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La Alforja

Tema en 'Prosa: Generales' comenzado por Herbert Luna, 20 de Agosto de 2006. Respuestas: 12 | Visitas: 1846

  1. Herbert Luna

    Herbert Luna Poeta asiduo al portal

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    Compañeros y compañeras, buenas noches a todos. Ustedes dicen que se extrañan del por qué, siendo como soy –un millonario-, yo trabaje como apenas un oficial de las becas FAFSA para nuestra Universidad de Non…, ya desde hace seis años, por el mero gusto de hacer ejercicio a diario y aportar de mis capacidades (aunque no necesite tener un jefe tan desagradable como el que nos toca ¡y soportarlo por menos de mil quinientos dólares al mes!). No importa, muchachos. Soy feliz, precisamente porque el dinero no puede comprar amigos como ustedes. Verlos sonreír cuando juntos venimos a un restaurante como éste y permitirme el capricho de pagar la cuenta, ¡es mi recompensa! Créanlo. Y en honor de ustedes y de nuestra permanente amistad, les contaré en seguida la manera de cómo empezó mi fortuna. No se alarmen, eso sí, ni tengan miedo por lo que van a escuchar y menos aún por las palabras soeces que diré, pero considero mi deber relatarlo tal cual sucedió. Al final les pediré que hagamos un brindis y ustedes comprenderán el valor de esta solicitud.

    Cuando yo era niño me contaron que contaban de un sanguinario hombre ciego que caminaba sobre el agua. Y como yo no lo quise creer, hace más de un quinquenio me fui a buscarlo. Fui a descorrer la mentira que me habían endosado por mis entonces veinte de edad. Me dirigí al pueblito de Dr… en donde nacieron, crecieron y murieron mis abuelos. Era un lugar arrancado de las páginas del siglo XIX y sobrepuesto ante los ojos de un ciudadano megalópolis como cualquiera de nosotros. Las calles sin asfaltar y caballos en vez de carros. Pero los habitantes vestían al estilo de la gente de nuestra ciudad. La diferencia estaba en el paisaje. Un telégrafo, una única cabina telefónica, un correo a lo Manchester, el mercado y el supermercado. Y soledad en las calles por las noches, después de las ocho.

    Pero estas cosas no me detuvieron, compañeros y compañeras, aunque me impactaran. Mi meta era dar con el paradero del sanguinario hombre ciego que caminaba por las aguas y cobrarle una factura pendiente. Por esa sencilla razón empecé a indagar y a indagar a todo el que se me atravesara.

    Yo preguntaba si por casualidad usted sabe de una persona que dicen que era un ciego que caminaba por encima de las aguas. “Bueno, yo al menos no; y eso que nunca he salido de esta comarca. Tengo treinta años y es la primera vez que oigo acerca de eso”- respondió uno. A otro le pedí el favor de indicarme si había personas muy mayores aquí. “Por supuesto, en la casa de allá, la roja. Ahí vive un viejito que tiene casi cien años de edad. Si él no sabe, no lo sabe nadie” –fue la respuesta. Yo me emocioné. No saben cuánto. Estaba en el lugar adecuado y encaminándome hacia el despeje de mis dudas.

    No era difícil llegar a la casita aunque invertía varios trotes a caballo. Se divisaba desde la entrada del pueblecito. ¡Vaya! Qué manera la de ese lugar. Nunca pensé que el tiempo se pudiera detener en alguna parte. No había hoteles, ni edificios de siquiera dos pisos. Yo no tenía tampoco muchas pretensiones de comodidades, pero por si los gastos resultasen mayores, guardaba mis piedras de la suerte en una alforja, por el valor de unos quinientos dólares, nunca suficientes para pagar un hotel cinco estrellas, pero que de algo me servirían en caso de emergencias, pensaba yo. Los hospedajes, además, se mostraban inconfortables y con honestidad, preferiría dormir en el potrero.

    Y sí. Llegué. El corazón me latía, Por momentos mi pudor me impulsaba a dejarlo de ese tamaño. Qué importaba, ¿no es verdad? Pero pudo más mi amor propio. Fue así que me enfilé a coscorronear la puerta. Alguien respondió desde adentro.

    Era aquella una señora bajita y regordeta cuya voz chillaba en susurro y peor si en volumen. Cuando me vio ante la puerta, al subir sus ojos marrones y buscar mi cara, parecía estar rezando. Me dijo “¿Sí?” Y yo le puse al tanto de lo que necesitaba. Me invitó a pasar a una sala pequeña con tres muebles forrados en plástico verde. Me convidó a tomar asiento. Me negué. Ella insistió. Al ver mi sonrisa de incomodidad enseguida rompió el paréntesis. “¿Cuál es el apellido?” –me interrogó. UTYFB -respondí. “¿UTYFB? Me suena, me suena” Pero no. Ella no tenía cara de recordar. Llevaba los ojos hasta los extremos achinados de los párpados y su boca se frenaba como si así pudiera atraer los nombres que su memoria negaba. Después de un rato que me pareció desayuno, almuerzo y cena perdidos, le oí confirmar que no. “No. La verdad que no. Pero pregúntele a Don Wu8f, al abuelo a quien cuido. Tiene casi cien años y quién sabe si sea capaz de rememorar. Eso sí. Déle tiempo. Si él no sabe, no lo sabe nadie.” Todavía riéndose con estruendo, entró y yo me quedé en blanco, en negro, en mudo, esperando, parado como un poste de luz en medio de la pequeña sala.

    Oí que la señora le dijo a alguien que “está de visita un tal UTYFB” . “¿UTYFB?” (Replicó la voz de un hombre). “Sí” dijo la señora. Hubo un silencio total, como el de las bibliotecas, como el de los cementerios a media noche o el de las letrinas solitarias de cualquiera de las viejas fincas del pueblito de Dr…. O como el del sueño de los intubados en los hospitales. Cuando ella regresó yo estaba al borde de vaciar la vejiga. Regresó tranquila. Sin palabras. Con una taza de café que me entregó y que con gestos me invitó a tomar. Asió su mano de mi brazo y me condujo –así, sin palabras- hasta más adentro. Ella no se dio cuenta, pero dejé el café. No tomo café. Me dan ganas de vomitar. Además mi padre me enseñó a jamás aceptar bebidas suministradas por desconocidos. Profilaxis contra venenos. Pedí permiso y entré a un baño demasiado muñequito para ser cuarto de desechos. Era de esos que dan ganas de dormir en ellos y no de orinarlos. Después de lavarme y secarme las manos, abrí la bonita puerta blanca y la señora, sin articular sílabas, me condujo a otro lugar de la casa.

    El pequeño comedor parecía una goma de borrar libretas en medio de la sala tan grande, con paredes empapeladas de fotografías en distintos tamaños, abundando las de niños y las de grupos. “Pase, pase, joven” me sugirió la voz. Y justo, derecho, en una habitación acondicionada como bibliotequita, un hombre largo me esperaba. Aunque sentado, parecía de pie, con sus manos huesudas entrelazadas al pecho y su mirada de azul profundo contrastada con una boca de pocos dientes y un rostro afeitado todavía apuesto. “¿Es usted UTYFV?” Si, pero quienes vivieron aquí hace más de cuarenta años fueron mis abuelos. “¿Y cómo se llamaban ellos?” Mi abuelo paterno era BYGU y mi abuela doña HWBYI. El apellido UTYFV es el de mi abuelo. El anciano se quedó pensativo. Y como al verlo tan desactivado yo me inquietara, preferí pasar mis ojos por las fotografías, curioseando, un escape psicológico por supuesto. Pero ¡OH sorpresa! Ahí, justo a la derecha, en la pared más azulita, había entre otras, una fotografía, una pequeña fotografía que me evocaba a la que mi padre siempre estimó y ponía sobre la mesa del recibo. ¡La fotografía del abuelo BYGU!

    ¡Este! Me refiero a este -vociferé-. Es mi abuelo. Es como la fotografía que papá tenía en la mesa del recibo. El anciano, lento como todo él, volvió a parecer un ser vivo. Movió primero los ojos, como si dificultara el poder mirarme. Luego, poco a poco, desenlazó sus manos. “¿Cuál? Descríbamela exactamente, por favor” -me suplicó. Esta…Esta –señalé con alegría-. La chiquita que tiene el marco de madera y un lazo carmesí. El rostro de él me pareció ahora iluminado. “¿Así que tú eres nieto de BYGU? Sí, ahora sí lo recuerdo. ¡Qué muchacho tan travieso! Siempre alardeando de que sabía mucho. Entiendo que llegó a ser un gran abogado.” Exacto -le confirmé-. Fue juez de distrito, pero lo involucraron en un caso de corrupción y lo suspendieron. Se dedicó a las ventas e importaciones. “¿Y qué necesitas saber?” fue su siguiente pregunta. Bueno, quiero saber si es verdad que en este pueblo vivía un hombre ciego que caminaba sobre el agua. “¿Y para qué quieres saberlo?” –averiguaba. Yo no tardé en replicarle: Necesito saberlo para poder seguir viviendo.

    El anciano se levantó, se aferró a su bastón y le gritó a la señora que saldría conmigo. Yo iría detrás de él. Pero por un momento me quedé pegado a la fotografía del abuelo. Qué increíble verla en otra parte que no fuese el recibo principal de casa. El viejo, de espaldas a mí, se puso un sombrero de gamuza marrón sobre su cabeza blanca y aún generosa de cabellos. Yo no pude evitarlo. Llevé conmigo el retrato. Lo metí en el bolsillo más grande de mi gabán, al lado de las piedritas preciosas. Gracias al cielo ni sonó alarma, ni lectores ópticos me descubrirían, lo cual sí hubiese sido en las tiendas por departamentos de aquí, de la capital, ¿no les parece?

    El viento era recio y frío, oloroso a tarde de lluvia. Las nubes semejaban corceles que a su paso volvían grisáceo todo el cielo. El hombre aunque lento, parecía saberse de memoria el trayecto. Bajamos desde el caserío hasta un pequeño valle. Bajamos, bajamos, bajamos. Fueron quince minutos de bajada, aproximadamente. Un olor a agua estancada me hizo entender que llegaríamos hasta la orilla de un lago escondido entre los bosques. Y así fue. El anciano se negaba a querer depender de nadie al caminar. No me parecía sabio que lo hiciera, a su edad. Distaba de ser conversador. Ni soñar con que yo le dijera que bajar y bajar era no recomendable para una persona de casi cien años. Cuando llegamos me di la razón. Su mejor virtud parecía ser la prepotencia. Fue acertado no decirle nada. Yo llegué cansado y paradójicamente, él era quien parecía tener los veinte.

    Abrió la puerta, la única puerta de la única cabaña del lugar. Activó las luces y entró. Al rato asomó su rostro y con ademanes me convenció a que entrara yo también. Entre las paredes de madera y el agradable calor que nos entibiaba me contó que una de las cosas que mi abuelo solía hacer cuando niño, era venir a esa cabaña, en especial si se sentía triste. Y que tenía su árbol favorito, en donde él había escrito su nombre en el tallo y con una fecha: noviembre de 1978. Al parecer, en ese árbol, había guardado algo que supuestamente alguna vez uno de sus nietos iba a recibir. “Me es tan agradable haber cumplido con mi encomienda, tal como se lo prometí” -aseguró el nonagenario. Yo pensé: entonces, el abuelo se había adelantado a los años. Sabía que yo, su único nieto, estaría aquí. ¡Qué tremendo!

    “Si quieres investigar, anda. Yo esperaré tu vuelta. No son muchos los árboles de tallo grueso.” –me aconsejó. Afuera hacía todavía más frío y más brisa fuerte que antes. Los sonidos de los árboles parecían arrullos. No era lejos. Apenas a unos quince pasos de la cabaña. Yo buscaba y buscaba afanosamente, aunque no estaba apurado. Solo que quería irme del pueblo. Levanté una rama caída y sin mayor dificultad descubrí el árbol, con las iniciales: BU, ¡las de mi abuelo! Y una fecha abajo, noviembre 1978. Palpé el tallo y cerca de las raíces había un hoyo tapado con hojas. Me agaché y traté de sacarlas todas. Bien escondida, una caja de plástico descolorida envolvía en su interior, entre papeles de periódico, una alforjita muy similar a las de mis piedritas de la suerte; y otra cajita diminuta, de música, con una carta bien doblada y apretada dentro de ella (la descubrí cuando al abrirla el mecanismo accionó parte de esa bella composición titulada “Sinfonía del aire”, de Beethoven),

    Abrí la alforja con esmero y cuidado. Tres anillos de oro y un reloj eran su contenido. Abrí también la hoja maltratada por el tiempo, la carta, escrita con el puño y letra de mi abuelo: “Querido nieto… cuando leas esta carta yo no estaré en tus años y tal vez ya seas un joven. Se que vendrás a desempolvar la leyenda del hombre ciego que camina sobre el agua. Primero déjame decirte. Encontraste esta carta, dentro de una caja de música que era de tu abuela, obsequio de ella. También tres anillos y un reloj. Los tres anillos son tres trofeos que me gané por ejercicio de mi profesión, son de oro y el valor de ellos es de casi seis millones de dólares. El reloj pertenece al banquero imbécil que me mandó a la cárcel denunciándome de corrupto. Yo lo despojé cuando lo mataron. Vale, el reloj sólo, dos millones. Te sorprenderás, pero te estoy protegiendo el futuro. Hay quienes aseguran que yo asesiné al banquero. Hijo mio, nieto querido, eso no es cierto. Te quiero advertir que quien lo hizo fue el ciego que camina por las aguas. Precisamente quiero ponerte en guardia en torno a la veracidad de esa leyenda. Debes tener cuidado y saber que…” Mi lectura fue interrumpida por lo que, al volver en mí, pensé que había sido un árbol que se me cayera encima. Cuando retorné poco a poco a la conciencia, llovía torrencialmente. Unas piernas largas de pantalones rojos estaban enfrente de mí como barras de acero que me mantenían acostado en el piso, comiendo lodo mojado, yo con las manos puestas en mi adolorida cabeza. Los zapatos viejos pero caros, humedecidos, me hicieron entender que el anciano estaba dispuesto a hacerme daño. Yo me moví y quise saber. En ese momento él me pegó con su bastón en la mejilla derecha. “Un momento. No me…” y en seguida me asestó otro bastonazo. Creí que era por mi alforja. El anciano pegaba muy duro para tener casi cien años. Pero yo soy de aquellos que todavía piensan que a los ancianos y a las damas, ni con el pétalo de una rosa. Me quedé inmóvil y lentamente alargué mi mano para darle la alforja. Él parecía mirarme con odio desde sus pupilas que se mostraban muertas. Inmóvil, con el bastón sobre los hombros y la cabeza, esperaba mi menor movimiento para propinarme otro golpe, donde cayera, en mi humanidad.

    “¿Estás ahí, ladrón? ¿Has venido a robarme, no?” Yo quise desmentir que fuese ladrón. Obtuve otro bastonazo por intentar moverme. Pero él no me arrebataba la alforja. ¡Entendí entonces que aquel hombre anciano era ciego! Que me había estado engañando todo el camino. Que él y la doña se confabularon para asesinarme y quedarse con los tres anillos y el reloj. La mujer pareció traída por mi pensamiento. Llegó como perro rabioso, amenazante, justo cuando el reloj y los tres anillos se me cayeron dentro de un amontonado de hojas, con la ventura de que ella no lo notó. Apenas el ciego, percibiendo el ruido tenue de la caida. Se volteó y pegó un bastonazo al aire lluvioso, hacia donde escuchara el sonido de hojas invadidas.

    “La alforja. El tiene la alforja” gritó el ciego a la mujer. Dámela hijueputa –me gritó ella. Dame la alforja, te dije –me volvió a repetir, tratando de quitarme la de las piedras de la suerte, creyendo que se trataba del tesoro ambicionado. Ya hastiado de estar mojado, adolorido, amenazado, me olvidé de mi propio código moral. Empujé con fuerza a la mujer. Yo más fuerte que ella y sin embargo el maldito refrán que si a la mujer ni con el fokin pétalo. ¡Nada! ¡Al carajo con eso! Se trataba de sobrevivir. Por eso le di un golpe. Ella rodó como tres pasos de mí. Pero OH, caramba. Tenía una pistola. La sacó de la cintura casi con estrategia de mago novato. “Si no me lo das te quemo, coñemadre” -me amenazó la regordeta. Yo traté de intimidarla haciendo la mímica de que tiraría la alforja al agua. Si usted me dispara se la pierde –le grité. “¿Qué pasa? ¿Qué pasa?” preguntaba y réquete preguntaba el ciego. “Que esta plastemierda quiere tirar las piedras al lago”- respondió la mujer sin dejar de apuntarme. “Le voy a pegar un tiro”-sentenció. “No. No le dispares”-repuso el ciego anciano. “El ruido va a traer gente” –explicó. “Pero Don Wu8f, ¡la pistola tiene silenciador!” –espetó la dama. “Si, mujer, pero ya no estoy en forma para lo mismo. Si él tira la alforja al lago, estamos perdidos.”

    No soy acróbata. ¡Uf! Creo que fue mi sentido de supervivencia lo que me salvó. O tal vez un ángel de Dios. No lo sé. Lo cierto es que la mujer me disparó (era la primera vez en mi vida que experimentaba cosa semejante). Y pude esquivar la bala. El impacto contra una de las vigas de la casa hizo, milagrosamente, que el proyectil rebotara y se incrustara en el cráneo de la mujer. Ella ni se quejó. Quedó rígida, sentada, con los ojos abiertos. Ni siquiera supo que se había muerto.

    Viejo asesino –le grité- ¿Tú buscas esto? Pues voy a mandar esta alforja al fondo del lago. “No. Al lago no” –desgañitó con desespero. Yo hice ruido. Todo el que pude. Todo el que un hombre que tiene ojos sanos puede hacer para confundir a un ciego con ganas de matarte. Puse la caja de música a funcionar y la lancé a la orilla del lago. “Toma tu alforja, gusano cegatón. Búscala en el fondo del lago” –le dije. Enseguida que arrojé mi alforja de piedras, el anciano corrió enloquecido, dirigido por la caja de música y por el sonido de la alforja en su caída al agua. "¡Pajúo! ¡Huevooooooooooón!" -publicó a todo viento su insulto hacia mí. Y lo publicó también a toda lluvia, mientras su cuerpo vencía la gravedad por encima de los cristales de las enturbiadas aguas del lago. Yo, admirado, no me dejé intimidar por la impresión y aproveché para escarbar entre las hojas, lo más rápido posible, en mi esfuerzo por recuperar los anillos y el reloj.

    Me fui corriendo del lugar como quien huye de un incendio, o de una víbora. Subí, subí todo lo que había bajado. Subí en tiempo record. Yo parecía perseguido por un toro furioso. Me sentía corredor de maratones. No deseaba permanecer ni por un segundo más en ese lugar maldito. Al rato, jadeando, me detuve. Si nadie me perseguía, si el viejo era ciego y si el arma se detonó con silenciador… ¿Para qué correr? Nadie supo nada. Y no solo eso. Desde arriba vi al anciano ciego meter la mano en el agua, buscando con histeria lo que creía era la alforja que yo había lanzado, corriendo para allá y para acá, por encima de las aguas, en su última hazaña, antes de que la crecida por las lluvias lo sepultaran de mi vista, bajo el desborde torrencial. Fue así como ocurrió. Mas no fue así, empero, como lo relataron los periódicos y los noticieros de televisión. Ustedes lo oyeron, lo vieron y saben que no miento.

    Mientras viajaba en el avión, de regreso, me acordé de la carta y continué su lectura en el lugar en el que había sido interrumpido: …"Te advierto que fue el ciego que camina por las aguas. Precisamente quiero ponerte en guardia en torno a la veracidad de esa leyenda. Debes tener cuidado y saber que quien asesinó vilmente al banquero fue él. Se llama Wu8f y ahora debe tener setenta y nueve años. El es el ciego que camina por las aguas y lo único que puede salvarte de que te asesine es la quietud y el silencio. Mata a ese desgraciado sin misericordia si es que la fatalidad te lleva a tener que enfrentarlo. Y no te arrepientas. Es un mal nacido. Te bendigo nieto mío, dondequiera que estés y como quiera que te llames. BYGU UTYFV (tu abuelo paterno).

    Y, compañeros y compañeras, aquí está la carta, por si quisieran leerla. Y la cajita de música con la melodía “Sinfonía del aire” de Ludwing Van Beethoven, que recuperé más tarde de la orilla del lago. Y traje, además, la alforja; la alforja que me hizo millonario y que siendo símbolo de mi riqueza hoy evoca a mi abuelo paterno, en cuya memoria les pido, por favor, que se pongan de pie. Ustedes son mis amigos, compañeros y compañeras. ¡Les pido un aplauso para mi abuelo! ¡Un aplauso para mi abuelo! Levantemos las copas y hagamos un brindis, con alegría. ¡Brindemos! Gracias. Buen provecho para todos y… buenas noches.


    FIN
     
    #1
  2. Ricardo Sayalero García

    Ricardo Sayalero García Exp..

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    Hola Herberth no pude terminar de leerlo, va muy bien...me imaginè como un actor monologándo este relato...HAsta pronto.
     
    #2
  3. Nehemí Luna

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    Herbert amigo mío! lo he copiado, permiso te pido, para leerlo con calma y luego enviarte mis impresiones.
     
    #3
  4. Herbert Luna

    Herbert Luna Poeta asiduo al portal

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    Muchas gracias, poeta Sayalero. El relator está en una reunión y va a contar algo. Se supone que lo estén oyendo personas presentes (tácitas en el relato, pero se las menciona). Espero haberlo logrado... y que su lectura te guste. Saludos.

    Herbert Luna
     
    #4
  5. Herbert Luna

    Herbert Luna Poeta asiduo al portal

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    Querida Poeta Nehemí, ¡claro que tienes mi permiso! Espero que te guste el relato.

    Herbert Luna
     
    #5
  6. Nehemí Luna

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    Aki toy Aki toy!!!! Lo he leido.... Wow! 7 páginas... Sospeché que ese viejo era el tal ciego eh!!! Me cativó ! Me hubiese gustado estar de veras en el brindis.

    Cariños! Te dejo mis estrellas.
     
    #6
  7. Herbert Luna

    Herbert Luna Poeta asiduo al portal

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    Admirado ser humano y querida poeta Nehemí : Que te cautivara el relato, es un privilegio. Que lo imprimieras (¡y siete páginas! No lo sabía, en serio), es algo demasiado grande. En cuanto al brindis, puedes estar todas las veces que quieras. Ya estás incluida, de seguro, en primera fila. Es tu lugar, siempre que pases por ese cuento. Pregúntale a UTYFB. Él estará de acuerdo conmigo. Un abrazo afectuoso. Ya prontico pasaré por tus poemas. Hay uno en particular que estoy leyendo mucho para comentarlo con propiedad. Dialogamos.

    Herbert Luna
     
    #7
  8. Ricardo Sayalero García

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    Herberth: Si nadie comprende lo maravillosamente bien escrito que está este relato...que se vaya a leer todos los libros de Coelho y Dan Brown, y luego regresen a releerte para que comprendan que estos dos autores están en pañales cuando de discurso literario se habla. Veo en tu relato una ineludible influencia del Gabo, por lo hipérbolico de algunos pasajes, como cuando afirmas que los tres anillos valen 6 millones de dólares; y por las groserías típicas de García Márquez. A veces he pensado en reunir todas las groserías del Gabo para comprobar mis intuiciones: de la suma de todas estas palabrotas haría un libro de 500 páginas. También me dejas una sensación de dicha; me sentí congraciado como si fuera el relator del cuento cuando éste finaliza haciéndose entendible y satisfecho delante de la audiencia. Esta sensación se me asemeja a la que me deja siempre el poema "El brindis del bohemio". Creo también, con tu permiso, ver la influencia aprendidísima de Helberth Hubarth y su "Mensaje a García" cuando el personaje del cuento cumple con la encomienda: buscar la alforja que le había dejado su abuelo. El relato tiene un suspenso muy bien trabajado sin la más mínima intención de convertirlo en un suspenso tipo best seller, de esos que buscan dinero a punta de capítulos que no se resuelven, colocados como al azar... a veces creo que juegan naipes con los capítulos de best sellers como "El código Da`Vinci". Tu relato merece ser el relato del mes y deberían editártelo gratuitamente, en favor de las buenas historias, las bien escritas. Sin lisonjas, con justeza y aprecio.
     
    #8
  9. Herbert Luna

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    Poeta Sayaleo: ¿De verdad?... ¿Todo eso?...

    Tus comentarios acerca de las influencias son correctos, en especial los emparentamientos con Don GGM. De las de Hubbard, lo desconocía. En cuanto a lo otro... :::sorpresa1:::

    Muchas gracias por tu generosa deferencia de postulación para la narración del mes.

    Abrazos,

    Herbert Luna
     
    #9
  10. Nehemí Luna

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    ...Además que es un tributo bonito a las raices familiares. POr otra parte, gracias por reservar un lugar para mi en ese brindis... Me siento flotar! Si no recibes más comentarios es porque muchos sentirán flojera por lo largo o tendrñan el tiempo para dedicarse pero... RECOMIENDO ALTAMENTE LA LECTURA DE ESTE RELATO!!!! ES EXCELENTE. Es mágico.

    Ah! jajajajajaj comparto lo de Dan Brown y Coelo: Literatura chatarra jajajajja, lo buenos autores del ayer se revuelcan en la tumba jajajajajja. Pero en fin, hay para todos en la viña del Señor y eso hay que respetarlo.

    Un beso mi poeta Luna.
     
    #10
  11. Herbert Luna

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    Poeta Nehemí: Estoy muy feliz por las consideraciones que has dispensado tanto a este relato como a los poemas. Que el poeta Sayalero y tú hayan insistido en comparar a un oscuro Herbert Luna con escritores contemporáneos me parece un tremendismo que solamente el cariño se permite hacer. Ahora me volveré echón (¿debo corregir la palabra, o es con "hache"? ¡Ya ni sé!... Vaya escritor, ¿no? :::banana::: )

    Herbert Luna
     
    #11
  12. Nehemí Luna

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    Jajajajajaj Estrellas para ti!
     
    #12
  13. Herbert Luna

    Herbert Luna Poeta asiduo al portal

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    Gracias poeta. Muchas gracias.

     
    #13

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