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La capilla abandonada

Tema en 'Fantásticos, C. Ficción, terror, aventura, intriga' comenzado por JimmyShibaru, 3 de Enero de 2025. Respuestas: 2 | Visitas: 148

  1. JimmyShibaru

    JimmyShibaru Poeta recién llegado

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    Jorge Méndez se agarró a su abrigo, caminaba por el terreno adoquinado que llevaba a la parroquia de San Nicolás. El aire de la mañana era frío, el olor a tierra mojada era suave y las nubes parecían que no quisieran disiparse. El dia anterior la lluvia cayó con fuerza. Llegó a la parroquia, quedándose quieto en frente de la puerta. Se debatía entre entrar o dar media vuelta. Las dudas lo asaltaban en ese mismo instante haciendo temblar su mano derecha, al mismo tiempo que golpeo la puerta con el picaporte.



    Una voz lejana le instó a entrar. Finalmente, empujó la puerta, que cedió con crujido largo y pesado. El interior de la iglesia estaba iluminado por la luz tenue que se filtraba a través de los vitrales. El padre Esteban estaba al pie del altar, de espaldas, encendiendo las velas para la misa matutina.



    —Jorge, hijo, sabía que al final vendrías —dijo el sacerdote sin volverse, con esa serenidad que siempre lo caracterizaba.


    —¿Cómo lo sabías? —preguntó Jorge mientras avanzaba por el pasillo central, sus pasos resonando con eco.


    —Porque esto es algo que no podrías ignorar. Llevas días dándole vueltas.

    Jorge llegó hasta el altar y se detuvo a unos pasos del sacerdote, observando cómo colocaba cuidadosamente el candelabro en su sitio. Esteban finalmente giró la cabeza hacia él, su mirada cálida pero serena.

    —¿Por qué yo, padre? —preguntó Jorge, cruzando los brazos en un gesto de defensa. Su voz sonó firme, pero había un leve temblor en su tono.


    —Porque Dios tiene planes que a veces no comprendemos al principio —respondió el padre Esteban mientras se inclinaba para tomar un libro de oraciones. Luego, mirándolo directamente, añadió—: Y porque esa capilla necesita alguien con tu fe.

    Jorge frunció el ceño. Había algo en las palabras del sacerdote que lo inquietaba, como si escondieran un doble significado.

    —He leído sobre esa capilla, padre. Dicen que está maldita, que allí ocurrieron cosas que nadie quiere recordar. ¿Es eso cierto? —insistió, sintiendo que su corazón se aceleraba.


    Esteban suspiró y se sentó en el banco más cercano, invitando a Jorge a hacer lo mismo. Cuando habló, su voz adquirió un tono más grave.

    —Es cierto que esa capilla tiene una historia oscura, Jorge. Fue abandonada hace más de un siglo, después de que su último monje... bueno, desapareciera. Algunos dicen que fue un castigo divino; otros, que hubo algo más en juego.

    Jorge sintió un nudo en el estómago.
    —Entonces, ¿por qué aceptarla como herencia? —preguntó en voz baja.

    El padre Esteban lo miró con una mezcla de seriedad y esperanza.
    —Porque no creo en maldiciones, Jorge. Creo en la redención. Esa capilla puede ser restaurada, y tal vez, a través de ella, encuentres respuestas que llevas buscando toda tu vida.

    Jorge lo miró fijamente. Había algo en los ojos del sacerdote, una intensidad que no podía ignorar. "¿Redención?", pensó, recordando a su hermana, las noches de insomnio, las oraciones que nunca parecían suficientes.

    El eco de la campana de la parroquia rompió el silencio incómodo, marcando el inicio de una nueva hora. Jorge sabía que había dado el primer paso hacia algo que no comprendía del todo, pero que lo atraía de una manera que no podía explicar.

    —Está bien, padre. Lo haré. Visitaré esa capilla.

    El padre Esteban asintió, esbozando una sonrisa casi imperceptible.
    —Que Dios te guíe, hijo mío. Y que tu fe sea tu escudo.



    En el coche, dirección a las colinas, el miedo a algo que lo inquietaba, no paraba de acelerar los latidos de su corazón. Cuanto mas se acercaba al lugar con más intensidad le nacía rezar, rezar y no parar de rezar. Finalmente, el camino terminó en un claro. Allí, entre las sombras proyectadas por los árboles secos, se alzaba la capilla. Era más pequeña de lo que imaginaba, pero su estado de abandono la hacía parecer más imponente. La fachada estaba cubierta de musgo y grietas, con una cruz de hierro oxidado apenas colgando sobre la puerta principal. Los vitrales estaban rotos, y el silencio que rodeaba el lugar era tan profundo que parecía opresivo.



    Jorge apagó el motor y bajó del coche. Un viento helado sopló de repente, erizándole la piel. Casi por reflejo caminó hacia la puerta. Cada paso sobre la hierba seca parecía resonar más de lo debido, como si el suelo quisiera advertirle de algo.



    Cuando llegó al umbral, notó que la puerta estaba entreabierta, lo cual lo inquietó. Empujó con cuidado, y la madera vieja se quejó con un crujido largo y profundo.



    El interior estaba oscuro salvo por la luz que se colaba por los vitrales rotos. Un olor a humedad lo impregnaba todo desde el mismo momento que cruzó la puerta. Los bancos cubiertos de polvo y algunas telarañas. El altar estaba intacto. Avanzó con cautela, sus ojos ajustándose a la penumbra. En la pared detrás del altar había un crucifijo, pero algo en él no estaba bien: la figura de Cristo parecía torcida, como si el peso de los años hubiera deformado la madera. Sin embargo, a medida que se acercaba, juraba que los ojos de la figura lo miraban directamente.



    De repente, un sonido interrumpió el silencio: un leve susurro, apenas audible, como un murmullo de palabras que no lograba entender. Jorge se giró lentamente, pero no vio a nadie. Sólo el eco de su propia respiración llenaba el espacio.



    Tratando de mantener la calma, se dirigió al altar. Entonces lo vio, un diario antiguo lleno de polvo. Lo abrió y fue pasando pagina por pagina. Estaba escrito en un lenguaje que parecía latin muy antiguo. No acababa de entender algunas palabras pero algo comprendía.



    De repente, un golpe seco resonó en la parte trasera de la capilla. Jorge giró sobre sus talones, pero sólo vio sombras. La puerta que había dejado entreabierta ahora estaba completamente cerrada.



    Unos susurros que se intensificaban a cada giró que hacia sobre si mismo, como buscando de donde provenían. Parecían decir: “No escaparas”.



    Los susurros desaparecieron de golpe, pero la cruz sobre el altar crujió, y Jorge sintió cómo un sudor helado le corría por la espalda.



    Caminó hacia la puerta y dudando durante unos segundos cogió aire y la abrió. Una vez fuera respiro profundamente. Miró la capilla por última vez, y aunque sabía que debía volver, en ese momento no estaba seguro de si su fe sería suficiente para enfrentar lo que había dentro.

    Se subió al coche y se alejó, pero los susurros seguían resonando en su mente, como un eco imposible de silenciar.



    Al llegar a la iglesia, cerró la puerta rápidamente. La cara pálida lo decía todo. El padre Esteban dejó el cáliz en el altar. Los pasos eran rápidos y resonaban como el miedo interno que Jorge acumulaba.



    —¿Qué pasa, Jorge? —preguntó, sabiendo que algo terrible estaba apunto de salir de su boca.



    —Padre… no se como explicarlo… algo anda mal en esa capilla abandonada.



    El padre Esteban lo miró con determinación, luego observó el cáliz y dio un sorbo al vino que contenía.



    —Cuéntamelo con calma, Jorge, hijo.



    —Fui allí, como me sugeriste. El lugar está completamente abandonado, como dijiste, pero no es solo eso. Hay algo... —hizo una pausa, buscando las palabras—, algo oscuro.

    Esteban permaneció en silencio, dejando que Jorge continuara.

    —Desde que crucé la puerta, sentí que no estaba solo. Era como si el aire estuviera cargado de algo que no podía ver, pero que estaba allí. Vi un diario en el altar, viejo, cubierto de polvo, y... —Jorge se frotó la frente, cerrando los ojos—, lo abrí.

    El sacerdote inclinó ligeramente la cabeza, con una expresión de interés controlado.

    —¿Qué había en ese diario?

    —No sé exactamente, estaba escrito en un latín extraño. Entendí algunas palabras, pero no todo. Parecía... como si alguien estuviera registrando algo, como un monje que hablaba de voces que lo atormentaban.



    El sacerdote apretó los labios, tomando asiento junto a Jorge. Puso una mano firme sobre su hombro.
    —Jorge, escucha. Lo que estás experimentando es una prueba. Una prueba de fe. Estos demonios, si es que lo son, se alimentan del miedo y de la duda. ¿Sentiste alguna vez que te atacaban físicamente?

    —No... no físicamente, pero la cruz sobre el altar crujió, como si se estuviera rompiendo. Y cuando salí de la capilla, sentí como si algo... algo me empujara a marcharme.

    Esteban entrecerró los ojos y asintió lentamente.
    —Ese diario puede ser la clave para entender qué ocurrió en esa capilla y cómo enfrentarlo. Pero tienes que ser cuidadoso, Jorge. Esto pinta peligroso. Esos demonios pueden quebrarte la moral de forma fácil y no todo el mundo esta preparado.

    —¿Y si ya lo están haciendo? —preguntó Jorge, su voz apenas un susurro.

    Esteban lo miró con seriedad, sus ojos llenos de determinación.
    —No lo permitiré. Vamos a hacer esto juntos. Volveremos a esa capilla, pero esta vez llevaremos con nosotros algo más que fe. Llevaré los elementos sagrados necesarios.

    Jorge asintió lentamente, aunque el temor aún estaba grabado en su rostro.
    —Gracias, padre. No sé si puedo hacerlo solo.

    Esteban sonrió levemente, aunque había algo de preocupación en su expresión.
    —No estás solo, hijo. Ahora descansa un poco y confía en que Dios nos dará la fuerza que necesitamos.

    Mientras Jorge se levantaba para marcharse, el eco de los susurros parecía todavía resonar en su mente. No sabía si estaba preparado para enfrentarse nuevamente a la capilla, pero ya no había marcha atrás.



    El camino hacia la capilla parecía más oscuro de lo que Jorge recordaba. Aunque era pleno día, las nubes grises cubrían el cielo, y un viento helado atravesaba los árboles, haciendo que las ramas desnudas se balancearan como figuras esqueléticas. Jorge conducía en silencio, con el padre Esteban sentado a su lado, sosteniendo un maletín de cuero negro que parecía pesar más de lo que su tamaño indicaba.

    —Dentro de este maletín llevo agua bendita, un crucifijo consagrado y una copia del Rito de Exorcismo —dijo Esteban, rompiendo el silencio con su voz grave—. No sabemos exactamente con qué nos enfrentamos, pero sea lo que sea, nuestra fe será suficiente.

    Jorge asintió, sin apartar la vista del camino. Aunque las palabras del sacerdote intentaban tranquilizarlo, el miedo seguía presente.

    Cuando llegaron al claro donde se encontraba la capilla, ambos se quedaron en silencio. El edificio parecía aún más deteriorado, como si los días desde su última visita hubieran sido años. La cruz de hierro oxidado colgaba precariamente sobre la puerta, y los vitrales rotos parecían ojos vacíos que los observaban.

    —Es aquí —murmuró Jorge.

    Esteban asintió y salió del coche. Con el maletín en la mano, comenzó a caminar hacia la entrada, seguido de cerca por Jorge. Cuando llegaron al umbral, el sacerdote se detuvo y sacó el crucifijo, sosteniéndolo firmemente.

    —En el nombre de Dios Todopoderoso, protegemos este lugar —dijo, trazando una señal de la cruz frente a la puerta.

    Al entrar, el aire cambió de inmediato. Era más pesado, cargado de un frío que parecía absorber el calor de sus cuerpos. Jorge sintió un escalofrío que le recorrió toda la espalda.

    —Padre... esto no es normal —susurró, su voz apenas un hilo.

    Esteban lo miró de reojo, su rostro serio.
    —No, no lo es.

    El sacerdote sacó un frasco de agua bendita y comenzó a rociarla alrededor de la capilla, recitando oraciones en latín. El sonido de su voz resonaba en el espacio vacío. Jorge permaneció cerca del altar, donde había encontrado el diario.

    El diario seguía allí, pero ahora parecía diferente. La cubierta estaba menos polvorienta, y las páginas parecían nuevas, como si el tiempo no hubiera pasado para él. Jorge lo tocó con cuidado, y en cuanto sus dedos rozaron la superficie, una ráfaga de viento recorrió la capilla, apagando las velas que Esteban había encendido.

    —¡Padre! —gritó Jorge, retrocediendo mientras el diario se abría por sí solo, las páginas moviéndose frenéticamente como si fueran impulsadas por una fuerza invisible.

    De las sombras de la capilla emergieron figuras oscuras, humanoides pero deformes, con ojos rojos brillantes que los observaban desde las esquinas. Los susurros comenzaron de nuevo, pero esta vez eran gritos distorsionados que llenaban el espacio con una cacofonía aterradora.

    Esteban no se detuvo. Elevó el crucifijo y comenzó a recitar el Rito de Exorcismo con una voz firme.

    —¡En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, ordeno a todas las fuerzas oscuras que abandonen este lugar!

    Las figuras retrocedieron momentáneamente, pero una de ellas avanzó hacia Jorge, extendiendo una mano retorcida que parecía buscar su garganta. Jorge cayó de rodillas, incapaz de moverse, sintiendo cómo el frío lo envolvía.

    —¡Jorge! ¡Resiste! —gritó Esteban, lanzando agua bendita sobre la criatura.

    El agua chisporroteó al tocarla, y la figura dejó escapar un grito inhumano antes de desaparecer en una nube de humo negro. Sin embargo, otras criaturas comenzaron a acercarse, rodeándolos.

    Esteban abrió el diario, que ahora brillaba con una luz antinatural, y comenzó a leer en voz alta lo poco que entendía. Las palabras parecían tener un efecto en las sombras, que se retorcían como si estuvieran siendo quemadas.

    —¡Escribe! —gritó Esteban de repente.

    —¿Qué? ¡No puedo! —respondió Jorge, su voz llena de pánico.

    —¡Escribe! Tienes que terminar lo que el monje empezó. Él dejó un ritual incompleto. ¡Dios te guiará!

    Jorge, temblando, tomó una pluma que estaba junto al diario y comenzó a escribir, dejando que su mano se moviera casi por instinto. Las palabras fluían de su mente al papel, aunque no entendía lo que escribía.

    Las sombras comenzaron a gritar, sus formas desintegrándose lentamente. La capilla temblaba, como si el mismo edificio estuviera luchando contra algo.

    Cuando Jorge escribió la última palabra, una explosión de luz llenó el lugar, cegándolos momentáneamente. Cuando la luz se desvaneció, las sombras habían desaparecido, y la capilla estaba en completo silencio.

    Esteban se acercó a Jorge, ayudándolo a levantarse. Ambos estaban exhaustos, pero vivos.

    —¿Lo hemos logrado? —preguntó Jorge, su voz débil.

    Esteban asintió lentamente, mirando el diario, que ahora era solo un objeto común, sin ningún rastro de su poder anterior.
    —Por ahora, sí.

    Mientras salían de la capilla, el sol comenzaba a asomarse entre las nubes. Pero Jorge sabía que, aunque el lugar parecía purificado, algo dentro de él había cambiado para siempre.
     
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  2. Alde

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    Un gran relato.

    Saludos
     
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  3. AnonimamenteYo

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    Una atmósfera envolvente que logra capturar la tensión y el misterio desde el principio
     
    #3
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