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IRC-Historia de mi diálisis - Capítulo 13

Tema en 'Prosa: Generales' comenzado por RamónL, 16 de Febrero de 2011. Respuestas: 0 | Visitas: 529

  1. RamónL

    RamónL Poeta recién llegado

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    Capítulo 13

    Al siguiente día fui a ver a la persona que mencioné anteriormente: era un hombre maduro que se dedicaba a dar un ligero masaje en la espalda y cuello, como para quitar la tensión y, además, recetaba ciertos compuestos herbales que sus ayudantes vendían. Esta persona me la recomendó una amiga de mi mamá, argumentando que había mucha gente que le tenía mucha fe a este señor. Yo accedí sin mucho reparo.
    —Si bien no me cura —pensé— tomar hierbitas y cosas naturales no creo que me haga más daño bueno, mientras éstas no me hagan “volar” porque luego ya no voy a querer aterrizar.
    Llegué aproximadamente a las 8 am a la dirección que se me había dado, me acerqué a uno de los individuos que esperaban afuera y le pregunté por el mecanismo para poder acceder a una cita.
    —Tienes que pedir ficha —me contestó un hombre robusto, de cabello cano y bigote espeso.
    —¿Y quién las está dando?
    —Necesitas pasar por esa puerta —me señaló el interior: a la misma dirección donde se encontraba la puerta de entrada estaba otra que daba acceso a un patio y una escalera construida de piedra y cemento. En general, la casa era algo vieja pero estaba bien tratada— y hacia tu mano izquierda hay otra puerta donde tocas y tomas tu ficha.
    Di las gracias y me dispuse a seguir las instrucciones pero al dar un paso al interior me encontré con una gran habitación y pude constatar que mucha gente le tenía confianza a este hombre: una fila algo larga que serpenteaba en el interior de la vivienda y toda la gente esperando afuera de la casa era la prueba de ello.
    —No manches —exclamé para mí—, esta fila está más larga que la de las tortillas. ¿Estará regalando algo o qué onda? Me lleva la fregada, voy a salir muy tarde de aquí. A lo mejor sí receta hierbita “de la buena”. Por si las dudas, si escucho que suena una sirena o algo parecido, mejor me “pelo” de aquí antes de que me agarren y me quieran dar de “tehuacanasos” para “sacarme la verdad”.
    Tratando de no mostrar reacción alguna, entré y me encaminé al fondo a la izquierda donde pude ver la puerta que me indicó el señor que esperaba afuera, toqué un par de veces y una mano me extendió un trozo de papel encintado que tenía un número escrito en él. Agarré la ficha, di las gracias y salí del lugar buscando un poco de aire y espacio para no sentirme tan ahogado por toda la gente que aguardaba. Poco a poco las personas entraban según su turno hasta que alguien dijo mi número y, con un ligero empujón, abrí la puerta y pude ver el interior del “consultorio”: se trataba de un cuarto de unos tres por cuatro metros con una sola ventana que daba a la calle y las dos puertas colocadas de la forma que mencioné anteriormente; la que conducía al patio y la de entrada. A mano derecha estaba un hombre alto, de complexión robusta, de bigote negro y espeso, sentado en una silla apoyando sus brazos sobre un viejo escritorio; al fondo de la habitación una pequeña cama individual, parecida a un catre, se apoyaba junto a la pared y, frente a mí, estaba el hombre al que iba a ver: tenía menos estatura que yo, algo entrado en años y luciendo sus canas, lo que más llamó mi atención, era su semblante: parecía despedir tranquilidad y confianza.
    —Buenos días —dijo aquel hombre.
    —Buenos días —contesté.
    —¿En qué te podemos servir?
    Y le conté acerca de mi padecimiento y de mis temores: que sufría de IRC, que necesitaba un trasplante de riñón, que los exámenes que me tenían que hacer eran dolorosos y que tenía temor. El hombre me miró con atención y sonriendo me dijo:
    —No te preocupes, vamos a ver qué podemos hacer.
    Después me indicó que me parara frente al catre y dándole la espalda. Comenzó a murmurar algo mientras parecía pasar sus manos alrededor de mi cuerpo, pero sin tocarme. Enseguida me instó a que me acostara boca abajo en la cama y después me sobó la espalda aplicando suficiente presión para “tronármela”.
    —Ay güey, ¿y todo esto pa’ qué?, —pensé—. Mi problema son los riñones no la espalda.
    —Ahora párate por favor —me pidió el señor.
    Al estar de pie él se colocó nuevamente atrás de mí y tomó mi cabeza entre sus manos y, después de rotarla suavemente por un par de veces y sin decir “agua va”, me la giró bruscamente provocando qué me crujiera el cuello.
    —Ya está —me dijo.
    —G-gracias —tartamudeé mientras lo veía de reojo y me palpaba la nuca, después se dirigió al hombre qué estaba en el escritorio pidiéndole qué me apuntara en una hojita una serie de remedios naturales a la vez que me guiaba en las instrucciones para ir por ellas. Pregunté cuánto era lo que debía y pagué la cantidad que me dijo el hombre del bigote, acto seguido, salí de la habitación y dije el número siguiente para que entrara la persona con su correspondiente ficha.
    —Chale —pensé al salir de la habitación—, casi me mata. Si por una nadita le falla en la fuerza o algo, yo ya estaría pidiéndole a San “Peter” que me dejara entrar al paraíso, que soy influyente y que alguien me está esperando en la zona VIP. Aunque me siento como relajado con la sobadita. Sabe para qué será todo esto.
    Salí, crucé la calle para tocar el cancel negro de una casa, que era donde recogería el remedio. Salió una persona y sonriendo me pidió el papel que me dieran en el consultorio. Entró y, segundos después, salió con tres frascos: dos de un cuarto de capacidad y el tercero de un litro. Revisé el contenido de cada uno y en los ingredientes indicaba las plantas con las que estaban hechos. Prácticamente eran hierbas inofensivas y comunes, que ayudaban a estimular el apetito y a relajar los nervios.
    Pasaron un par de semanas y me fui a hacer unos exámenes de sangre y orina con la homeópata que me recetaba el medicamento a base de mi orina, ya que ella tenía un laboratorio equipado para esta clase de menesteres. Al ver los resultados que me dio la mujer escritos en un papel, una gran alegría me invadió: ¡la creatinina había bajado un poco!
    —¡Gracias, Dios! —Murmuré—. Por fin tengo resultados positivos.
    —¿Cómo ves tus resultados? —Me preguntó la doctora.
    —¡Muy bien! —Contesté muy contento—. Parece que vamos por buen camino.
    Ella asintió un par de veces mientras me observaba fijamente. No sé porqué, pero en su expresión pude ver cierta incredulidad aunque no hice comentario alguno por la emoción que vivía en ese momento y por el temor que me dijera que, por alguna razón desconocida, los números habían bajado, pero que después éstos volverían a elevarse. Me alejé rápidamente del lugar.
    Y con una renovada esperanza y ánimos, regresé a casa con la confianza de que todo saldría bien… esperanza que pronto se desvanecería dramáticamente.

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