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Jesús (obra finalizada)

Tema en 'Relatos extensos (novelas...)' comenzado por Évano, 18 de Febrero de 2013. Respuestas: 8 | Visitas: 1547

  1. Évano

    Évano ¿Misántropo?

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    16 de Octubre de 2012
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    —¿Por qué le das dinero? Las mafias se aprovechan de estas personas. Creo que así lo único que consigues es incentivar el mal —Andrés miró de lado a Jesús, expandiendo la comisura del labio derecho hacia la oreja y zigzagueando la cabeza en tono desaprobador.

    Jesús continuó caminando, con la mirada gacha y los ojos perdidos en la acera transitadísima del centro de la ciudad, esquivando a los pies que se abalanzaban sobre él. A penas a cien metros del hombre al que había dado cinco euros de limosna, otra mujer, de rodillas, extendía una lata, con unos céntimos en su fondo.

    —¡Ahí tienes a otra! Si quieres puedes darle otros cinco euros, y continuar hasta que te arruines, porque en esta calle vas a encontrar a mucha gente pidiendo dinero —comentó Andrés, burlonamente.

    Jesús se detuvo, se inclinó para masajearse esa rodilla dañada en la infancia, y observó el establecimiento en el que pedía caridad: era un administración de loterías. Decenas de personas hacían cola para jugar a las quinielas, euromillón, bonoloto, la primitiva y demás juegos de azar. Sacó su cartera, extrayendo de ella todos sus billetes, y se los entregó a la mujer. Esta se levantó. Contó el dinero, los más de cuatrocientos euros y, con serenidad asombrosa, se inclinó para besar las manos de Jesús, el cual las retiró rápidamente, besándola en las mejillas. Andrés asistía atónito a la escena, pensando si le quitaba el dinero a la pedigüeña. Una mirada a su amigo le hizo desistir de tal idea.

    —Dios os lo pague —dijo la mujer, mientras se marchaban los dos amigos.

    —Dios ya me lo ha pagado —contestó Jesús.

    "No sé qué coño te ha pagado Dios —se decía Andrés—. Estás viviendo con tu madre y no tienes dónde caerte muerto, y encima le das a una desconocida la paga entera de la ayuda que la seguridad social te asigna cada mes. ¡Menudo gilipollas! Pues yo no pienso darte ni cinco, ni un miserable cigarrillo. ¿Que te den! ¡Ahí te quedas!

    —Me voy, Jesús, estoy harto de tus idioteces. Ya nos veremos.

    —Vale, hasta otra Andrés. Ya nos veremos.

    Andrés aceleró el paso, perdiéndose entre el gentío, mientras, Jesús desaceleraba y ojeaba la multitud de tiendas: las joyerías, las tiendas de abrigos de piel, zapaterías de alto standing, de cosmética... En todas entraban y salían personas que iban a lo suyo, sin mirarse unas a otras. Se detuvo ante una gran cristalera de unos grandes almacenes. Ojeó su rostro envejecido, a pesar de sus cuarenta y siete años. Observó su chaqueta de piel desgastada, tributo de unos años mejores. Se tocó los pantalones de pana negra que tanto le gustaban y que siempre llevaba, al igual que sus botas de montaña. En frente había un maniquí vestido a la moda y pensó cuán diferente se veía en relación a los demás. ¿Serían los demás tal como él los veía? ¿Realmente eran tan egoístas, tan insolidarios? Él no acabaría como ellos, antes la muerte. Él no aceptaría ver a gente arrodillada pidiendo limosna mientras otros compraban oro y abrigos de visón. No, jamás sería como ellos, esa época ya acabó.

    Una señora mayor, bien trajeada, que salía de espaldas de los grandes almacenes, tropezó con él, tirándole las gafas. Varias piernas pasaron y las pisaron, quedando destrozadas. Ni un perdón, tan sólo una mirada de rabia, como si la culpa hubiera sido del mismo Jesús. El marido la cogió del codo y se marcharon. Nadie se paró. Nadie preguntó. Ahora el maniquí del aparador se desdibujaba en siluetas difusas. La miopía y el astigmatismo de Jesús no eran demasiado, pero lo necesario para que de lejos no reconociera a nada ni a nadie.

    Con dificultad, se dirigió a la estación de metro y tomó un tren con dirección a su pueblo. Quizá no debería haberse dejado convencer por Andrés para ir a dar una vuelta a Barcelona. El día había sido nefasto, sobre todo por las gafas; si se le hubiesen roto antes no le hubiera dado tanta limosna a esa pobre mujer. Ahora debería esperar un mes para ir al oculista y mandar hacerse otras. ¿Qué le diría a su madre?

    El tren recorría la costa en dirección al norte. Por las playas corrían perros detrás de pelotas y palos lanzados por sus dueños. Varias personas, a lo largo del recorrido, leían sobre las rocas que defendían las vías del tren del agua y la arena. El sol del mediodía entraba por las ventanillas mientras los cristales defendían del viento frío de octubre. Era una sensación agradable. Miró al resto de los viajeros y pensó que si trazara líneas imaginarias que partieran de los ojos de estos, increíblemente, ninguna coincidiría. ¿Tanta vida se hallaba, en sus interiores, para no necesitar a nadie? Volvió a mirar la serenidad de las olas del Mediterráneo, sus diferentes vaivenes azulados, las arenas y las rocas y a esas cuántas personas desperdigadas a lo largo del trayecto, jugando, leyendo, paseando en bicicleta, caminando...

    El altavoz del tren de cercanías le comunicó que había llegado a su destino. Se bajó y anduvo la poca distancia hasta su casa. Su madre, al verlo entrar preocupado y sin gafas, se acercó y lo abrazó.

    —Ves a ver a Pedro, te fiará unas gafas. Ya las pagaremos a plazos —le susurró al oído.

    —Mamá, el dinero del paro...

    —No te preocupes, hijo, ya te dije que no era buena idea la de ir a Barcelona. Tú no puedes ver tantas injusticias. Pero no importa, no vamos a salir de pobres y seguro que a la persona que se lo hayas dado le hará más falta que a ti. Vamos a comer; te he preparado los fideos a la cazuela que tanto te gustan.

    Helena conocía bien a su hijo, sus nulas aspiraciones materiales. Sabía de su espiritualidad, de su bondad; pero también de la imposibilidad de llevarle la contraria en los actos que realizaba. Su hijo no andaba con los pies en el suelo, eso era evidente. Jamás contaría con su ayuda monetaria, pero no le importaba, la poca pensión de ella les era suficiente para sobrevivir. Lo que sí era causa de onda preocupación es lo que ocurriría si ella muriese: ¿quién se haría cargo de él? ¿A qué aspiraba en la vida? Ya había llorado demasiado ante estas preguntas y desistido de encarrilar a su hijo. Disfrutaría de él el tiempo que le fuera concedido.

    Las noticias de la televisión entraban amontonadas en la mente de jesús: guerras, violencias de género, hambrunas, manifestaciones, desempleo... E intercaladas con otras noticias de grandes fortunas, despilfarros administrativos, corrupciones de todo tipo... entraban mezclabas y amontonadas con cada cucharada de fideos a la cazuela, con las alcachofas, con la carne, con las patatas, con el pan, con la ensalada, con el agua y con la fruta.

    Helena lo miraba compasiva, entendiendo la actitud de su hijo. Si se piensa bien él no es el raro, se decía. Él intenta hacer algo. ¿Es mejor permanecer impasible ante estas noticias o intentar aportar cada uno su granito de arena?

    La tarde penetraba por el balcón del primer piso, iluminando el pequeño y agradable comedor. Pronto empezaría la novela. Jesús se echaría la siesta y ella vería otro capítulo de "El secreto de Puente Viejo", su casi única distracción, junto con la de tejer bufandas de lana que regalaba. Se acercaba a los ochenta años y aún mantenía buena vista. Besó en la frente a su hijo, cuando este marchaba a su habitación, y a la fotografía de su marido y su hija fallecida la estrechó entre sus pechos, besándola igualmente y volviéndola a dejar al lado del televisor. Retiró los cubiertos, los platos de la mesa y el mantel y se sentó a ver su telenovela.

    Cuando Jesús despertó de la siesta, se encontró a su madre sentada en el sofá, inmóvil. Estaba muerta.




    Continúa abajo..
     
    #1
    Última modificación: 18 de Febrero de 2013
  2. Évano

    Évano ¿Misántropo?

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    Los vecinos, al principio, le echaron una mano con el entierro que Helena había pagado con anterioridad, dándole de comer e incluso pagándole la luz. Le ayudaron porque su madre había sido una persona buena que hizo todo lo posible por los demás, todo lo que pudo. Pero pronto surgieron voces discordantes: que si Jesús ya no era un niño, que se debía espabilar, que nosotros vamos justos y no nos va bien ahora... Ninguno de los pocos amigos, que Jesús creía tener, apareció. El primer mes aguantó bien la embestida de los gastos de la casa, gracias a las pequeñas donaciones recibidas. Luego le fue imposible comer medianamente bien; con los poco más de cuatrocientos euros que recibía de paga, de la cual había que restar el pago mensual de las gafas y los diferentes gastos de la vivienda, no le era posible, amén de que ya no le quedaban más meses que cobrar. Adelgazó más de diez kilos en poco tiempo, pareciendo ahora un esqueleto larguirucho de piel andante, de rostro consumido y triste, y de cabeza con cabello que caía mientras engordaba la barba. A los noventa días le vino la carta que le obligaba a pagar los tres meses de alquiler o abandonar su vivienda. No era mucho dinero, por ser un piso de renta antigua, de hacía más de cincuenta años, pero no tenía ni un céntimo de los trescientos y pico que le demandaban y era incapaz de pedir o conseguirlos.

    Sólo en el mundo, sin familia ni amigos a los que acogerse, salió para siempre de lo que había sido su vida hasta entonces, con una mochila con su ropa y algunos artículos de aseo, como el peine, unas pequeñas tijeras, la colonia que le regaló su madre, cepillos y pasta de dientes... y lo más importante para él: el álbum con las fotografías de la familia. Lloró desconsoladamente en el umbral de la puerta, por las cosas que dejaba de su familia, pero sobretodo por su madre.

    Lo despidieron las miradas escondidas de los vecinos, tras los visores de las puertas y las cortinas de las ventanas.

    Caminaba rápidamente, a pesar de su cojera, mientras sus lágrimas y sollozos caían y se oían por toda la calle. Lloviznaba y el sol no había querido salir ese día. Las imágenes de su madre volaban en su mente. El mundo se comprimía en él, aplastándolo y encerrando a la rabia con la ira y el amor y el odio y la esperanza y la muerte, todo junto, comprimiéndose en una esfera cada vez más pequeña, más acorralada, cada vez más sin salida.

    Montó en el tren sin sacar billete y se sentó junto a las ventanillas que daban al mar. El mal tiempo de la mañana era obstáculo para las gentes que gustaban de la playa. Ahora sus ojos miraban perdidos en el horizonte de las aguas oscuras. El revisor pasó, deteniéndose junto a él. Iba a pedirle el billete del viaje, pero reconoció al instante al hijo de la pobre Helena, muerta unos meses atrás, dejando a un hijo raro, como decían muchos en el pueblo. Lo encontró tan desfigurado y melancólico que pasó de largo sin decirle nada.

    Jesús se bajó en la parada del metro del centro de Barcelona. Por alguna extraña razón, que no llegaba a comprender, quiso visitar el último lugar donde había sido feliz. Volver a esa mañana del día en el que murió su madre. Luego de recorrer los mismos pasos pensaría qué hacer. Su plan sólo trazaba ese extraño trayecto. A partir de ahí, los caminos y senderos a tomar eran muchísimos y ninguno, y todos de desesperanza y desilusión.

    El peso de la mochila incrementaba el dolor de su rodilla, obligándole a parar de vez en cuando, a sentarse en cualquier sitio para masajearla un poco. Tenía sed y hambre. No se molestó por su torpeza de no proveerse de una simple cantimplora, porque no tenía ninguna en casa, ni dinero para comprarla, ni fuerza para pedir.

    Ese día las calles estaban menos recorridas. Llovía y el frío era intenso. Las gafas nuevas, que no acabó de cobrar el generoso oculista, se cubrían de gotas que el viento arrastraba. La mochila se estaba calando y los pantalones de pana ya empezaban a pesarle. Lo único que mantenía caliente eran los pies, gracias a sus botas de montaña y a unos recios calcetines. El camarero de una cafetería lo vio pasar por delante y le dijo que se esperase. Al momento salió con una gorra de verano, de una marca de cerveza. Por lo menos le cubriría la cabeza, le dijo. Jesús lo miró a los ojos, dándole las gracias. En el rostro del hombre de la cafetería se marcaba la pena y angustia que emanaba de Jesús.

    Paseó por las aceras de las mismas tiendas de lujo y ocio. Refugiados en los portales habían vendedores con cubos de rosas que ofrecían su venta a los paseantes. El día del amor, se dijo Jesús. Cómo me hubiera gustado regalarte una, madre, `pero ya ves que no puedo, porque me faltas, y tampoco tendría dinero para ello. Pero no te preocupes, alguna alma caritativa habrá por ahí...

    Jesús caminaba absorto en sus pensamientos, sin darse cuenta de las miradas furtivas de la gente, de las frases que se guardaban, del "ahí va otro vagabundo", "pobrecillo, qué demacrado está" ,"de qué país será este", "este es nuevo", lleva la mochila impecable", "este dura poco", "¡dónde vamos a llegar, Dios mío... Tan joven!"

    La lluvia arreció, convirtiéndose en un pequeño diluvio. Los coches salpicaban de agua a los viandantes despistados. Jesús iba calado hasta los huesos. Un brazo lo atrajo hasta el refugio de un portal de un gran edificio.

    —¡Ven aquí hombre!, espera que pase el aguacero. ¡Vas a pillar una pulmonía de muerte!

    Jesús miró al hombre que lo había arrastrado al refugio de portal, dándose cuenta que era el mismo hombre al que había dado cinco euros de limosna aquel día fatídico en el que murió su madre.

    —Tú eres el que me dio hace unos meses los cinco euros de limosna. Sí, y no pienses que tengo gran memoria, no se olvida al que te da tanto. ¿Porque no pensarás que la gente da mucho, verdad? A duras penas unos cuantos céntimos, y como mucho, alguno te suelta una moneda de euro; y ya te puedes dar con un canto en los dientes cuando eso ocurre jajaja... ¡Vaya un día de mierda que hace! Parece que no te ha tratado bien la vida, últimamente. ¡Pero di algo, hombre! ¿Te ha comido la lengua el gato...?

    —Gracias, es usted muy amable —acertó a decir, Jesús, tiritando por el frío.

    —Ven, vámonos. Tienes que cambiarte esa ropa o no llegarás a mañana. Total, hoy ya poco vamos a hacer aquí. La gente, con las prisas de la lluvia se olvida de dar limosnas. ¡Se olvidan con sol y todo el año, figúrate ahora!

    Jesús se dejó llevar hasta el casco antiguo de la ciudad, hasta una nave semiderruida, de principios del siglo pasado. Había sido una fábrica textil, según le contó Miguel, el vagabundo de los cinco euros. Tres hombres se calentaban alrededor de unos bidones agujereados, por donde salían las llamas de los pequeños trozos de madera que habían recogido o pedido a supermercados y tiendas. Al verlo temblar le invitaron a acercarse al fuego y a que se cambiara de ropa. Puedes estar tranquilo que ninguno te vamos a meter mano, le dijeron entre risas; tú no eres nuestro tipo, ni el de ninguno, añadían incrementando las risas.

    Se cambió de ropa y bebió del vino barato que le ofrecieron, entrando en un calor agradable. Miguel les contó a sus amigos que Jesús le había dado cinco euros de limosna, unos meses atrás. Buen hombre, entonces, le habían respondido. Y que no se preocupase, ahora estaba con ellos, y ellos le ayudarían. Jesús les sonrió entre lágrimas, diciéndoles que era la primera vez que estaba a gusto en un sitio, después de mucho tiempo. Comieron pan con queso y embutidos que compartieron entre los cinco, hablando del mundo y de la gente, del fútbol y de las mujeres. Como cualquier hombre, hablan como cualquier hombre, se decía para sí Jesús. ¿Te pensabas otra cosa? ¿Que hablaban de monstruos, o de infiernos? ¿Que no sabían hablar como personas...? ¿Que eran animales y como tales debían ser tratados?

    Jesús estaba cansado, tremendamente cansado, pero no físicamente, como le decían sus ahora amigos vagabundos, sino psíquicamente, como se había demostrado él mismo, con tan extraño diálogo mantenido con su otro yo.

    —Vamos a echar una siesta, Jesús; nosotros por la tarde echamos una siesta, como los señoritos jajaja... Te dejaré unos cartones y una manta; pero hay que buscarte las tuyas, para la noche, porque aquí hace un frío que pela por las noches.

    —No, no te preocupes Miguel, dormir vosotros, yo no echo la siesta nunca... Bueno, desde hace unos meses. Al despertar de una siesta encontré a mi madre muerta; desde entonces me es imposible.

    Sus nuevos amigos lo comprendieron. Dándole una palmadita en las espaldas, cada uno fue a su rincón, a sus cartones y sus mantas, para descansar. Jesús se quedó alrededor del bidón del fuego, con la mirada fija en la llama, y en la llama, los recuerdos.

    Recordó el impacto que le causaron los niños. El mayor, de unos doce años, yacía muerto en su habitación, bajo un gran póster de Michael Jordan, el magnífico jugador de baloncesto. Recordó su tez azulada en la belleza de un rostro que había emanado ilusión. La niña, de unos siete años, arropada junto a unas muñecas de porcelana tan blanca como ella, se le volvió a presentar como tantas noches lo había hecho. Y explotó en lágrimas al ver en imágenes nítidas al bebé ,con su cabecita caída sobre los pechos de una madre muerta, en el sofá de su comedor, ante un montón de diferentes pastillas tiradas por el suelo, en el mismo sofá y la mesita baja del comedor. Los ojos, empapados de lágrimas, reflejaban las llamas de las maderas del bidón. ¿Por qué no le había hecho caso a su madre? ¿Cuántas veces le dijo que olvidara ese maldito trabajo? ¿Que él poseía un corazón demasiado bueno para desahuciar a familias? Que no les hacía falta dinero, que ya se apañarían. Una voz surgió de algún lugar para decirle que ya estaba hecho, que ya no tenía solución, que luchara ahora por los débiles y desamparados...

    Callado, entre las viejas mantas que le abrigaban, Miguel observaba los llantos y sollozos de Jesús. Pobre hombre, se dijo.

    Jesús se secó el rostro y ojeó la nave abandonada. Paredes desconchadas, olor a polvo, suciedad, tierra y humedad. Era alta, con vigas de madera carcomidas y una uralita rota por varios sitios, por donde caía el agua de lluvia. varios bidones desparramados y algún que otro objeto inservible, como bicicletas destartaladas y carritos de supermercado con las ruedas rotas, en las que guardaban las ropas y los trastos los vagabundos. Se encontró unas cuantas colillas de cigarrillos en el suelo, apuradas casi hasta el máximo, e intentó dar alguna calada que otra. Miguel, que seguía observándolo, se levantó y le regaló un paquete de tabaco y un mechero.

    —¡Winston! No sabe cómo se lo agradezco, siempre fumé esta marca. Muchísimas gracias.

    —No hay de qué, ya me lo devolverá. Creo que te hace más falta a ti que a mí. Yo de hecho, a penas fumo y soy el único que siempre lleva tabaco jajaja... Una señora mayor, la dueña de un restaurante, me regala cada día un paquete. Hemos hecho un trato: yo cojo el cáncer de pulmón por ella, así ella puede seguir fumando jajaja... Pero no pienses que fui yo el que puso la cláusula, fue ella jajaja... Se ve que es incapaz de dejar de fumar y por eso se inventó el contrato. ¡Mira que si acierta! jajaja...

    —Gracias otra vez, Miguel. Si no le importa daré una vuelta por el barrio, fumando como un loco. Ya no llueve tanto y necesito relajarme. ¿Le importa que deje aquí mis cosas?

    —¡No, hombre!, ¡qué me va a importar!, tus cosas están seguras. Aprovecha para conseguir unos cartones y algún plástico grande; te harán falta para esta noche. Las mantas... ya veremos mañana; está a punto de anochecer. Y no me llames de usted, aquí eso queda un poco mal jajaja...

    Jesús salió al umbral de la vieja nave textil, tras abrazar a un Miguel aturdido que se preguntaba cuánto tiempo hacía que nadie lo abrazaba? No lograba recordar la última vez: ¿quizá su hijo, antes de que su mujer se lo llevara no se sabe dónde?

    Se masajeó la dolorida rodilla y caminó por las calles medio abandonadas. Los antiguos edificios parecían querer desplomarse por estar cansados de la vida. Sus pinturas apagadas, de ladrillos descoloridos y grises melancólicos, dolían a la vista. Las pocas tiendas abiertas eran pequeñísimas, de extravagantes productos y oficios: tatuadores, peluqueras de trenzas arcoíricas, alimentos asiáticos y americanos; algún locutorio y tiendas de carnicería musulmanas sin la más mínima higiene. En las puertas de algunos edificios, las prostitutas se apoyaban en los marcos y puertas sin vidrios. Tal era su aspecto que ninguna se le acercaba para ofrecerle sus servicios. Jesús se preguntaba qué mala estampa tenía que dar, ¡y eso que era su primer día de vagabundo! Los que que no le quitaban la vista de encima eran los hombres que pululaban por cualquier rincón, con los ojos esquinados en todos sitios. Estos sí, estos le paraban para ofrecerle todo tipo de drogas.

    —Coca, paisa; buena farlopa; jachís... del güeno. ¿Caballo...? —Jesús rechazaba las ofertas con un "no, gracias" excesivamente educado.

    En la puerta de una frutería, con tapadera evidente de negocio sumergido, de dinero negro, porque sus escasos productos en mal estado no parecían ser capaces de generar negocio alguno, vio unos cuantos cartones. Pidió con educación y le fueron donados, no sin ser mirado con cara de asco, al despedirlo de mala gana.

    Sobre un banquito de madera, en mitad de un cruce de cuatro viejas edificaciones donde el tránsito sólo era para peatones, con una biblia en la mano izquierda, un presunto predicador voceaba al aire en solitario. Jesús no quiso acercarse, dado el aspecto fiero del predicador, de la severidad y contundencia de sus palabras. Lo escuchaba desde la distancia, al igual que algunos otros. Daba la sensación de que estaban acostumbrados a oírlo,que les gustaba, pero que les daba miedo aproximarse al enlutado voceador de cabellos largos y barba en punta.

    —¿Acaso creéis que Dios no os ve, pecadores, súbditos del infierno? ¿Que cierra los ojos ante las drogas que os vendéis los unos a los otros? Él las siente, viaja a los falsos paraísos con ellas, vomita con ellas. Dios es el Todo y en el Todo está. ¿Creéis que vivís en un infierno porque no tenéis dinero? Esperaros a morir y veréis lo que es un infierno de verdad. Y no miréis a esos que venden la cocaína o la heroína, que ellos venden droga, pero vosotros también; vosotros vendéis, al igual que ellos, productos totalmente innecesarios, la mayoría de ellos; y engañáis, y os engañáis, y fomentáis el crecimiento de la avaricia, del egoísmo, de la gula, de la vanidad, la soberbia y demás pecados capitales. Os pisáis unos a otros sabiendo que estáis en el mismo lodo...

    Jesús escuchaba con la boca abierta, más por la valentía del hablar así en tal lugar, a la cara de tanta gente peligrosa, que por las palabras que decía. Pensó que se podría liar una buena, porque los mencionados parecían cansados de las monsergas diarias; pero el rudo predicador no desistía, sino todo lo contrario, su rabia e ira y su voz crecían hasta abarcar una cólera tremenda. Jesús pensó que allí, sin lugar a dudas, iba a ocurrir algo. Aceleró cuando pasaba junto al predicador, pues era camino obligatorio para volver a la nave con los mendigos.Era el único camino que conocía.

    —¡Ved aquí! Uno nuevo que ha bajado de los falsos peldaños de esta sociedad ruin, expulsado del Edén maldito —gritó, señalando con un dedo a Jesús, cuando este se cruzaba ante él—. Pero no ha bajado por humildad, porque haya reflexionado y querido estar con los pobres, con los débiles. Lo han arrojado de su cielo pagano sus mismos compañeros, porque no posee la maldad necesaria para convivir con ellos, en su reino de los avernos. No... se marchó cuando sus ojos le enviaron las imágenes de tres niños muertos, entre ellos un bebé y una madre, cuando iban a ser desahuciados. No le bastaba con verlo en las noticias, con leerlo en los periódicos. Se pensaba que eso no ocurría en su mundo, que él no era el verdugo que cometía tales atrocidades...

    Jesús había caído de rodillas ante las palabras del predicador. Se ocultaba el rostro entre las manos mientras sollozaba y lloraba desconsoladamente. El predicador le puso la mano en la cabeza, con suavidad, y prosiguió:

    —Pero yo os digo que este hombre ya se ha arrepentido. Que daría su vida por reparar el mal causado. Que jamás volverá por ese camino. Pero también os digo que ahora es un ser perdido en el sendero de la vida. Que ahora es el más peligroso de todos y más bendito de todos. Ahora puede realizarse hasta llegar a ser un santo, o puede que toda su rabia, toda su ira, con todo su amor y odio y esperanza y desesperanza exploten hasta reventar al mismísimo infierno, o al mismísimo cielo...

    Los allí presentes empezaron a ponerse muy nerviosos, a arrojar frutas y botellas de plástico y alguna de vidrio, impactando una de ellas en la cabeza del orador, que sangraba en abundancia. Miguel, habiendo oído el barullo, corrió para rescatar a Jesús y llevárselo de vuelta a la vieja nave textil. No sea que me lo maten el primer día, iba diciéndose mientras corría.

    —¡Espere, Miguel!. por favor, espere, quiero preguntarle cómo sabía lo que me ocurrió. ¿Cómo es posible que lo supiera? —decía Jesús mientras era arrastrado por un Miguel nervioso.

    —¿Ahora quieres preguntarle? ¿No ves que lo van a matar como no se vaya pronto? Está sangrando mucho, pero sigue ahí. ¡Qué hombre este! La verdad que lo admiro, y dice grandes verdades, pero como siga así...

    Una pareja de policías pasó delante de ellos, en dirección al improvisado púlpito, donde se peleaban una veintena de personas; unas defendían al pobre orador, otras lo atacaban.

    —¡Por ahí se va a salvar hoy el predicador, por la policía!; pero un día le van a dar ostias hasta en el carné de identidad jajaja... Y no te preocupes por lo que te ha dicho ese falso cura. Esta gente es muy lista, se las saben todas. Quizás te reconoció por alguna fotografía, las noticias... ¡Qué se yo! Hay muchas maneras, y esta gente se recorre toda la provincia.

    Llegaron a lo que ellos llamaban su hogar. Jesús continuaba pensando en el predicador cuando se dio cuenta que a pesar del jaleo, los cartones y una gran bolsa de plástico seguían en su poder. Se las enseñó a los cuatro compañeros vagabundos, los cuales sonrieron y alegraron, porque ellos sabían perfectamente que unos plásticos y unos cartones, junto con las mantas, representaban el vivir o morir del vagabundo.

    Se habían retirado cada uno a su rincón, a dormir, o hacer que dormían mientras bebían el vino barato de cartón y fumaban abrigados. Jesús lo hacía en el umbral de la nave, viendo el ascender del blanquecino humo entre las luces de las farolas de la noche, y rodeando, de una niebla artificial, a las lejanas prostitutas y paseantes nocturnos del casco antiguo de Barcelona. Aspiraba grandes bocanadas para exhalarlas lentamente, llegando a marearse por la falta de costumbre. Había dejado de llover, pero el frío era intenso. Los ruidos de la noche venían mezclados, como las noticias y los fideos a la cazuela; revueltas las risas de un balcón con los gritos de otro, los llantos de un niño con los de una mujer; el claxon de una moto con los insultos de un conductor; El ruido de un programa de entretenimiento de un televisor con el programa de noticias de otro... El aroma de sopa de avecrem, de caldo de ave con fideos, y de tortilla de patatas, pululaba por cada rincón de la estrecha calle. Jesús pensaba en su madre, la que había sido su vida, pues su padre y hermana murieron hacía mucho, cuando él todavía era un crío. Se agachó para masajearse su rodilla dolorida, aquella que le apartó de jugar al fútbol cuando aún militaba en los juveniles. Fui un buen delantero, maldita sea, se decía, podría haber llegado a jugar, por lo menos, en segunda división. ¡Cuántos sueños rotos, Jesús! El ajedrez, el fútbol... ¡Médico! Sí, siempre quise ser médico. ¿Pero cómo estudiar con la paga de una viuda? Excusas, me decían algunos. Malditos cabrones... Todavía permanecía agachado, pensando, y acariciándose ahora la rodilla, cuando vio acercarse unas piernas de pantalones oscuros.

    —¡Hola, muchacho! Veo que tu vida bajó peldaños —comentó un señor con voz potente, vestido de negro y de barba puntiaguda.

    Jesús se alzó, observando de cerca el rudo aspecto del predicador, su gran talle y su cabeza vendada.

    —Gracias por lo de muchacho, pero creo que hace años que dejé de serlo. ¿Cómo sabe quién soy? —¿preguntó a bocajarro.

    —Ustedes viven tan en sus vidas que no ven a nadie, ni se acuerdan de nadie. Su último desahucio, aquel tan trágico... Yo estaba con el grupillo de la puerta, con las pancartas y los gritos de "sí, se puede, el desahucio muere". Pero ya ve que no muere. Usted se va y otro ocupa su lugar, simplemente. No hay quien se dé cuenta de las consecuencias de su trabajo hasta que ocurre algo como lo que le ocurrió a usted. Una madre desesperada y acorralada opta por suicidarse, habiendo matado antes a sus hijos.

    Jesús lo escuchaba con lágrimas en los ojos. ¿Qué responder?

    —Luego dicen que si la depresión, que si estaba loca... ¡Barbaridades! Lo que no dicen es que hay más suicidios por desahucios que muertes en las carreteras. ¡Se callan, lo ocultan, los muy h...! Dicen que no es conveniente, que según qué noticias no es conveniente que lo sepa la población. Esta censura la aceptan de buen grado los periódicos, hasta ahora claro, que hay cientos de manifestaciones con miles y miles de personas por todo el territorio nacional. Es tan grave que les es imposible ocultarlo más.

    —¿Qué puedo decirle? ¿Que tiene usted más razón que un santo...? ¿Que no sabe cuánto me arrepiento?

    —No hace falta que me diga nada, usted ya es de los míos, de los del lado bueno, y para toda su vida, hasta que se muera; de eso no tengo ninguna duda.

    Jesús ofreció un cigarrillo al predicador, el cual aceptó. Mientras le encendía el cigarrillo vio pasar detrás de él, por la acera de enfrente, a la mujer que meses atrás pedía limosna en la puerta de la administración de loterías. Aquella mujer, antaño mal vestida, andrajosa y sucia, casi sin dientes, entraba en el bloque de pisos de en frente, en compañía de otra mujer robusta. Entre las dos parecían obligar a entrar al edificio a una muchacha de unos dieciséis años, muy guapa. El autoafirmado reverendo giró la vista al ver que Jesús se había quedado de piedra, con el mechero aún encendido. Le bajó la mano, apagándose la llama.

    —Esa está haciendo el trayecto contrario, mi buen amigo. Usted quiere bajar o baja, ella quiere subir o sube. Así se cree la gente que es la vida. Pero luego, lo que uno pensaba que era subida al cielo, resulta que en lo alto estaba el infierno; y lo que se pensaba infierno subterráneo, resulta que es el cielo, con su bondad, amistades, compañías y felicidades... felicidades pobres, pero felicidad, al fin y al cabo; quizá la única que pueden llegar a conocer ciertas personas, como usted. Pero bueno, usted todavía es joven...

    Se le pasaron mil insultos por la cabeza; para él y para la pedigüeña. Ahora pensaba lo estúpido que fue, darle mi paga a semejante sinvergüenza. Tonto más que tonto. y Andrés que te lo advirtió, y tú sin hacer caso da nada, a tu royo, a tu puto royo. Mierda de vida, nunca se sabe quién es buen y quién malo...

    —Tiene mala pinta lo de esa muchacha tan joven, arrastrada a la fuerza. ¿Verdad, predicador? ¿O cómo debo llamarle? —preguntó, mas por dejar de hablar consigo mismo, de insultarse.

    —Llámeme Juan, simplemente. No soy reverendo ni predicador. Medio cura sí, porque estudié de joven. Hubo un tiempo que quise... Pero bueno, esa es otra historia, quizá se la cuente algún día. Me decía usted lo de la joven... Claro que tiene mala pinta. La llevan a prostituirse.

    —¿No deberíamos hacer algo?

    —En cuanto aparezcamos nos dan un paliza de muerte. Si avisamos a la policía... o no viene, o la niña dice que está por gusto, que el hombre o mujer que la acompaña es su tía, o prima, o una amiga, o es su compañero, o su prometido, o su novio... Yo pienso que, inconscientemente, se ven obligadas a realizar esa pantomima cuando se dan cuenta que alguien las ve entrar en estos tugurios. No digo que hayan esclavas, no me malinterprete, las hay, y muchas, y son secuestradas y obligadas. Pero en este barrio no, se lo aseguro. Es demasiado céntrico, demasiado al lado de las mejores tiendas.

    —¿Sabe...?, a una de las mujeres que la llevaban le di de limosna toda mi paga de la seguridad social, hace unos meses. Estaba pidiendo limosna de rodillas en el centro de la ciudad. Su aspecto era tan...

    —Jajaja... está usted peor de lo que me imaginaba jajaja... Se llama Trinidad, y es un lince, una superviviente nata, de las mejores de esta selva. Por el día pide limosna y por la noche, lo que salga, después de dejar a sus prostitutas en su lugar de trabajo. ¡Bueno!, si quiere mañana hablaremos. He de marcharme. Yo estaré aquí a la misma hora de siempre. Si esos desgraciados se piensan que me van a acobardar lo tienen claro... ¿Necesita usted algo? ¿No? Pues hasta mañana, si Dios quiere.


    Continúa abajo...
     
    #2
    Última modificación: 18 de Febrero de 2013
  3. Évano

    Évano ¿Misántropo?

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    volvió a la nave, donde durmió a cabezadas, en el duro suelo de trozos de baldosas rotas, tierra y cemento, sobre el plástico y los cartones y unas mantas prestadas que le resguardaban de la humedad de la vieja nave textil.

    Jamás hubiera pensado que estos vagabundos madrugaran tanto. Cuando ni siquiera había resurgido el crepúsculo del alba, ya se encontraban los cinco en pie, habían avivado el fuego del bidón agujereado y estaban calentando, en un cazo viejo y abollado, la leche con un café soluble que, aunque de marca blanca, poseía muy buen sabor. Los azucarillos provenían de diferentes restaurantes y bares, obviamente se los regalan —pensó para sí Jesús—. La tranquilidad se hacía rara entre las miradas perdidas en el interior de cada uno; raro el vaho de los cafés con leche y el aliento que se esparcía entre ellos, como una niebla particular. Todos llevaban guantes, menos Jesús, con agujeros por todas partes, aunque algo abrigaban. Ofreció cigarrillos al que quiso, siendo el acto de fumar como el del té japonés, ceremonioso. Continuaba extrañado del silencio exterior y del que acurrucaba el interior de la nave, era como si cada uno supiese exactamente los pensamientos y actividades que dentro de cada uno pululaba. No le gustó que no saludaran con unos buenos días, qué tal habéis dormido, qué habéis soñado... Se dejó llevar por la corriente e imitó a sus compañeros. El silencio sólo se rompió cuando salieron, cada uno a lo suyo, siendo Miguel, el de siempre, el que se dirigió a él. Esto le hizo pensar que no era bien visto por el resto, que no lo querían allí. Se lo explicó a Miguel, el cual le respondió que no se preocupara, que qué quería, que cantaran de alegría, que bailaran... Eran personas a las que la vida les había destrozado, personas que habían perdido a sus seres más queridos: unos por abandono, otros por muerte, otros por problemas con el alcohol u otras drogas, o por perder el trabajo, simplemente. Que no les hiciera caso por sus descortesías. Eran buenas personas, pero lógicamente diferentes a las normales.

    —¿Qué piensas hacer durante todo el día? —le preguntó Miguel, mas bien para que se olvidara del despertar amargo del grupo.

    —¿Sinceramente...? No lo sé... No tengo ni idea.

    —¡Anda, ven conmigo! ¿No vas a estarte aquí todo el día? Coge lo que vayas a usar y deja el resto en algún rincón. Aquí no viene nadie a robar, entre otras cosas, porque no hay nada que valga la pena jajaja... Es la ventaja de ser pobre jajaja...

    A jesús le gustaba Miguel, le caía bien porque, a pesar de las dificultades y la situación en la que se encontraba; se reía constantemente, viendo el lado bueno de las cosas, por lo menos de momento, se dijo. Para que no se deprimiera demasiado en su primer día, Miguel, mientras caminaban hacia el restaurante donde él iba cada mañana, donde le daban el paquete de tabaco a cambio de que él padeciera el cáncer en vez de la dueña, le preguntó si había dormido bien o si había soñado.

    —A cabezadas —empezó diciendo Jesús— , con las mismas pesadillas de siempre, con esa pobre mujer y sus hijos... Aunque ahora se ha colado Juan, el reverendo. Desde que me dijo que había estado en la puerta del desahucio ese día, ahora lo oigo gritar en mitad de la pesadilla el eslogan de "sí, se puede, el desahucio muere". No deja de ser graciosa esta vida, de repente, alguien que no conocías, se cuela hasta en tus sueños.

    —No voy a decir que ese reverendo, el tal Juan, sea mala persona. Pero sí te diré que son de aquellas a las que les rodea la violencia. Son unos imanes poderosos. Yo no sé si son ellas las que buscan tal violencia o esta les encuentra a ellos. En fin, has de andarte con ojo, los vagabundos debemos tener cien ojos, y apartarnos de según quiénes, porque somos personas débiles, físicamente, pero nuestra mayor debilidad es la cabeza, la psicológica. Tú ya me entiendes.

    Miguel era un buen andarín, demasiado, se dijo Jesús. llevaban casi una hora caminando; ya estaban en los polígonos industriales de las afueras de la ciudad, llegando al restaurante al que acudía diariamente Miguel. Lo positivo es que al frío no le daba tiempo de invadir al cuerpo, con tanto ejercicio le era imposible, hasta parecía irle bien a su rodilla.

    Antes de entrar, Jesús disfrutó con el acicalamiento de Miguel en la cristalera de la acera del local. No representaba sus setenta años, quizá debido a su rostro alegre y simpático. Le obligó a acicalarse a él también y entraron al amplio bar-restaurante, donde los trabajadores tomaban cafés y copas, en la larga barra del bar. La mayoría lo conocían y los saludaron con saludable amistosidad. Se acurrucaron en la esquina, donde menos molestaban, y esperaron la llegada de la camarera.

    —¿Te das cuenta, Jesús? No hay mejor persona en este mundo que el trabajador —habló con satisfacción, orgulloso de ser saludado. Agradecido de no ser invisible.

    La dueña, una mujer mayor a punto de jubilarse, vino nada más ver a Miguel, con su paquete de tabaco y una gran sonrisa. Podría decirse que coqueteaba con Miguel, por lo cual Jesús se sorprendió. No es que fuese fea, un poco regordeta, pero seguro que una mujer con negocio propio podría obtener mejores pretendientes que un vagabundo, se dijo Jesús.

    —¡Buenos días, mi querido Miguel! Veo que trajiste compañía, y joven —saludó doña Francisca, que así se llamaba, extendiéndole el paquete de tabaco—. Aquí tienes, querido, un paquete para ti y otro para mí, pero el cáncer lo pillas tú, ¿de acuerdo?

    —De acuerdo, Doña Francisca, para mí el cáncer jajaja... ¿Nos podría poner dos copas de anís? Hoy, por ser el primer día que despierta mi amigo como vagabundo oficial, le invitaré a una copa, para celebrarlo jajaja...

    —Ahora mismo las serviré, pero de mala gana, pues no son cosas para celebrar; su amigo es muy joven para desfallecer tan pronto ante la adversidad; debería afeitarse esas barbas y recortarse el pelo... y vestirse como Dios manda y encontrar un trabajo para luchar por la vida.

    Tomaron las copas y se despidieron. Luego, en el mismo gran polígono industrial había un enorme horno de pan, donde se dirigieron y donde, a cambio de recoger un poco el patio de maderas, cartones, barrerlo y organizarlo, ganaron dos barras de pan y un par de euros. No era mucho dinero, ya que les costó más de media hora el trabajo. Jesús pensó que hasta entonces, esa misma labor, la realizaba Miguel en solitario. De todas maneras no había qué elegir. O lo querías, o lo dejabas.

    Casi sin darse cuenta, entre el ir y el venir, el tiempo del bar-restaurante y del horno industrial, eran las diez y pico de la mañana cuando se encontraban en el centro de la ciudad. Miguel, después de comprar un poco de embutido, con el que se hacia los bocadillos para desayunar, solía ir a una floristería. Allí le prestaban las flores, las pagaba cuando las vendía, quedándose él con un porcentaje que, aunque minúsculo, muy útil para sus casi inexistentes gastos. Jesús, incapaz de abordar a los viandantes, se dedicaba a observar las ventas de Miguel.

    Llegó el mediodía y se dirigieron al comedor gratuito para las personas pobres, situado no lejos de la nave donde dormían. Valía la pena esperar en la larga cola, pues no se comía mal. ¡Quién no desea una siesta después de comer? ¿Y un buen puro? jajaja...

    De esta manera había pasado su primer día entero como vagabundo. Otra vez se encontraba en el umbral del ahora su hogar mientras el resto descansaba la tarde. Otra vez con el paquete de tabaco que le había vuelto a regalar Miguel. ¡santo Dios, parece que haya estado aquí toda la vida, y tan sólo ha pasado un día. ¡Cómo es posible que el ser humano se adapte tan rápidamente!. ¿No hay más remedio, verdad?, se decía un Miguel que rebobinaba las nuevas experiencias acontecidas. Pronto, el reverendo Juan montaría en su pequeña banqueta, en su púlpito improvisado, y hablaría a la gente del barrio con voz potente y segura, sin miedo, a pesar de haber sido descalabrado el día anterior. Miguel había comentado que el invierno era más aburrido, que cuando anochecía era mejor estar en el barrio y no salir, por el frío y la oscuridad, pero sobretodo porque era un peligro hallarse en un sitio desconocido; ¿que era la misma cuidad?, como había dicho Jesús, él no tenía ni idea cómo eran las ciudades populosas: como las selvas, cada depredador tenía su territorio, y ellos no eran depredadores, sino presas, y estaban en ese barrio porque los depredadores de allí los dejaban, ya por no gustarles, ya por ser insignificantes, ya porque no molestaban, esto no había que olvidarlo.

    Esa noche, el reverendo Juan, había cabreado en exceso a dichos depredadores. No había sido buena idea. Esta vez se lo llevó la ambulancia medio muerto y, por la madrugada, entraron en la nave, quemando todas las pertenencias de los cinco vagabundos, incluidas los plásticos, cartones y mantas, y a ellos mismos si no hubiesen salido corriendo. Tras venir la policía, cuando todo estaba en cenizas, se los llevaron a un albergue, por esa noche. Otra vez a empezar, le había comentado Miguel, entre lágrimas, desde la litera de arriba del albergue. Ya ves amigo, esta es la vida del vagabundo.

    Se levantaron y marcharon, después de recibir el desayuno del albergue. Volvieron a su labor diaria. Primero hasta el bar-restaurante de la señora Francisca. Allí, esta les hizo una oferta, no se sabe si por la pena de la desgracia que le contaron, o por su propio interés. Les ofreció dormir en las despensas del restaurante. Era una habitación amplia, donde podrían dormir con holgura y con toda la tranquilidad del mundo, ya que ellos cerraban a las nueve de la noche y hasta las cinco de la mañana no abrían. Tenían incluso lavabos y una ducha para asearse. ¿Qué que pedía a cambio? Pues nada; así guardaban su negocio por la noche. Y es más, os traeré dos sacos de dormir que tengo por casa; son tan viejos como yo, de cuando era joven y me iba de acampadas por los montes. ¡Ay, qué tiempos aquellos!

    Las salidas no eran muchas, por no decir ninguna, o dormían esa noche a la intemperie, solos, sin cobijo de nadie, o aceptaban la oferta. Por esto mismo, a las nueve de la noche, se encontraban en la puerta del local.

    —No parece mal sitio para dormir —comentó un dudoso Jesús.

    —Lo peor para un vagabundo, mi querido Jesús, es estar en un lugar solitario, y este lo es. Aquí no corre un alma cuando oscurece, y no sé que tenemos nosotros los vagabundos que a muchos, cuando nos ven, les dan ganas de dañarnos, y no me lo discutas, llevo muchos años en esto.

    —No discutiré lo que no sé, si lo dices, amigo, es porque lo sabrás bien.

    —Cierto es, mi querido Jesús, como cierto es el cáncer que tengo, de pulmón jajaja... Esta bruja se salió con la suya jajaja... Y habiendo fumado poco jajaja... ¡Pero es la vida! y a mí a estas alturas me importa una mierda, que viva ella en mi lugar, ¡qué más da! Seguro que lo aprovechará mejor que yo. Por eso te digo, de corazón, que intentes levantar cabeza. Márchate a un pueblo, a cuidar rebaños de ovejas, a cultivar la tierra. Instálate en una de esas gruesas casas de piedra semiderruidas y repárala, para comer siempre habrá alguna alma caritativa que te alimente. Pero eso sí, lo que hagas, hazlo bien, en todo lo que te pongas, porque a parte de ser la mayor satisfacción que uno pueda llevarse, nadie podrá deshacer lo que bien hayas hecho. Por ejemplo, si reconstruyes esa casa, pídesela primero, con papeles, al alcalde. Ya me entiendes lo que quiero decir.

    —Si te vienes conmigo, de acuerdo.

    —Te acabo de decir que tengo cáncer... Te lo digo de corazón, no te acostumbres a esta vida. ¿Quién sabe si en algún pueblo conoces a una buena mujer y formas una familia... Aquí no tienes futuro, aquí no hay futuro para alguien como nosotros.

    Jesús durmió esa noche en el bar- restaurante, pero al día siguiente tomó un tren con dirección a los Pirineos. Y con una mano delante y otra detrás se presentó en una pequeña aldea. Allí encontró trabajo en una granja ecologista, donde los animales pacen tranquilamente en los verdes prados de las laderas de las montañas y las ovejas no se hacinan por miedo a ninguno de los lobos que las pretenden. Se acostumbró al dolor de las espaldas por el sacrificio del labriego, a seguir los pasos del los días, a ese sol que es vida cuando amanece y muerte en los ocasos de la avanzada de la noche. Se acostumbró a morir cada noche y a revivir cada día, a luchar por cada rayo de sol lanzado al universo. Con la felicidad que da la dureza del trabajo de la alta montaña creció, valorando cada milenario olivo, cada año de los ochocientos que logra perdurar un castaño, los robles o sus encinas; a los centenarios alisos y chopos y a los efímeros años de las vidas de los frutales, a la par de los humanos. No le hizo falta reconstruir ninguna casa, pues se juntó con una mujer viuda con tres hijos pequeños; curiosamente, un niño de doce años con cara de ilusión, una niña con rostro de porcelana y un precioso bebé.

    Un día, pasados tres años, tras el descanso de una dura jornada de trabajo, salió al jardín de su casa en el justo momento que una estrella fugaz recorría, en azulado celestial, el firmamento. Se acordó de pronto de su amigo Miguel, aquel extraordinario vagabundo que tan buen consejo le dio. Sólo había convivido con él a penas dos días, pero eso fue suficiente para cerciorarse que en esta vida, por mucho que apriete, oprima y ahogue, y por mucha gente de mal que pulule por su superficie, siempre hay alguien que nos tiende la mano y nos levanta. Supo que había muerto en el mismo momento que pasó esa estrella fugaz. Más tarde se enteraría de dónde estaba enterrado y le llevaría unas flores a su tumba, compradas a un vagabundo que las revendía en una esquina del centro de la ciudad de Barcelona, la misma que ocupó tantos años Miguel. Le acompañaron su mujer y sus hijos.

    Volvería a su aldea para vivir su vida lo más tranquilamente, respetando a la naturaleza y al prójimo, junto a su familia. De su madre no se acordaba porque siempre había estado y estaba con él, en su corazón.







    Fin
     
    #3
    Última modificación: 12 de Marzo de 2013
  4. princesa de fuego

    princesa de fuego Poeta que considera el portal su segunda casa

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    jajaja me recordaste a paulo cohelo uno de mis escritores favoritos porque mezcla la realidad con la ficcion ,seguiré leyendote me gusta como va la novela ,ya tienes una seguidora aunque no suelo comentar mucho,soy mala critica ,mala escritora ,mala en todo hasta en los elogios asi que disculpame si por ahi meti la pata jajaja.besos que nadie te detenga ni siquiera tu mismo o se las veran conmigo :mad:
     
    #4
  5. Évano

    Évano ¿Misántropo?

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    Señora, Princesa de fuego, acabo de leerla y puedo asegurarle que usted no es, ni mucho menos, mala en todo, seguramente será buena en todo o casi todo, pues así son las personas de buen corazón. Lo certifica su comentario bonito, su humildad y lo que yo he leído.

    Muchísimas gracias por su tyempo y su pasear tan lindo por mis letras.

    Se la saluda afectuosamente.
     
    #5
  6. marea nueva

    marea nueva Poeta veterano en el portal

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    Tu relato me ha encantado, tienes esa capacidad de ir presentando de tal manera lahistoria que en tanto te leo las imágenes (escenas) van apareciendo en la mente, además este escrito me parce algo esperanzador y conmovedor, no hay duda que vivimos tiempos dificiles donde el tener el pan de cada día ya de por sí es estresante, pero tu entras en la mente de Jesús (tu Jesús jejeje)bueno mejor ya no sigo y mejor me quedo saboreando la lectura, un abrazo grande!!
     
    #6
  7. Dennisse

    Dennisse Invitado

    vaya manera de presentar
    este parlamento de bellas imágenes
    bien cuidadas,
    abrazos a la distancia
    Denn
     
    #7
  8. Évano

    Évano ¿Misántropo?

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    Señora Ethel, usted puede seguir todo lo que quiera.

    Me alegro le haya gustado el relato, no del todo ficticio, por desgracia. Es España están habiendo muchísimos casos, intolerable cuando sólo uno es demasiado.

    Quise darle un final feliz, porque en el fondo creo que los que realizan los desahucios no saben lo que hacen.

    Un montón de saludos afectuosos y también abrazos, y muchísimas gracias, por supuesto.
     
    #8
  9. Évano

    Évano ¿Misántropo?

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    Muchísimas gracias, señora Dennisse, por su lindo comentario y su pasear por este largo relato.

    Se la saluda afectuosamente, como siempre.
     
    #9

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