La Catedral

En una catedral de ojos etéricos,el abrumador sacerdote de cornamenta de toro sacro hace pendular el incensario con aroma a carne humana requemada.Lo hechiza el cadáver soñoliento de un santo patrón cuyos huesos difuminados en la tenue llama del cirio negro consagrado a Dios,galvaniza su espíritu inmaculado hacia regiones prohibidas,donde los serafines alados de cinto refulgente vociferan con sones estentóreos un aleluya macabro que hiela la sangre del Papa allí en silla sentado y presente.La obscuridad va borrando sin tacha las nocturnales melodías que brotan violentamente de un órgano enloquecido que hace vibrar el espectro maldito de un cura obsoleto,ha tres noches asesinado a sangre fría por el pendenciero monaguillo de frente demoníaca y labios de papel arrugado.Éste revienta un santo crucifijo en el altar donde doce sacerdotes orinan en la cubeta de las hostias profanadas.Entonces un violador enterrador de cadáveres entra en la mansión del Señor y con un garrote bestial golpea salvaje la testa del joven homicida,de insana señal humeante en su frente de Caín descuartizada.Cae al suelo donde yace,grabadas las palabras en cuarzo bendito,el último jesuita que se atrevió a dudar de la existencia de Dios y fue cruelmente torturado hasta la muerte por la insana Inquisición.