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Juan Arlequín y la noche que llovieron estrellas

Tema en 'Prosa: Infantiles' comenzado por negrojf, 26 de Agosto de 2009. Respuestas: 8 | Visitas: 4074

  1. negrojf

    negrojf Poeta recién llegado

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    Juan Arlequín odiaba las hojas cuadriculadas de su cuaderno de matemáticas y también cuando su profesor de física le hablaba sobre el movimiento parabólico de un cuerpo. Este tema se le hacía mil veces más interesante si el cuerpo era un payaso disparado por un cañón y que su aterrizaje fuera sobre una lona azul con lunas amarillas. Su profesor de física, que tenía una gran barba blanca similar a la de San Nicolás y una gruesa contextura como la de los osos en el bosque además de un respetado pasado en las universidades de la ciudad, quedaba absorto al leer las respuestas en sus exámenes. Una vez le preguntó la razón por la cual una manzana caía, y en vez de contestar que la causante de tal fenómeno era la gravedad, afirmó que la manzana solía cansarse en otoño y que para descansar se lanzaba con afán como el que se arroja de un balcón, que se acostaba sobre la hierba verde y que aprovechaba que había hojas secas formando una alfombra para dormir eternamente. Más de una vez sus padres fueron citados para hablar con el rector de la particular situación y recordaban cuando los amigos de Juan le ayudaban con las tareas más simples de aritmética. Sabiendo que a Juan le encantaba ver las estrellas por la noche, le preguntaban: “Juan, si hay dos estrellas y le sumas otras dos, ¿entonces que te da?” y Juan, con cierta inocencia e inclinando su cabeza hacia un lado y cogiéndose el pelo, respondía: “Una noche muy oscura”.

    Por el otro lado, a Juan Arlequín le gustaba el sabor pirotécnico del helado de chocolate con vainilla y crema chantilly y adoraba abrir su pequeña libreta del color del álamo para registrar lo que observaba en el día. Luego se escondía por horas en la biblioteca de su padre leyendo cuentos de hadas, aventuras de caballeros y relatos de exploradores. Le gustaban las historias sobre la búsqueda de El Dorado, aquel lugar que tenía caminos de oro y que era tanto el metal que se lo regalaban a sus dioses arrojándolos a lo más profundo de un precipicio. Le gustaba el día en que Nicolás de Federmann buscando este milagroso lugar se topó con un pueblo arrasado y al preguntar el porqué se hallaba así, uno de sus soldados afirmó que había visto una fiera con múltiples cabezas y que quizá había salido de un lago o de un riachuelo que desembocaba en el Meta. Que era ésta muy cruel porque se comía a los indios que cerca de allí habitaban. Otros soldados atestiguaron que era una hidra por sus terribles silbidos que se escuchaban en lo más lejano de la noche. Le gustaba el día que los comuneros llevaban preso a un explorador por el Paraná que ya caía agotado al suelo y que uno de los soldados para aumentar las energías del encadenado y aliviar sus dolores sacó una botija llena de aceite y un pedazo de cuerno de unicornio y le aplicó el efectivo remedio. Le gustaban las noches en La Isabela y Santo Domingo cuando los esclavos cazaban cocuyos y los introducían en pequeños frascos para que el padre Las Casas leyera sus largas cartas en su habitación y recitara sus maitines con la ayuda de cuatro pequeños espejuelos. Esto y más, le gustaba a Juan Arlequín.

    Pero más que todas estas maravillas juntas, a Juan Arlequín le gustaba cuando Alicia Estrella entraba al salón de clase al igual que su olor a chicle de frutas. Alicia, decía Juan Arlequín, tenía unos ojos que le recordaban a los caramelos de leche que hacía su abuela Matilda y a un crepúsculo en primavera. Su risa, afirmaba, le producía una sensación que le recordaba la primera vez que vio un arco iris por la ventana luego de un terrible aguacero, mientras hacía su tarea de Ciencias Naturales. Así pues, cuando la veía era el niño más feliz del mundo.

    A Alicia Estrella le gustaba leer a Poe todas las noches y le gustaba tomar té a las cinco de la tarde como suelen hacer los ingleses. Ella misma se consideraba valiente y sólo por sentir el vértigo del peligro, se trepó a lo más alto de un árbol a plena luz del día, esquivó la mirada del guardián de un jardín que en el centro se alzaba triste una casa abandonada y cruzó el muro que separaba la calle del jardín. Recogió unas semillitas esparcidas en el suelo y volvió airosa y feliz a su casa. Al otro día, Alicia Estrella le dijo a Juan Arlequín: “Recogí estas semillitas en un jardín abandonado, te las regalo”. Era la primera vez que Juan Arlequín se quedaba sin palabras y llegó a su casa a jugar. Ese día se sentía especial

    Esa tarde, Juan Arlequín jugó con sus carros de juguete un largo rato. Construyó sobre el parqué crema de la entrada de su casa callecitas con los lápices de colores que usaba para colorear los mapas que trazaba en su cuaderno y que le servía para poder diferenciar Polonia de Alemania. Asaltó por sorpresa la biblioteca de su padre y construyó con sus libros grandes edificios. Con la Noche Oscura de San Juan de la Cruz y con la Ciudad de Dios de San Agustín levantó enormes catedrales que rozaban las nubes como las de Barcelona o la de Chartres. Con los libros grises de Kafka hizo una columna interminable de oficinas y con los naranja de Dickens irguió la imponente zona industrial. Con su cuaderno rojo de francés fundó la primera estación de bomberos de la ciudad y con su cuaderno azul de química, una estación de policía. Con las viejas obras empolvadas de Aristóteles abrió su primera biblioteca en la esquina que había formado con el lápiz color sepia y el rosa neón, y con los de ingeniería y arquitectura irguió altísimos rascacielos. Los lápices esparcidos sobre el viejo escritorio se levantaron y brillaron como postes de luz.

    En todo el centro de la ciudad, donde sería la plaza central, Juan Arlequín ubicó una pequeña estatua de Don Quijote que había extraído de la oficina de su padre. No permitía que su hermana menor tocara aquel majestuoso monumento por dos razones: En primer lugar, la cabeza de la estatua estaba algo floja y podía causar gran conmoción en su ciudad y en segundo término, porque aquella estatua fue construida por sus habitantes en honor a los soldados caídos defendiendo la ciudad de las invasiones de las tropas de Alejandro Magno, de Tamerlán y su hueste, de un saqueo por parte de unos piratas, de una estampida de gigantes, de la furia incontenible de Napoleón, y de un bombardeo de aviones japoneses. Tal era la resistencia de aquella ciudad.

    Finalmente, construyó el barrio donde Juan Arlequín viviría. Levantó casitas de colores con la colección de las obras de Shakespeare que le había regalado su abuelo a su padre en un día de Diciembre.

    Aunque su ciudad no tenía nombre aún, Juan Arlequín le puso nombre a todas las calles de su ciudad usando los apellidos que alguna vez había escuchado de la voz de su hermano mayor. Estaba la concurrida y comercial Calle Monroe, la hermosa y musical Calle Hendrix y la siempre congestionada Avenida Jim Morrison. Abrió la Calle León usando sin permiso el apellido de su mejor amigo, Santiago León, que no se enteraría hasta después del bautizo de aquel camino rodeado de parques y luces multicolores. La suave música de un piano y de un bandoneón surgía de un boulevard invisible. Finalmente dio a conocer la Calle Arlequín y la Calle Estrella. Luego ubicó los carros sobre las calles incluyendo su favorito, un Volkswagen azul con la banderita de la Gran Bretaña pintada en el techo donde llevaría en sueños a su Alicia Estrella.

    Hizo pasar el pequeño vehículo por el barrio viejo donde estaba ubicada lo que él llamaba la “Octava Maravilla del Mundo” construida con el voluminoso Diccionario de la Lengua Española, un castillo de dimensiones gigantescas donde valerosos soldados armados con espadas habían derrotado a una invasión salvaje de zancudos y mosquitos. Pasó por la compañía de taxis más grande del universo erigida con el directorio telefónico que tenía una llamativa portada amarilla a cuadros negros. Evitó los estancamientos de vehículos volando a la altura de los aviones esquivando hábilmente las empolvadas construcciones y casas antiguas concluyendo el viaje en el restaurante donde llevaría a comer a Alicia ubicada en la Calle Arlequín con Calle Estrella construido con un libro blanco titulado El Banquete de Platón. La música del piano y el bandoneón seguía sonando, cada vez más y más fuerte, su música ya invadía las ventanas de los barrios vecinos y de las estatuas de piedra. El juego de Juan Arlequín era tan hermoso que la lámpara de la sala se prendió sin que nadie la prendiese sólo para poder observarlo. Incluso los payasos de porcelana que coleccionaba su madre querían participar en aquel maravilloso espectáculo. Pero el juego terminó cuando la madre de Juan Arlequín llegó y le dijo: “Juan, recoge ese desorden”. Dicho esto imperativamente, todos los carros tomaron vuelo hacia la caja de juguetes y los libros se desplazaron cabizbajos hacia los estantes. Fue entonces cuando la madre de Juan Arlequín apagó la luz de la sala.

    Los demás días Juan Arlequín los dedicó a escribirle poemas a su Alicia Estrella. Luego de su ritual de juegos y lecturas de fantasía, la luna se convertía en testigo y cómplice de las travesuras inocentes y de los crímenes perfectos de la pluma de Juan Arlequín. Le construyó en poemas castillos medievales, jardines con toda clase de flores, incluso jamás vistas por el ojo humano, mundos subterráneos, mundos sobre el cielo, mares de más de siete mil azules diferentes con ciudades de coral en sus profundidades y mundos de castillos de cristal habitados por hadas, duendes, unicornios y pegasos. Eternizó sus ojos, su pelo y cada uno de sus movimientos en letras y en versos.

    Juan Arlequín los colocaba en secreto en su maleta, dentro de su pupitre, debajo del tapete de la entrada de su casa y otras veces los mandaba con palomas mensajeras. Pero le extrañaba que Alicia Estrella reaccionara como si no las hubiese leído nunca. Alicia Estrella hablaba sobre el delicioso pollo con salsa de champiñones y el jugo de mora helado que había disfrutado a la hora del almuerzo, de un árbol más grande que cinco casas juntas que había visto el domingo por la tarde, de los amoríos que sostenían Catalina Palacios con el profesor de inglés, pero nunca mencionaba siquiera de ese alguien secreto que le regalaba su tiempo vertido en letras entre las páginas de su Atlas Universal. Entonces Juan Arlequín se sintió como aquellos arqueros que había leído en sus cuentos, con la diferencia que las flechas que lanzaba no tenían destino alguno. Pensó para sí que no se había hecho sentir lo suficiente.

    En un día de lluvia, Juan Arlequín vio desolado como Alicia Estrella le dijo a Tomás Laverde: “Recogí estas semillitas en un jardín abandonado, te las regalo”. Juan Arlequín, cerró los ojos, y sintió un pinchazo parecido al que sentía cuando su primo Antonio lo pellizcaba en el brazo, pero esta vez ese pinchazo lo sintió en lo más profundo de su alma. Ese día, le dijo a Santiago León que ya entendía como se debe sentir un pupitre entre los demás pupitres del salón. Llegado a su casa, una lágrima rozó su mejilla, luego otra y luego fueron tres. Sus lágrimas, que ya eran incontables, hicieron del tablero de ajedrez de su padre un naufragio de alfiles, caballos, torres y peones. Ni siquiera las damas y los reyes se pudieron salvar de tal catástrofe. Su juego de batalla naval nunca fue tan peligroso, se produjo una tormenta dolorosa que desafió a los buquecitos de guerra y a los acorazados. Luego sus lágrimas rodearon el perímetro de su ciudad imaginaria formando un río salvaje e innavegable. Era tal el espectáculo triste, que los teléfonos de la casa se pusieron de acuerdo para no repicar cuando entrara una llamada.

    Fue cuando Juan Arlequín decidió enviarle una última carta a Alicia Estrella, había antes que ingeniarse una forma con la cual él se hiciera sentir de verdad. Entonces se le ocurrió la idea de mandarle su carta en un cohete. Abrió su cuaderno de física, que tanto odiaba, y abrió la página donde estaban esos mamarrachos que había dibujado y que representaban el movimiento parabólico de los cuerpos y se puso manos a la obra. El cohete debía caer exactamente en la ventana abierta de Alicia Estrella, pero no sabía cuantos metros había entre su casa y el de ella, entonces calculó la distancia en aleteos de golondrina. Por primera vez pudo resolver un problema de física, pero lamentó que no estuviese presente su profesor bonachón de poblada barba blanca para felicitarlo.

    Luego Juan Arlequín escribió una carta. De aquella carta sólo se puede decir que era una carta de amor y despedida. Era tan sencilla y de tal ternura que muchos de los libros antiguos inclinaron la cabeza mostrando un silencioso respeto y las muñecas de la hermana menor de Juan Arlequín lloraron toda la tarde hasta que anocheció. Juan Arlequín dobló el escrito en forma de avioncito, buscó el encendedor con el que su padre prendía sus cigarrillos y observó atónito como la carta se desintegraba de a poco en trocitos de ceniza. Pero Juan Arlequín no se dejó llevar por los nervios y pensó en nuevos métodos. Se acordó que tenía un cohete blanco con rayas azules y rojas en una de sus cajas de juguetes y lo buscó hasta la desesperación. Lo encontró y lo puso en la esquina de su cuarto y se quedó observándolo un largo rato. Luego escribió la carta como la había escrito la primera vez y la pegó con cinta adhesiva en la puerta del misil. Se quedó observando, pensativo en un rincón de su habitación otro largo rato el cohete. Decidió, de un momento a otro salir al parque que quedaba cruzando la calle a cazar mariposas. Mientras las cazaba y las atrapaba en un frasquito de cristal como lo hiciesen lo esclavos con los cocuyos de los libros que le gustaban, se acordó de que en algún otro libro había leído sobre cómo cazar hadas.

    El primer método para invocarlas la descartó porque implicaba primero conseguir un cubo de cristal, que no lo tenía; luego tendría que rociarla con agua bendita, lo que en realidad no consideró dado que la iglesia quedaba demasiado apartada y mucho menos aceptó sumergirlo en sangre de gallina blanca por considerarlo una práctica demasiado violenta. Entonces realizó la que consideró más fácil que era mirar por una piedra natural en el centro con los pies sumergidos en agua dulce. No fue difícil encontrar el sitio adecuado, porque en toda la mitad del parque había una fuente rodeada de piedras. Logró conseguir dos o tres que escuchaban impresionadas la noticia difundida por una de ellas: diez mil hadas de luz, envidiosas del brillo de los bombillos, emboscaron Nueva York y Londres y rompieron millones causando un apagón generalizado en las ciudades. Juan Arlequín luego de atrapar a las distraídas y parlanchinas hadas las enfrascó junto a las mariposas.

    Sacó el cohete al patio y les dio las respectivas instrucciones a los pequeños seres de luz para que sostuviesen con sus miembros la parte inferior del proyectil. Bajó al sótano, extrajo los fuegos artificiales que usaría su familia para las festividades de Navidad y los adhirió en los costados del misil que tenía una banderita norteamericana pintada en la superficie de plástico. Luego, buscó el encendedor de su padre en la cocina. Pero mientras lo hacía, las haditas yacían acostadas, durmiendo perezosas sobre el suelo y Juan Arlequín, cuando regresó, las creyó muertas por el peso del cohete. Entonces se enojó porque nada le salía bien y soltó un grito tal de desesperación y dolor por su amor frustrado, que las hadas y las mariposas soltaron vuelo despavoridas junto al cohete. El encendedor que no quería ser reprendido, asustado encendió las mechas de las cascadas, de los giratorios y de los voladores chinos. El cohete salió disparado directo hacia el cielo estrellado y dibujó en la noche las rosas rojas que no le regaló, los unicornios que caminaron alguna vez en sus poemas y el carro azul perlado de sus sueños. Los estruendos y los colores de los fuegos artificiales hicieron vibrar los cristales de la casa de Juan Arlequín, despertando a los vecinos y a todos los habitantes de la ciudad, que se levantaron de sus camas asustados y que abrieron las cortinas para ver a través de sus ventanas. Luego, vieron estupefactos, atónitos, la noche en que llovieron estrellas.

    [MUSICA]http://www.garageband.com/mp3/Les_Jours_Tristes.mp3?|pe1|WdjZPXLrvP2rYVS_amxkAQ[/MUSICA]
     
    #1
    Última modificación: 23 de Noviembre de 2009
  2. JOP PIOBB

    JOP PIOBB Exp..

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    Exclente tu porsa..Nos nos equivocamos contigo
     
    #2
  3. PorCa

    PorCa Invitado

    Muy bueno! Pobre Juan Arlequin tan joven y conocer el sabor amargo del amor no correspondido. O tal vez simplemente aprendio que no todo acto amable es señal de amor sincero...
    Muchas gracias por compartir con nosotros tan hermosa prosa. Mis fugaces para ti.
     
    #3
  4. negrojf

    negrojf Poeta recién llegado

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    Este fue mi primer cuento. lo he modificado quitando y poniendo algunas cosas, he corregido ciertos errores de redacción y he mejorado (al menos eso creo) ciertas imágenes. Ojalá lo disfruten como yo he disfrutado haciéndolo.

    Un abrazo enorme y gracias por todo su apoyo...
     
    #4
  5. rosa amarilla

    rosa amarilla Poeta que no puede vivir sin el portal

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    6 de Enero de 2007
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    Mujer
    La desilusión y el dolor, es algo que todos conocemos alguna vez a lo largo de nuestra vida.
    Precioso cuento.
    Un beso.
     
    #5
  6. negrojf

    negrojf Poeta recién llegado

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    Gracias Rosa Amarilla, me encanta saber que te gustó...
    Un abrazo enorme...
     
    #6
  7. ANA MAR MORENO PEREZ

    ANA MAR MORENO PEREZ Poeta adicto al portal

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    Juan Arlequín... belleza desde el inicio, me encantó la imaginación que tienes, las imágenes que describes, la ternura de Juan Arlequín, y pues el desamor que sintió más en su imaginación porque lógicamente nunca dijo nada, pero todo esto forma parte de la imaginación del personaje, al mandar palomas mensajeras con las cartas y poemas que escribía...Felicidades José Fernando un placer recorrer el camino de tus letras, te dejo estrellas de admiración profunda.
    Y de paso te reputo.

    http://www.mundopoesia.com/foros/pr...del-castillo-entre-las-nubes.html#post2521153
     
    #7
    Última modificación: 22 de Noviembre de 2009
  8. negrojf

    negrojf Poeta recién llegado

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    Ana Mar, gracias por detenerte en mi cuento y me alegra montones que no te haya resultado engorrosa la lectura...

    Un abrazo enorme...
     
    #8
  9. ROSA

    ROSA Invitado

    #9

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