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La caza

Tema en 'Prosa: Generales' comenzado por Eloy Ayer, 25 de Marzo de 2023. Respuestas: 0 | Visitas: 210

  1. Eloy Ayer

    Eloy Ayer Poeta asiduo al portal

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    Hombre
    La caza

    Un grupo de hombres ser acercó al borde del terraplén, desde allí pudieron ver la hondonada, el verde brillante de la hierba bajo la espiral inclinada del sol. Después vinieron otros cazadores y, todos a un tiempo, bajaron al pequeño valle con intención de rodear la manada de cimarrones que pastaban en la pradera. Iban corriendo y en silencio por la vertiente mientras en sus caras aparecía una expresión extraña, como de ira o de odio por las cosas o por el aire. Al poco tiempo ya cerraban la salida de los animales hacia la llanura luminosa del otro lado.
    Desde la cercana ciudad, las voces de la multitud habían seguido sus pasos, mientras decían que no, que aquello no era ya una cacería como la de otras veces, los establos llenos y las yuntas completas, iban rugiendo y dando la razón a los cazadores para quitarles el miedo. Habían dejado a sus espaldas las pacíficas calles y las plazas perdidas en la niebla de la tarde y a las afueras, cerca de la puerta de las murallas, la ominosa presencia de un patíbulo en espera sentencia.
    Más allá, en la llanura, había un lugar lleno de brumas y oscuros colores desde donde se advertía la presencia del océano, hacia el norte, y de los acantilados formados por caídas de rocas cubiertas de vegetación. Era el olor salado del mar lo que impregnaba el aire de los alrededores, el fragor de su ruido lejano que rompía en las salvajes vertientes.
    No muy lejos de allí, en el pequeño valle entre montañas, el grupo de cazadores se acercaron sigilosos a la manda de cimarrones y las cuerdas volaron por el aire. Allí comenzó la caza y la batalla.
    Todas las cosas tienen un límite, el lugar donde la paciencia termina, por eso ahora, en el clamor de la lucha, los hombres y las bestias se dirigían miradas de odio, una comprensión mutua de las intenciones y, donde esperaban las ideas del amor y la razón, sólo había un caos de pasiones y de muerte.
    Los cascos salvajes de los animales se movían en el fondo encharcado de la hondonada, estiraban sus cuerpos, sus cabezas grandes como dioses de piedra dibujaban lienzos furiosos en el aire, y se empujaban unos a otros para encontrar la salida, mientras el resuello de sus hocicos respiraba la brisa lejana y densa del océano.
    Los cazadores consiguieron trabar varios de los caballos, les engancharon sus cuellos brillantes y musculosos mientras la niebla de la tarde bañaba su cuerpo de bestias portentosas. Pero después la mayoría consiguió zafarse y al final solo les quedó en las trampas un hermoso caballo de color marrón, dorado y marrón como el bronce.
    Parece que con eso los hombres dieron por terminada la caza, aunque en sus corazones continuara el salvaje rumor del océano. Los cazadores rodearon su presa y la fuerza del grupo casi termina con el dios de aquel cuerpo, tan ajeno y despreciado como los habitantes de las lejanas estrellas.
    El sol parecía el ojo del silencio suspendido en el horizonte, más tarde solo y blanco como un espejo donde se miraba el mar, debajo estaban los acantilados, verdes y oscuros con reflejos ambarinos que llegaban desde la tormenta.
    Poco después el grupo de los cazadores regresó a la ciudad. Iban victoriosos por el camino mientras llevaban entre las cuerdas el formidable animal. Al principio el caballo andaba detrás como mejor podía, pero después tropezó y cayó a tierra. Los hombres no le esperaron y sin más lo arrastraron a lo largo del camino. Todo el trayecto hasta la ciudad transcurrió de esa manera, el caballo seguía a los cazadores a trompicones, unos trechos andando y otros por el suelo.
    La violencia era lo más alucinante, algo casi bello desde el inicio de la cacería.
    Cerca ya de las murallas el tiro de los hombres consiguió ganar y el caballo rodó por el suelo.
    Igual que los remeros tiran de las naves cuando hay tormenta en el océano y cantan fieras canciones para darse ánimos, así los cazadores tiraban de las cuerdas, todos a una, gritando, arrastrando por el camino la presa de su tarde de caza.
    Cuando estaban llegando a la ciudad, se dirigieron hacia la izquierda, hacia donde estaba colocado el patíbulo. Se trataba de cuatro vigas enormes colocadas en tierra que destacaban sobre las murallas y los tejados del interior, sus extremos, allá en lo alto, estaban cogidos por un atado de maromas suspendido en el espacio.
    Desde la puerta de la ciudad llegó la multitud de las gentes que entre gritos y alboroto quedaron contemplando el espectáculo mientras el sonido de las campanas señalaba las horas vespertinas.
    Los hombres lanzaron las cuerdas por encima de las vigas y empezaron a tensarlas. Lentamente, sin compasión ni remisión posible, el caballo fue izado y quedó colgado y muerto debajo del armatoste de vigas.
    Más allá quedó la terrible escena, el hermoso animal, símbolo y orgullo de su raza, sin ayuda de otras bestias, una señal para el tiempo, para todos los tiempos.
    No había sol, el resplandor lechoso y gris de la tarde, de las nubes de la tormenta, se apagaba al otro lado de la ciudad, de su muralla desgastada. En el cielo y lejos, en el horizonte, se presentía el océano, el olor de la costa quebrada que llegaba con el viento y versaba una tenue canción de olas y animales marinos.
     
    #1
    Última modificación: 25 de Marzo de 2023

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