La Confesión

En la iglesia de despavoridas sombras mortuorias, un enclenque catecúmeno estaba dentro del confesionario de madera de pino. Descargando su obscurecida conciencia de las culpas de celos que tanto le atormentaban. El sacerdote, desde la reja blasfema, musitaba sílabas de impávida severidad. Le instaba a que pronunciase el sacro nombre del objeto de sus viles pecados. Entonces, un brote de incoherentes frases manaron de la boca antes muda del joven religioso. Al principio, esto irritaba al ministro del Señor. Pero después, cuando fluían con lógica, se escandalizó. Sintió nuestro malhadado cura de aldea una ira demoníaca que encendió su faz de cera. Ahora sabía que una joven feligresa había tenido comercio carnal con uno de sus alumnos más queridos. Sin más dilación, salieron ambos del cubil de osadas preguntas y respuestas y, agarrándose ambos de los brazos por la penumbra, vieron para su estupefacción a la dama de sus resentidas almas descansando en un ataúd de caoba; toda ella martirizada con el color macilento que Muerte de Amor le había dado el demonio que, pasmado, la observaba en el atrio de la mendicidad.