de una mano femenina se posó sobre mi hombro.


    -“Nada, no veo nada”-


    Ella sumergió su vista en el paisaje, como queriendo dilucidar que me tenía fijo en ese instante que intentaba alargar hasta el infinito. No mentí cuando dije que no veía nada, pues mis ojos, mis sentidos mortales no podían abarcar la grandeza de la naturaleza, la perfección del cosmos, la magnitud de la vida y el abismo de la Muerte. No veía nada, apenas un leve vislumbre de una verdad que nunca podría alcanzar.


    Ella empezó a caminar. El césped crujió bajo sus pies. Su piel, desnuda de la cintura hacia arriba, adquirí un relumbre argentino cuando la luna la envolvió con su luz helada y cristalina.


    Se estremeció un poco, cruzando los brazos sobre sus pechos. Supe que ella también estaba sintiendo el vértigo de su mortalidad, de su pequeñez ante la inmensidad del todo.


    Lentamente se alejó de la puerta y de mí. Bajo la luz de la luna, brillando con un gélido resplandor, alzo los brazos hacia el astro, mirándolo fijamente, dejando caer su larga cabellera negra sobre la palidez de su espalda.


    Su belleza me pasmo, pues la sentía abstracta, inmaterial, como si más que la mujer que hace horas explore con todos mis sentidos, fuera un hada etérea, una ninfa de erótica perfección, una dríade de los eternos bosques, una sílfide de inmaterial belleza.


    La ame más que nunca, aun cuando la sentía tan ajena y tan lejana como el disco de plata que brillaba sobre ella, para ella y en ella.


    Sentí la necesidad de ser eterno, de que ella y yo viviéramos tanto como los cimientos de la tierra en que nos plantábamos. Que el viento nos llevara a donde quisiera, que los ríos y el mar nos arroparan, que el sol cubriera con su calidez nuestra desnudes primigenia.


    Quería ser eterno pero solo para ella.


    Pero al verla brillar como una perla entre los árboles, supe que nada era eterno. Que ni el amor, ni la piel son para siempre. Que ese resplandor que ahora la cubría era solo un instante, un momento de grandeza que se apagaría nunca volvería. Supe que ella se alejaría de mí en cuanto fuera necesario, dejándome el hueco de su presencia como una herida que nunca seria zurcida.


    Éramos mortales. Nuestro tiempo es tan efímero y por lo tanto, tan valioso.


    Nuestra fragilidad es la que nos hace superiores a los dioses.


    Fui tras ella y la abrace por detrás. Su piel, antes en braza, ahora era fría como una lápida.


    -“¿Qué miras tanto?”- pregunte.


    -“Nada, no veo nada”- respondió.

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