Inmortalizado

El caballo de fuego revolotea, con sus alas de un material metálico, alrededor del gris establo. Es una noche donde la luna menguante deja caer a tierra los últimos pétalos de rosa enmohecidos. Y un niño, de redondez rubicunda, monta el animal pedestre. Para ir directo hacia el infierno. Allí, saludará con una tierna sonrisa a los muertos. Quienes, rodeados de llamas cautivas, le hablarán en un lenguaje críptico. Cuando desmonta, todo un torrente de animadversiones hacia la obscuridad pétrea queda anquilosado por la lluvia de hierro. La cual, aplasta los pecados capitales. El niño queda, entonces, fascinado por la clave magna que porta, en una frente de hecha, el demonio carbonizado por un escapulario azul sarnoso. Ya no hay vuelta atrás. El infante ha quedado preso por la calamidad infinita que lo atrae cada vez más. Hacia el fondo emergente de tinieblas y luz artificial. El caballo ya no le espera. Se ha transfigurado en una estatua color ceniza. Llantos agudos rebotan , como el cincel perdedor de un sifilítico artista, en la bóveda macabra de la mezquita del terror. Y el niño, impávido, decide suicidarse con un sorbo de cianuro. Para, así, ya no volver a contemplar más el sol de la noche sin esperanza. Así, quedará por siempre inmortalizado en la región noble del cruel Plutón.