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Juan Arlequín y la historia de sus Converse Rojos

Tema en 'Prosa: Generales' comenzado por negrojf, 22 de Septiembre de 2009. Respuestas: 1 | Visitas: 1053

  1. negrojf

    negrojf Poeta recién llegado

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    Si aquella carta llegó a manos de Alicia Estrella en aquella noche insólita de luces multicolores en la cual los fuegos artificiales escribieron su nombre, aún no lo sabemos. Los cuadros colgados en la sala, pintados por ella misma, juraron mantener el secreto al respecto. Según los leones de piedra que hacían la guardia nocturna en el portón del banco de la ciudad, lo único que observaron fue a una gran cantidad de hombres, todos con saco a cuadros, con la corbata sobre sus hombros y rodeados de papeles blancos que volaban sobre las calles grises, corriendo desesperados buscando un refugio para esconderse de los ardientes y pequeños cometas incandescentes que caían del cielo. Otros, para protegerse, abrían sus enormes paraguas para evitar que los productos que solían embadurnarse en el pelo no les produjera un efecto incendiario. Lo mismo hacían las mujeres de grandes carterones y pieles de zorro o de nutria que escamparon en los grandes almacenes dejando en el aire, a causa de la mezcla de sus perfumes con el humo que dejaban los juegos pirotécnicos, un olor a plástico quemado. Unos se escondían en las cafeterías, otros en los restaurantes de moda, no faltó el que entró a la iglesia a rezar porque creyó que había llegado el juicio final y el que subió al observatorio porque le pareció un fenómeno astronómico digno de admiración y estudio.​


    Al otro lado del puente que se alzaba sobre el río, los leones del circo escucharon un concierto de flautas cantarinas, y atestiguaron que la gente salió de sus casas para ver aquel espectáculo. Salieron los trapecistas que se treparon en lo más alto de los postes de luz, salieron los magos que levantando sus brazos hacia el cielo causaron una gran tormenta de palomas, salió el levantador de pesas que con no muy esforzados movimientos ayudó a los gitanos a instalar sus teatros improvisados, salieron las bailarinas a las fuentes de los parques que como cisnes se confundieron con los reflejos de la luna alba, salieron los pintores enloquecidos porque sus pinceles y sus colores se habían fugado a pintar las paredes de las casas, salieron los músicos persiguiendo sus instrumentos, a los pianos, a los violines, a las guitarras, a las trompetas, a los bandoneones, a los oboes, a los tambores y a los gongs que ejecutaron a las blancas y negras sin piedad en el boulevard, y salieron también los obreros que abandonaron sus grandes rinocerontes de metal para presenciar las comparsas que desfilaban a lo largo de las calles. Pero para ese momento, Juan Arlequín ya dormía y soñaba.​





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    Así pues, pasaron meses lluviosos luego de tan curioso acontecimiento hasta que un día el sol se puso en un cielo sin nubes y sus rayos se escabulleron entre las persianas y acariciaron suavemente el rostro de Juan Arlequín haciendo que abriera sus grandes ojos negros. Los cantos de los pájaros avisaron a Juan Arlequín que era hora de ir al colegio. ​

    Era habitual que fuera en su vieja bicicleta, pero en el transcurso de la semana se le ocurrió que podía lograr lo que un niño había hecho en una película en la cual hacía atravesar su silueta por la forma redonda de la luna. En aquella noche, Juan Arlequín pedaleó calle abajo con tal fuerza que la bicicleta se separó a una distancia considerable del suelo, pero lamentablemente cuando iba ya rozando la constelación de Perseo en dirección a la constelación de Acuario, la cadena se soltó, y contó con gran suerte porque cayó levemente, como lo hacen los aviones de papel, sobre una noche que soñaba un poeta en la cual montaba una bicicleta que volaba. ​

    De modo que, luego de este notable accidente, Juan Arlequín se vio obligado a acudir al esquizofrénico transporte público de la ciudad. Entre el mar de gente que apelotonada abarrotaba aquel enorme bus carmesí una niña llamó su atención. Era sin duda más alta que él, delgada como una espiga, no tenía el pelo muy largo ni tampoco muy corto y su rostro tenía la brisa mística del más lejano oriente, de aquellas damas de rasgados ojos que se paseaban con sus kimonos solemnes entre azaleas, cerezos, lotos y crisantemos y que alguna vez vio en una de las postales que su tío piloto le mandaba desde cada lugar que visitaba. Aquella desconocida traía puesta una chaqueta deportiva, unos jeans y unos Converse malva. Traía puestos unos audífonos, sus ojos estaban perdidos en los zapatos marrones de un anciano adusto y sus labios entreabiertos cantaban sin cantar. Pudo adivinar que cantaba Sympathy for the Devil de los Rolling Stones. ​

    Todo esto le llamaba la atención a Juan Arlequín de aquella niña sin conocer, sus ojos, su pelo, su boca, pero sobre todo sus ojos se posaron con gran atención sobre sus Converse color malva. Es conocido que Juan Arlequín poseía una pequeña libreta donde anotaba todo, así que esto fue lo que escribió:


    Mis Converse rojos amaban de tal manera a sus Converse malva,
    Y sus Converse malva amaban de tal modo a mis Converse rojos,
    Que, según unos sabios zapatos viejos,
    Cuando murieron, intercambiaron sus cordones para siempre.

    ¡Ah, sus Converse rojos!, rotos hasta el infinito, bajo la implacable lluvia eran navíos embriagados de noche, bohemios desgastados de callejones desolados, colorados desteñidos por las gotas furiosas de lascivia y por los ojos seductores. En comparación de lo que contiene un reloj su edad no era mucha, pero sus suelas de polvo y tierra, de cristales de asfalto evidenciaban lo caminado. Testigos de lo vano, testigos de aquella noche inocente en la cual Juan Arlequín desde el puente observó un taxi a una velocidad desaforada donde apenas se veía una lucecita resplandeciente a lo lejos y escribió en su libretica:



    Una noche una estrella cogió un taxi,
    Y se convirtió en estrella fugaz.


    ¡Ah, aquellos Converse malva! Malva desnuda, malva de Oriente. Malva peligrosa, malva astuta. ¿Cuándo fue que dejaste a aquellos Converse rojos hechos un desastre entre los discos de vinilo y las revistas de jazz? ¿Cómo vulneraste su mirada indiferente, sus lentos pasos de pensativo flaneur?​

    Se vieron por primera vez un viernes primaveral en la Calle de los Girasoles, Juan Arlequín iba en dirección a la librería y la niña desconocida en dirección opuesta por la otra calzada hacia la tienda de discos. Se miraron, pero no se hablaron, no sólo por la distancia existente entre ellos, sino también por el ritmo en el caminar de sus dueños; Juan Arlequín con sus pasos cansinos y la niña desconocida con sus largas zancadas de gacela.

    Veinte días con sus noches pasaron para que se volviesen a ver en la Calle de los Panaderos. Tampoco se hablaron, y ya en ellos se notaba una tristeza silenciosa de no poder estar juntos debido al contrato de silenciosa fidelidad que firmaron tácitamente en aquella tienda deportiva. Repetidamente se vieron a lo lejos y cada vez su sufrimiento crecía como las bombas de colores cuando eran infladas por la madre de Juan Arlequín para su cumpleaños. Y aún así los Converse rojos envidiaban a las bombas porque al menos ellas podían reventar. Se cruzaron en el cine durante una película de Tim Burton, se cruzaron en el museo, en la biblioteca, en la feria, y ya, con el tiempo, se resignaron a amarse a lo lejos.

    Misterioso es el amor, incluso entre Converse. Y eso lo supo Juan Arlequín cuando vio los Converse malva de la desconocida que ya lloraban polvo. Por eso eternizó aquel encuentro en su pequeña libreta, como profetizando. Lo que no sabía, es que él, precisamente él, era el dueño del destino de sus Converse.
     
    #1
    Última modificación: 22 de Septiembre de 2009
  2. Orfelunio

    Orfelunio Poeta veterano en el portal

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    ¡Bravo!, ¡bravo!, aplausos y más aplausos, me encantó y lo disfruté, un abrazo
     
    #2

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