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La jornada más intensa

Tema en 'Prosa: Generales' comenzado por Asklepios, 11 de Junio de 2022. Respuestas: 0 | Visitas: 299

  1. Asklepios

    Asklepios Incinerando envidias

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    LA JORNADA MÁS INTENSA

    A veces, sentimos que algo nos obliga a dedicar parte de nuestro tiempo a cómo se mueve la vida en nuestro interior, a cómo respiramos y compartimos, día a día, nuestra realidad. De entre todas esas no tan escasas ocasiones, en muy pocas se tiene la suerte de contar con la suficiente amplitud que nos deje observar lo que se presenta en el entendimiento a vista de pájaro e, inocentemente, dedicarnos a curiosearlo.

    Mientras se asienta nuestro punto de vista, solemos ser capaces de vislumbrar innumerables ráfagas de uno mismo en todo lo que aparece de nosotros mismos, en lo que podemos empezar a adivinar. Así, desde la inmensidad del universo, sus supuestas,-y cada vez más posibles por lo que se ve-, dimensiones; los miles de milenios de tiempo pasado, las galaxias, el planeta tierra,- quizás creado para que habitáramos en él-; la evolución de las especies en él, -también la nuestra-; la aparición de las primeras comunidades humanas, sus desarrollos, sus conflictos, confrontaciones y conquistas; el surgir de las religiones y su impacto en la humanidad; los avances técnicos, científicos y el consiguiente progreso; el nacimiento de reinos, naciones… además de todo lo más inmediato que nos rodea a cada instante,-que es realmente lo más interesante-. En fin, lo mejor es que lo deje aquí y evitar así, irme por las ramas.

    La explicación más adecuada es, creo yo, aquella que va a lo concreto, a ejemplos claros y concisos. Ejemplos que, todos, -cada cual con sus peculiaridades-, alguna vez hemos sentido como propios o nos hemos identificado con ellos. Así que, pongámonos a suponer.

    Pero este suponer, dadas las infinitas posibilidades, en vez de hacer que sea más fácil, ¡qué curioso!, hace que todo sea inmensamente más difícil.

    Para empezar, es nuestra propia mente la que lo complica por su innata curiosidad. Según parece, nuestro cerebro es “visitado” a diario por unos 60.000 pensamientos, divagaciones o como se quieran llamar, que van desde lo más difuso a construcciones mentales más o menos complejas. Entre todas ellas, tenemos la libertad de elegir y atender en particular a alguna de ellas durante el tiempo suficiente como para “sacar algo” en concreto, práctico o mínimamente relevante, pero resulta que no es tan sencillo como parece. Nos es realmente complicado fijar el “movimiento” de nuestras apreciaciones, de nuestras ideas y hacer un aceptable seguimiento de las mismas con las que nos podamos “narrar” a nosotros mismos, y/ o a los demás lo que observamos, pero sobre todo, a nosotros mismos que es aquí lo que realmente importa.

    Partiendo de todo lo dicho hasta ahora, no queda otra que lanzarnos sin red a intentar “atrapar” el mayor número de sucesos, de experiencias que no dejan de salpicarnos y, procurar hacer con ellas argumento que, cuando menos, sea el mejor de los reflejos en los que concretar nuestro navegar.

    Se da inicio a la jornada que ha sido “elegida” al azar,-entendamos que por algún sitio se tiene que empezar-, con un estruendoso e inesperado ruido. Nada más despertar, sin saber ni cómo ni porqué, mientras nos revolvemos en la cama, nuestra mente se abre con irónica sentencia: “Bonita manera de empezar el día”. No sabemos quién nos habla o si somos nosotros mismos quienes hemos dicho algo pero, en verdad, el diálogo ha sido real; diálogo que, por esas claras señas de ironía, nos parece lo más correcto suponer, que hemos decidido basarnos en ellas por su optimismo, pues no solemos dejarnos abordar fácilmente por las contrariedades. Todo esto ha sucedido en apenas cinco segundos. Nuestra central neuronal, sin dejar de haber estado alerta, ahora, sabiéndonos conscientes, pasa y nos conduce a “otro nivel”. Ese que, -por no enredarnos demasiado-, no dejará de acompañarnos hasta regresar de nuevo al sueño quizás, al finalizar la jornada.

    Decidimos levantarnos,-una más de las miles de decisiones mecánicas que haremos durante el día-, y, como se suele decir, “ponernos en marcha” con todo lo que esto conlleva: asearnos, desayunar, bajar a la calle y dirigirnos al metro para ir al trabajo… Es allí, -podría ser en cualquier otro lugar-, donde, pensando en nuestras cosas, -esas que, sin quererlo uno mismo forman parte de los ya nombrados 60.000 pensamientos-, normalmente sin ni siquiera tener intención e incluso, sin ni si quiera tener consciencia de ello-, nos fijamos en cualquier particular que con o sin razón, llama nuestra atención. Nuestra maquinaria mental cambia repentinamente sus parámetros y somos llevados por, y a no sabemos dónde. Sea como sea, no oponemos la menor resistencia. Nuestra vida, en este día y en este momento en concreto, se desarrolla con la normalidad acostumbrada y aprendida.

    El día apenas ha comenzado y ya nos vemos en la necesidad de regresar al momento inmediatamente posterior a la finalización de nuestra” puesta en marcha” arriba apunta-da. Es obligación recuperar realidades olvidadas. Nada más terminar, a la mínima concentración que éste y todo proceso requiere, le siguen esos espacios microtemporales que la continuidad siempre necesita para ser tal y que dan lugar a “lo siguiente”, a lo que supuestamente, -y damos por hecho-, ha de venir a continuación y que casi nunca, por no decir nunca, dejan nuestras neuronas de atender, lo queramos o no.

    En nuestro devenir, nuestro comportamiento es capaz, cuando menos, de actuaciones en paralelo simple: Salimos de casa, cerramos la puerta, llamamos al ascensor, bajamos al portal y abrimos la puerta para salir… y, a la vez, pensamos en si hemos cerrado o no el gas; que tenemos que comprar lo que sea antes de…; nos vemos sonreír al pensar en la persona que amamos; que no tenemos que olvidar la cita con el médico, con el cliente x, con el profesor de nuestros hijos… Son esa parte, ahora de miles de paralelismos que, aunque procuramos mantenerlos vivos en nuestra mente el tiempo justo y necesario, a veces, por el olvido de alguno podemos llegar a sufrir, en mayor o menor medida, diferentes alteraciones causadas por el más inocente de los despistes. De cómo sea la gestión de este tipo de sucesos y de nuestra consciencia dependerá nuestro futuro más inmediato.


    Ahora, regresemos al metro. No vayamos a olvidarnos de describir aquel inminente futuro.

    Sentados en el asiento de un vagón, -dada la hora-, extrañamente casi vacío, nos sentimos acompañados por el balanceo mecánico del artefacto. El convoy realiza una parada y es entonces cuando “despertamos” de un ensimismamiento profundo que, sin darnos cuenta, se había instalado en nosotros apenas acomodamos las posaderas en la plaza elegida.

    Confirmar la velocidad indescriptible de nuestro proceso cognitivo y su aceptación es todo uno. ¿Nos queda otro remedio? Entre tanto, nuestra mente, “se atreve” a dar nombre al suceso: “breve paréntesis vacío”, y es aquí que, una oscura alarma se puede activar o no. Todo depende de qué camino decidamos tomar. El más tranquilo es no hacer caso a nada e ignorar la existencia de posibles opciones; dejar que todo continúe mientras recordamos que nunca queda claro quién es el que decide, si yo o el yo, es decir, si uno mismo o esa voz interna que siempre nos acompaña y que sospechamos es observada por un tercero que no deja de estar en nosotros.

    El otro camino es el complicado, que surgirá si se activa nuestra curiosidad y “permitimos” comiencen las preguntas por lo sucedido en tan brevísimo intervalo. Afortunadamente, ya sea por pereza, por la no activación de esa posibilidad,- al no ser ni si quiera imaginada-, o por el motivo que fuera hoy, se podría decir que somos afortunados y beneficiados por “lo simple” de la vida.

    Vemos que algunos pasajeros abandonan el vagón, pero no acertamos a saber cuántos han sido. Entran también varias personas y de ellas, seis deciden tomar asiento y tres optan por permanecer de pie. La suma es instantánea y casi involuntaria pero sabemos que, en el fondo, la suma no se hace por sí sola, no se realiza así como así. Si la hemos realizado, lo habremos hecho de alguna manera, por voluntad propia en instante y momento para siempre ahora ya desconocidos. Hacer sumas nunca es algo involuntario y, en ese mismo momento, en nuestro percibir, hacemos consciente la realidad de un paralelismo más, de esos a los que antes nos hemos referido: obtener el resultado de la operación matemática y la constatación de la voluntariedad del hecho. Todo esto puede que parezca complicado pero no es así ya que todo esto es, la vida misma.

    La máquina arranca de nuevo y en nuestro interior no tarda en encenderse la curiosidad, cuando todavía no somos capaces de saber cuán inocente es ésta o no lo es, pues “algo” nos obliga a mirar y evaluar a nuestros nuevos acompañantes. A veces, como en esta ocasión, al presentarse situaciones como la presente,- que no son tan raras-, es de lo más normal preguntarnos por qué lo hacemos. Aquí, no acostumbramos a dar muchas respuestas pero de ser éste el caso, las más recurrentes anuncian el comienzo de una nueva e interminable cascada de preguntas que apenas somos capaces de responder. Es entonces que, - no soy capaz de dar una buena y convincente explicación ni si quiera a mí mismo-, “nuestro sistema” digamos que salta a otro sitio, de un plano a otro, evitándonos obsesiones y tensiones mentales para nada adecuadas ni convenientes para nuestro equilibrio.


    A pesar de lo dicho, no dejamos de mirar y de seguimos evaluando. ¡Qué le vamos a hacer! Somos así. ¿O qué te creías?

    Como cualquiera, nuestra observación suele detenerse, y profundizar con mayor detenimiento, en aquellas personas que nos son más llamativas. La hermosura, la belleza bien merece un mayor y falso esfuerzo,-pues es placer más que penalidad-, con mucha cautela. Lo bello, raramente viene solo. Todo lo bello y puro es realidad escasa y sus compañías son, cuando menos, de dudosa identidad.

    También es normal que llame más nuestra atención todo lo raro, todo lo peculiar. Nos atrae su exclusividad, su extrañeza que nos llaman al abatimiento, a la tristeza, a sentir cierta identificación con quien, de alguna manera, llegamos a entender como víctima. Víctima ya sea, según cada caso-, de la propia fealdad del observado, de la pobreza que podamos entender conlleva, de los malos tratos que imaginamos haya podido recibir, de por qué no, las posibles adicciones que imaginamos puede tener, de sus malas condiciones de vida… Aquí la imaginación tiene mucho territorio por el que moverse y elegir.

    Tanto el supuesto de la belleza como el del victimismo, por regla general, nos obliga a fijarnos en el mensaje que envían en la mirada y aquí, todo depende de cómo sea nuestra traducción, pues en el fondo, lo que nos importa no es otra cosa que nuestro mundo, nuestra propia visión de “nuestro mundo” Pensamos entonces que, al existir muchas excepciones y particularidades que afectan a la belleza y a lo singular, entendemos sea lo más conveniente tratarlas con la profundidad y la atención que se merecen, y al no ser éste ni el momento ni el lugar más adecuado para hacerlo, decidimos, por el momento, obviar el tema y continuar con lo que nos ocupa y que no es, en cualquier caso, algo baladí.

    Solamente nos da tiempo, antes de llegar la siguiente parada, además de disfrutar breve-mente del peculiar atractivo de dos mujeres, -es hombre el que escribe y no tengo nada en contra de ninguna de las opciones sexuales de cada uno-, a evaluar algunas prendas de vestir de cuatro o cinco pasajeros más. A nuestro pesar, hemos de abandonar el tren al ser la próxima parada, la nuestra.

    Apenas se abren las puertas de nuestro vagón, nos levantamos y nos dirigimos hacia la salida mientras notamos cómo aceleramos nuestros pasos a causa de un repentino e incontrolable deseo de llegar a la superficie que se solapa con la certeza de haber dejado atrás, sin la menor preocupación por ello, a una posible e interesantísima disertación sobre lo bello que al parecer, nos decimos, ha decidido continuar viaje como por decisión propia, cual polizonte tras haber sido abandonada en el tren.

    Contamos los últimos escalones, -…12, 13,14 y 15- y al llegar a la calle nos paramos para recuperar el aliento y descansar unos segundos antes de continuar mecánicamente, como cada día, hacia nuestro trabajo.

    Situados con la mirada en un paisaje “cansinamente” familiar, quizás es por ello que nos resulta un tanto agrio el esfuerzo. Según vamos avanzando, observamos todo con desinterés y volvemos a identificar a los personajes anónimos con los que nos tropezamos todos los días pero hoy, curiosamente, nos percatamos en el vendedor de la ONCE que hace muchos días no veíamos. Nunca le hemos comprado ningún boleto,- hoy tampoco lo haremos-, y en más de una ocasión nos habíamos preguntado si realmente sería merecedor de trabajar en lo que hacía al no encontrarle ninguna invalidez evidente para que así fuera. Es decir, hasta incluso en ese mismo instante no hemos dejado de crear imaginarios y negativos recelos acerca de él, al estar casi completamente convencidos de su engaño. Todo se quedó ahí al seguir caminando y dejarlo atrás. No sólo des-apareció de nuestro campo de visión, sino que también de nuestra mente que, falsa-mente, nos pareció quedar libre de cualquier otra cosa. Se sobreentiende que, de alguna manera, estamos aquí para justificar la teoría,-que poco a poco tiene visos de ser totalmente cierta-, de “los 60.000 pensamientos diarios”

    Apenas desenfocada la realidad de la presencia del vendedor de lotería y sin darnos tiempo a respirar con un mínimo de total despreocupación, de “libertad”, el sonido de un repentino frenazo nos avisa de que, mientras estemos inter actuando con el mundo exterior a nuestra manera, no suele ser recomendable dejar de “estar presentes” en lo que nos rodea. Ante sobresaltos como éste, -han sido ya unos cuantos y algunos más se producirán en el futuro-, nunca somos capaces de discernir si es mayor, es más sentida, la intensidad del sobresalto sufrido, o la sensación de ridículo y vergüenza experimentada por tan inocente e involuntario despiste. Lo cierto es que un mal rato así no nos lo evita nada y también es cierto que, mientras ocurren sucesos de esta índole, la indomable y continua cascada de reflexiones queda, aunque sea de un modo muy breve, interrumpido, aunque no suele tardar en volver a la carga.

    Mientras intentamos recuperarnos del incidente, mecánicamente, consultamos la hora en nuestro reloj con la necesidad de comprobar que aún tenemos tiempo más que de sobra para llegar al trabajo. De repente, una desconocida necesidad nos provoca suspirar profundamente un par de veces, dejándonos relajados pero más abiertos que antes a recibir el renovado impacto de más y más inconexas imágenes mentales con las que rellenamos y excusamos tantos y tantos momentos de nuestras vidas que conforman lo que podríamos denominar “continuidad”.

    Al poco de reanudar nuestro camino, sentimos cómo nos atraviesa un breve sudor frío recorriendo parte de nuestra espalda que, lejos de preocuparnos, nos trae imágenes de tiempos pasados. Imágenes, a la vez agradables y llenas de nostalgia que dejaríamos con gusto que nos acompañaran durante un buen rato pero, de alguna manera,- sabemos que nunca” nos dejarán” que descifremos el porqué de nuestro sospechar de esa “alguna manera”-, al final siempre acabamos sumisos a la aceptación, aunque no dejemos de cuestionarla. Aun así, brevemente, viajamos en nuestras maquinarias neuronales hasta instantes significativos para nuestros pasados con los que hasta llegamos a recuperar aromas, colores, recordamos conversaciones, vivencias… pero todo apenas dura unos instantes. Estamos a la puerta de nuestros centros de trabajo. Subimos al ascensor y, conscientes de la suerte de no coincidir con nadie a quien tengamos que saludar, nos permitimos, durante el tiempo que podamos, retomar las agradables sensaciones que, no llega a cinco minutos, estábamos reviviendo. Nuestra sonrisa no es que dure mucho más pero, aun así, nos agradecemos, no sabemos qué, en algún lugar todavía por ubicar de nuestro interior.

    Durante el breve trayecto que va del ascensor a nuestro puesto de trabajo algo nos remueve interiormente, algo que ahora nos percatamos no ha dejado de invadirnos durante las últimas semanas y que no es otra cosa que la admiversión sentida no sólo hacia nuestro jefe superior si no también, hacia unos cuantos compañeros más de la oficina. En nuestra mente explota, con violencia y atropelladamente, una corriente de desacuerdos con, e improperios hacia todas esas personas que mentalmente tenemos identificadas como non gratas, pero con las que no podemos evitar el contacto diario y hacia las que nos conviene no negar la sonrisa y las buenas maneras por lo que nos pudiera pasar. Sentimos que la situación en sí misma no deja de provocarnos un sutil dolor en nuestro territorio más íntimo, que procuramos suavizar intercalando sensaciones de signo positivo que tienen que ver con el entorno y las personas presentes en este momento en particular. Es como si una ayuda surgiera “mágicamente” al rescate.

    Sin dejar de navegar por estas divagaciones, paralelamente nos hemos ido acomodando en nuestro puesto de trabajo. Para este caso vamos a imaginar un ejemplo simple, sin demasiadas complicaciones y así supongamos que nuestra obligación laboral se desarrolla en una supuesta oficina. Abrimos nuestro ordenador, retomamos la tarea allí donde la dejamos el día anterior y nos centramos en la faena.

    Los minutos, las horas, deberían pasar sin mayores complicaciones hasta el momento de la salida, inmersos en la realización de nuestro deber de la mejor manera posible pero, nada más lejos de la realidad, pues somos incapaces de frenar la constante invasión de pensamientos, de realidades que nos abordan sin descanso. Al menos éste es nuestro caso pues nos consideramos una más entre las muchas personas que componemos esa multitud de seres un tanto dispersos y con dificultades más o menos graves, para con-centrarse.

    Por mucho que intentamos atender a los papeles que tenemos entre manos, la pantalla del ordenador y nuestra labor, terminamos por realizar nuestro cometido de manera correcta, aunque dedicando más tiempo del que se supone conveniente. Es decir, que, aunque terminamos por cumplir con nuestro deber, al final de la jornada acabamos sorprendidos por lo hecho al sospechar que hemos estado demasiado tiempo ausentes, sin atender como debiéramos a nuestras obligaciones laborales.

    Nos damos cuenta de, al mismo tiempo, haber estado cuestionándonos y auto criticándonos de una manera casi feroz por los motivos más triviales e irrelevantes: no haber recogido la colada; no aprovechar, como uno en el fondo sabe qué debe hacerse, el poco tiempo que se tiene para uno mismo mientras, además, somos conscientes de abandonarnos a la desidia que defendemos argumentando, por ejemplo, que en definitiva da lo mismo, que no se gana nada ni de una forma ni de otra…; plantear esos infinitos proyectos que nunca han abandonado nuestra mente pero que continúan ahí presentes y siempre por realizar…

    Al final de la mañana notamos a nuestra mente como dividida y, una vez más, cansada. La batalla entre lo que es, lo que imaginamos y lo que debería ser ha vuelto a desviarnos del “camino natural de las cosas” para reprocharnos de nuevo nuestra falta de auténtica presencia y esa incapacidad, que día a día, parece que se apodera de nuestra vida más y más, por disfrutar del aquí y ahora. Entre tanto ya llegó la hora de almorzar.

    Normalmente vamos al restaurante que hay en la planta baja del edificio pero hoy, al sentirnos algo más abatidos e incómodos de lo normal, nos da por abstenernos de comer e intentar recomponernos dando una paseo por ese parque que vemos a diario desde el ventanal de la oficina y que ,raramente hemos visitado. Mientras nos acercamos a él pensamos en estar a punto de realizar un insólito viaje a un territorio totalmente desconocido. Nos sentimos, muy brevemente, encaminándonos hacia una desconcertante aventura que, apenas tres o cuatro pasos más adelante, se ha diluido al imaginar algo totalmente ajeno al curso de esa narrativa. El cambio es inmediato, y a veces, puede llegar a ser brusco. Pasamos infinidad de veces a lo largo de los días de unas experiencias mentales a otras a tal velocidad que si intentáramos reflexionar en profundidad acerca de este proceso, no sacaríamos nada de provecho. Quizás sea porque estamos programados de manera tal que este tipo de opciones no entran dentro del “programa”. Quizás existan algunos seres que sean capaces de realizar algo parecido a lo que me refiero, pero baste decir que el presente texto tiene la intención de ir dirigido a la humanidad en general y no a las particularidades. Además, creo que es más que suficiente todo lo que se haya ido plasmando aquí de mis posibles y propias peculiaridades como ejemplos de excepción.

    Aunque no debiera, por obvio, decir nada al respecto, creo que queda muy claro que, en estas líneas, se superponen los pretendidos ejemplos del continuo caos que ocupa a nuestros cerebros a cada momento, con esta disparatada escritura repleta de continuas divagaciones, cuya navegación intento gobernar con el fin de que sea medianamente entendida por aquellos lectores que se hayan atrevido, cuando menos, a llegar a este punto de lectura.


    Llegados al parque, la libertad de no sentir la obligación de decidir qué dirección tomar nos da la bienvenida. Son, nuestros pasos, “automáticamente libres”, por así decirlo. Y qué satisfacción sentimos que hasta se nos escapa una leve sonrisa, por la tontería que se nos acaba de ocurrir y que dejamos nos acompañe hasta el momento que tomamos asiento en uno de los bancos del jardín. Cerramos los ojos con intención de relajarnos y desconectarnos, en la medida de lo posible,- nadie ha dicho que esto sea fácil-, de todo lo que nos rodea el mayor tiempo posible. Cerramos los ojos, destensamos nuestros músculos y relajamos nuestra respiración ofreciéndonos a la ausencia total. Mientras recorremos mentalmente nuestro cuerpo para constatar y sentir cómo se aflojan los músculos, nuestros ojos cerrados reciben diversidad de estímulos a modo de colores que aparecen y desaparecen con mayor o menor rapidez. A veces, determinado color se hace dueño del espacio y logra permanecer un poco más de tiempo que los demás en nuestro momento sensitivo, provocándonos sensaciones más o menos agradables que, tal y como llegaron, se van y son reemplazados por otros. Conviene unir y/o alternar sensaciones: visión de colores, sensaciones táctiles, ritmo de respiración… aunque, desgraciadamente, a no ser que hayamos dedicado mucho tiempo a esta ocupación, es algo que no suele durar demasiado. Sea mucho o poco el tiempo que se haya dedicado a esta ocupación, siempre muy recomendable, no es aconsejable criticar, opinar negativa-mente sobre la misma. Es de lo poco que nunca hace daño y jamás es algo negativo. Con la práctica, confieso que no en pocas ocasiones yo mismo he llegado a experimentar esa agradable sensación de no estar “aquí” y, por suerte, en esta ocasión también ha sido así. Eso sí, el “volver” a la realidad, es muy aconsejable hacerlo con tranquilidad, sin ninguna prisa. En la mayoría de las ocasiones, sobre todo al principio, también es muy habitual que se mire cuánto tiempo ha transcurrido y nos sorprendamos de lo poco que ha sido. Ya digo que es experiencia que requiere de mucha y seria dedicación para que se le “saque provecho”.

    Abrimos los ojos y no tardamos en volver. Me siento a gusto y francamente relajado allí sentado, donde permanezco durante unos minutos más. No muchos, pues el caos mental no tarda en hacerse presente. Lucho contra él algo más de lo normal gracias al ejercicio que acabo de realizar hasta que acepto la realidad, lo que no significa que me rinda a ella.

    Hay que volver a la oficina. Me siento más fuerte que como me sentía por la mañana y dedico casi todo el trayecto de vuelta en centrar mi mente en agradecer no sé a quién ni a qué, mi momento presente.

    Vuelvo a ver las mismas caras que vi por la mañana y saludo a los que se cruzan con-migo lo más educada y amistosamente posible.

    Sentirme más feliz, compruebo que me “evita” navegar en la dispersión aunque, por ser consciente de esta circunstancia del momento, me hace dudar si ya estoy de nuevo atrapado en otra más de estas espirales que pretendo resaltar.

    Me doy a la fuga de la, entiendo, pretendida trampa que, supongo, me vuelve a presentar mi yo interior, (¿o me la estoy presentando yo mismo?). No sé… esta duda ha estado siempre presente y dudo conseguir aclararla alguna vez…

    En fin, con todo esto a cuestas, no tengo más remedio que atender a mis obligaciones sabiendo que, en breve, a pesar de mis intenciones y esfuerzos por no repetirme, no tardaré en volver a ser ese exclusivo testigo y protagonista de esta peculiar realidad que nadie, por mucho que lo intente, podrá llegarse ni a imaginar lo incómoda, dura y dolo-rosa que puede llegar a ser. Aquí, de repente, no sé por qué, me da por ponerme en lugar de cualquiera que no soy yo, identificándome con él y entendiendo que, para nada, somos diferentes. Entiendo que, cada cual aguanta su vela y procura llevarlo como mejor puede. Ver las cosas así, más que suavizar mi momento, me lo amarga, me hace caer preso de la tristeza, de la incapacidad. Cuán triste es que todos vivamos en esta opresión, en esta lucha sin sentido.

    No sé cómo, pero como siempre, hay y encontramos, repentinamente, una nueva salida que nos permite continuar y negarnos a tirar la toalla. Son como pequeñas crisis que nos desestabilizan, como un golpe de mar ante el que reaccionamos asegurando nuestras sujeciones hasta que todo vuelve a la normalidad. A la normalidad que sabemos que nunca es normal. ¿O es que la normalidad tiene entre sus características cierto grado de inestabilidad y, también hasta cierto punto, es definida por nuestra propia ignorancia de todo lo que esté por venir?

    ¿No resulta sorprendente? Más dudas y preguntas que de nuevo nos invaden en avalancha ese lugar que debiera estar manteniendo su propio equilibrio, ese que por siempre somos incapaces de dejar de desear, de encontrar y, sobre todo, de mantener como siempre hemos estado creyendo y deberemos seguir creyéndonos por ser como somos.

    En fin, que entre hojas de cálculo, diagramas, múltiples comparativas, dossieres y demás papeles que intentamos no terminen por sepultarnos, somos conscientes del continuo “baile” que, causado por y en nuestra imaginación, ésta no deja de sorprendernos y también descolocarnos sin descanso, mientras es testigo por excelencia de todo por su presencia.

    Ha pasado algo más de una hora y, al ver que uno de mis compañeros va a salir a fumar un cigarrillo, decido también descansar y acompañarle mientras se lo fuma. (Las cosas, las normativas y las nuevas leyes, en poco tiempo nos han obligado a cambiar algunos de nuestros comportamientos). Apenas sé nada de él salvo que se llama Darío, que su trabajo es el mismo que el mío y que parece, en mi opinión personal, un buen compañero pues, en los más de dos años que llevamos trabajando juntos, nunca hemos tenido el menor problema.

    No sé por qué me decidí a acompañar a Darío. Fue la primera vez que hice algo parecido y, según nos dirigíamos al espacio habilitado en la empresa para los fumadores, me fui notando más y más nervioso, más tenso al aparecer en mi mente la “obligación” de tener que mantener una conversación que, para nada, me apetecía establecer. Mi inclinación por la soledad que proceso desde la adolescencia, a veces me provoca experimentar desagradables vivencias como ésta a las que sigo siendo incapaz de aceptar e incorporar convenientemente a mi vida. Así que, haciendo de tripas corazón, como se suele decir, me “dejé acompañar” y hasta me atreví a ser yo quien iniciara la conversación. Cuando regresé a mi mesa, mientras recordaba lo duro que me resultó en su momento dejar de fumar, respiré profundo un par de veces y me oí decir: “Pues no ha sido para tanto”. Y no me sentía mal a la vez que, automáticamente siempre, agradecía al universo todo, remanso mental como aquél.

    No son pocas las ocasiones en las que, en mi mente, comienzan a circular reflexiones con las que abordo, (o es mi otro yo quien lo hace) a la soledad desde los puntos de vista más insospechados. Y todo, como siempre, a la máxima velocidad. También ahora.

    Por lo que llego a recordar, no supe ni del sentimiento de soledad ni de su existencia hasta bien entrado en la adolescencia y recuerdo muy bien el momento en el que apareció en mi vida. Cuando vi por primera vez, cómo algunos compañeros necesitaban sentirse importantes, sentir ser los líderes, los alfa del grupo. Al ser testigo de hasta dónde llegaban a hacer el ridículo por hacerse notar, decidí apreciar, y cada vez más, a la soledad. Nunca, quiero creer, fui propenso a dar la nota y quiero creerme más inclinado a la tranquilidad y la prudencia.

    Es cierto que del exceso de soledad, se dice, no sale nada bueno pero, a estas alturas de mi vida, y dado cómo va el mundo en que vivimos, digamos que no estoy para cambios. Me vi repasando “mi camino” y admitiendo que hay ciertas cosas de las que me arrepiento haber hecho, pero que bien he pagado a lo largo de los años. Mi reflexión continuó argumentando que, quizás, me refugie en la soledad y me aísle de todo de un modo que a muchos le puede llegar a parecer excesivo pero, volvió a insistir mi argumento, que debido a cómo se está desarrollando el modo de vivir de la humanidad, la decisión de quedarme como estoy, no es extraño que la tenga por acertada.

    Digamos que, de repente, se me ha encendido una alerta, un “aviso” en mi cabeza y he sido consciente de haber estado comentándome mi vida para pasar sin más a tocar un nuevo tema que procuro no se me despiste, así que continúo.

    En mi opinión, me seguía diciendo en mi interior, no somos más que una manada de borregos a la que poco a poco se nos ha ido atontando, por mucho que nos creamos que tenemos a nuestro favor eso que damos por llamar “libre albedrío” pero, nada más leja-no a la realidad. Al menos en este mundo occidental y desarrollado no somos tan valientes como revelarnos. Cada vez nos aprietan más y más y no somos capaces de, nada más que obedecer y tragar con todo lo que nos echen encima. Dormimos, comemos, nos reproducimos, cada vez menos y en peores condiciones debido a los efectos de la química en la medicina, en los alimentos, en el medio ambiente…

    El individualismo, en otros tiempos alabado, defendido y promovido, hoy se ha convertido, por cómo se ha deteriorado y por su radical extremismo, en un modo de vida con claros matices destructivos y separatistas por mucha globalización que nos quieran vender y que nos han vendido pero con otros objetivos muy diferentes a los que nos han hecho creer.

    Sin querer, unos mucho más y otros menos, todos contribuimos a lo que ha de ser nuestra propia destrucción. Son muchos más los aspectos negativos que se pueden añadir a esta pequeña relación pero, para terminar, destacaré el inaceptable comportamiento de aquellos que se dedican a la política, a dirigir las sociedades de las diferentes naciones. Si de verdad se dedicaran a administrar y a administrar bien lo que tienen que administrar en vez de dedicarse, antes que nada, a mantenerse en el cargo y actuar según conveniencia política por medio de impresentables pactos con los que conseguir lo que quieren y no el bien común, la vida resultaría mucho más atractiva. ¿Por qué no se rebajan sus más que altos sueldos en vez de subírselos? ¿Es que no ven, o no quieren ni les interesa ver las condiciones en las que viven una gran parte de sus conciudadanos? ¿Por qué adjudican estúpidas subvenciones y regalan ineficaces partidas de dinero que a nadie solucionan su problema? Porque son formas con las que les es fácil obtener más votos en los siguientes comicios y poder así seguir en el poder. Da asco tanta corrupción y tanto interés personal. Sólo existe el yo, yo, yo y el mío, mío.

    Podría seguir pero es que todo esto cansa, cansa mucho. Todavía me quedan dos largas horas de trabajo y sé que no conseguiré nada bueno de seguir por este camino. Me llegué a sentir francamente cabreado y fui consciente de mi estado. Menos mal que me dio por pensar que en todo esto, uno por sí solo nunca podrá conseguir nada; que como individuo, actúo en conciencia como creo que todos deberíamos actuar y que, aun así, jamás llegaré, yo solo, a conseguir que cambie el comportamiento global; que no se conseguirá por nuestra propia negativa,- ya nos han domesticado-, a unirnos y combatir contra lo que sabemos que no está bien y que nada positivo nos aporta.

    Arremeter contra el mundo, su funcionamiento, mi estar en él, la inmediata realidad que a cada uno le toca con sus circunstancias, suele ser un tema que se presenta muy habitualmente en mi cabeza, aunque nuca soy capaz de saber si soy yo, es “la voz interior” o es esa tercera entidad siempre presente y que siempre parece que nos observa a las otras dos quien favorece su presencia en lo que llamo “intimidad mental”

    Si uno lo piensa un poco, se podría decir que, todo esto, es pura ficción, pero más lo puede llegar a ser este divagar mental que ahora mismo me ocupa y que me dificulta dedicarme a desarrollar el trabajo por el que me han contratado y por el que me pagan. En fin…como en realidad no pasa nada y, además, me siento realmente cómodo en este momento, “me voy a dar permiso” para intentar seguir plasmando aquí esta, sino extra-ña, sí peculiar experiencia.

    El desinterés y el estado de indiferencia gobiernan ahora mismo mi mente. Miro aquí y allá sin ninguna prisa, sin ninguna finalidad. Quizás por eso mismo, surge dentro de mí una opinión sobre lo que no hace mucho me ocupaba y que, más o menos, irónicamente dice que es asombroso mi “optimismo” vital. Y me pillo sonriendo mientras me imagino como una indescriptible y muy rara mueca se dibuja en mi cara.

    Se instala en mí, con una rotunda claridad, la decisión de pasar el tiempo que queda hasta fichar la salida de la oficina, ocupado en atender a lo que pase por mi cerebro, a esas ráfagas en procesión que no paran de configurarse, no sé si con ayuda o no de mis propias neuronas.

    Al intentar reubicarme en la silla siento un fuerte tirón en la espalda. Mi mundo particular se siente sacudido y, hasta donde puede a causa del dolor, se pone en modo alerta. Una multitud de imágenes demasiado alarmistas, (salas de hospital, inyecciones, posibilidad de operación…) provocan que llegue sentirme angustiado. Como sé cómo “funciono”, intento rebajar la presión mental desviando mi atención hacia otras realidades a pesar de saber que apenas consigo nada pero… Pasados unos minutos, el dolor remite lo suficiente como para dedicar el flujo de reflexiones a nuevas e inimaginadas situaciones con las que pasar el tiempo..

    La mayoría de las veces imagino que las escenas que se presentan en mi cerebro lo hacen como si el frontal de mi cabeza fuera una gran pantalla de cine. Aquí, una vez más, me pregunto si el resto de los mortales se imaginan lo mismo que yo, o algo parecido, y sigo con lo mío.

    Viene a mí, aunque muy difuminado, un concierto de música clásica al que asistí solo hace muchos, muchos años. Fue el primer concierto de música clásica que vi en directo en mi vida. Seguro que este detalle influye para que este recuerdo todavía, al día de hoy, me siga acompañando. Son imágenes que me permiten repetir, en modo “realidad virtual” que soy incapaz de explicar por su realismo, unos momentos de mi ya inexistentes, pero que sólo así se pueden volver a hacer posibles. Lo cierto es que experiencias similares se presentan con más o menos asiduidad, dependiendo, supongo, de no sé qué circunstancias. Pero son sucesos que pasar, pasan. También es cierto que apenas es necesario que transcurran unos pocos y muy breves segundos para que la magia inexplicable de estas experiencias se manifiesten una, dos, tres... o las veces que sean, pues nadie sabe cuáles y cuántas veces se pueden repetir cada una.

    Consciente de haber decidido pasar el resto de la jornada laboral ajeno a mis obligaciones y con la única preocupación de saber cuánto tiempo queda para volver a casa, mientras miro el reloj comienzo a recoger la mesa y no dejarlo para el final. “¡Maravilloso!”, me digo al comprobar que apenas queda media hora para salir.

    Durante unos segundos alguien, supongo que involuntariamente, subió el volumen de una radio y no pude evitar escuchar parte de una noticia de un informativo. No recuerdo cuál fue pero, sí que se inició en mí una reflexión acerca de los medios de comunicación, los ordenadores, el mundo digital, las redes sociales… Literalmente sobrepasado, aplastado por esas realidades, sentí como si me bombardearan con una intensidad y una violencia que nunca antes había llegado a imaginar hasta el punto de sufrir un brutal ataque de angustia. Como bien pude, decidí dirigir mi concentración a la construcción de una nueva argumentación en mi interior:

    No hace tanto, por ejemplo, que el teléfono mismo cumplía de sobra el cometido para el que había sido ideado: acercar a la población, acortar distancias y no alargar conversaciones que es, entre otras cosas, lo que hoy en día procuran los nuevos artefactos.

    La agresiva política comercial que se ha desarrollado para su implantación,-y “su necesidad”- en el mercado, no sólo de los teléfonos, hoy llamados móviles, sino también de los ordenadores junto con toda la tecnología que conllevan han conseguido cambiar el comportamiento de la sociedad para bien, pero también para mal.

    Es innegable el beneficio que esta” revolución” ha supuesto para la humanidad pero, en mi modesta opinión, es mucho mayor perjuicio ocasionado y me explico enumerando por separado algunos de los beneficios y daños más relevantes:

    Beneficios: rapidez en las comunicaciones, reducción de distancias, mejoras para la investigación, para la medicina, el medio ambiente…

    Perjuicios: ansiedad y aceleración de nuestro modus vivendi debido a esa excesiva rapidez innecesaria en las comunicaciones; Impersonalización. Pasamos de ser personas a ser un simple código, un número; Pérdida del contacto humano directo entre personas y con el medio, perdida de la auténtica comunicación. Aumento de la soledad, - de la perniciosa-, y el aislamiento…

    Todo es cuestionable y argumentable pero, a priori, en mi humilde opinión, son mayo-res los daños que lo positivo que aporta esta nueva realidad a nuestras vidas.

    Es evidente que la apuesta por lo científico, por lo técnico está ocasionando el derrumbe de los tradicionales valores humanos. Esto no quiere decir que no se pueda o no se deba ampliar o mejorar los valores “tradicionales” utilizando los enormes avances científicos y tecnológicos que se han conseguido, pero sí deberíamos reconocer, defender y conservar esa parte de humanidad con la que nuestra especie se ha identificado desde siempre. No nos permitamos olvidar el toque “personal” que tiene la vida. No nos dejemos idiotizar por la tiranía de los bits, por la fría racionalidad matemática que se nos está imponiendo.

    Mi propia argumentación se pide perdón por no poder profundizar más, por no ser más concreta, más exhaustiva en su exposición. No es nada fácil ordenar el planteamiento de un todo que se presenta espontáneamente en la cabeza y plasmarlo no ya verbalmente, sino por escrito.

    Las vueltas, matices, objeciones, argumentos… divagaciones como la presente pueden llegar a originar son casi infinitas y esto, normalmente ocasiona una tensión mental importante. Cuando así ocurre, lo que termina por pasar es que optamos por posponer su tratamiento para una futura y deseada mejor ocasión en la que terminar, por fin de concretarla. Además, en esta ocasión, hacerlo así ha sido facilitado por la llegada de la esperada hora de salida de, además, un viernes por la tarde que siempre ofrece a uno el agradable paisaje del desocupado fin de semana.

    Aunque no tengo ningún compromiso y tampoco ninguna cosa urgente que hacer, salgo disparado a la calle necesitado de respirar. Aquí, la necesidad imaginada me hace son-reír. Siempre estamos necesitados de respirar.

    Aún se mantiene la sonrisa en mi cara al pasar por el torno de entrada del metro cuando tuve que contener mis carcajadas por imaginar que esas sonrisas que entraron conmigo se negaban a pagar su billete. Me las imaginé corriendo a ocultarse entre la gente para evitar ser vistas, incluso, por las cámaras de vigilancia. Lástima que a esta graciosa ocurrencia le siguiera, inmediatamente, otra muy distinta: ¿si se esconden y no me vuelven a tiempo antes de salir del metro…? No quisiera perderlas…

    El educado aviso de una joven para que la dejara pasar, desmontó de repente el desarrollo imaginario que se estuvo construyendo en mi interior. Tras apartarme para que pasara, mi cabeza ya estaba dedicada a otras cosas, tanto que no me di cuenta de que tenía que haber salido con la chica en la parada que acababa de pasar. Puse toda mi atención y bajé en la siguiente para cambiarme de sentido de vía y salir por la estación que debía.

    Mientras camino hacia la superficie me voy diciendo que, ahora mismo, no porque el que escribe lo haya considerado conveniente, sino por el mero hecho de haber surgido sin más en este instante de este ya largo divagar, en mi mente algo me obliga a destacar un suceso que, al parecer, es meritorio de ser destacado. Y es el hecho de que, a estas alturas no haya surgido en mí una de las grandes preguntas. A saber: Todo esto, es decir, la narración de esta experiencia reflexiva-narrativa aquí ofrecida, ¿sirve de algo?, ¿tiene que servir de algo? ¿influirá de alguna manera en el devenir de mi futuro proceso vital y personal?... Mil preguntas más esperan ya contestación pero, si algo tengo como seguro, es la ineficacia e inutilidad de este tipo de inquietudes, así como también la imposibilidad de obtener ni una sola respuesta con la que poder llegar a descifrar la más insignificante incógnita que rodea a nuestra existencia. Aclarado este punto, me digo, lo mejor es dejarlo estar y continuar.

    Raras veces dejo que cualquiera de mis yos se ponga a “revisar” el devenir de mi vida como ahora mismo está empezando a pasar. Es decir, estoy siendo totalmente consciente del paso por “mi interioridad” de inconexos momentos de mi vida, con los que voy a revivir por ejemplo, la vergüenza de la mi ya lejana y primera declaración de amor; el maravilloso mareo del primer beso; la soledad de ser abandonado; la ilusión por ese viaje tan deseado en compañía de los amigos y la inmediata decepción por no llegar a hacerse realidad; la rabia y la impotencia experimentada por la injusticia, no de una, sino de varias vivencias que desfilan imparables, amontonadas y muy, muy veloces ante mí…

    Normalmente, tras momentos como éste, suelo sentirme algo más abatido y reconozco, una vez más, el peso y el sabor que suele dejarnos dentro la tristeza. Entonces, básica-mente, nos pueden ocurrir dos cosas: o bien que el ritmo de todo eso que “nos contamos” se ralentice, se espese, hasta sentir ese ”daño” tan peculiar, -es como volver a lijar una y otra vez la misma superficie que no deja de debilitarse-, en el que, una vez más, nos sumergimos. O que el ritmo se acelere hasta necesitar encontrar esa salida que nos permita escapar de la agobiante atmósfera que está empezando a rodearnos y que sabemos, nos puede llegar a inmovilizar con su cruel estrategia.

    Cuando uno “se viaja” a sí mismo de esta manera, el asombro es algo recurrente. Yo, al menos, me suelo sorprender muy a menudo sin, además, perder la argumentación básica, el hilo que mantiene la conexión en este caos de los sucesos.

    No sé cómo pero nace una decisión ante la que siento que soy, simplemente, su espectador. La decisión,- que es uno de mis otros yo quien la toma-, es la de no continuar y dejar para otra ocasión,- nunca se sabrá cuándo se producirá-, el lógico y esperado desarrollo de las opciones antes apuntadas y se produce, como pasa en el cine, un corte de la escena, como un punto y aparte que parece que a nadie hace daño.

    Piso la acera adrede, como si fuera conveniente como dice la costumbre, con el pie derecho y me digo que vaya tontería. Cada día, al salir del metro, suelo ir directamente a casa y, con esa intención dirijo mis pasos pero, apenas unos metros más adelante, el recuerdo de tener que sacarme unas fotos para renovar el carnet de identidad se presenta en mi cabeza, que se pone de inmediato en modo búsqueda e identificación de establecimientos cercanos donde poder retratarme. Ya está, me digo cual robot feliz que ha solucionado un insignificante problema, mientras mi momento cambia otra vez de rumbo.

    Al llegar al estudio y ver aquellas máquinas tan raras y tan modernas con las que, seguro que además de hacer fotografías, cualquier otro que no yo, pienso que es capaz de realizar muy otras y variadas acciones, provoca que la constatación de mi total ignorancia se proclame en mi cerebro y, durante un buen rato, no pare de rebotar en él su eco interminable. Lógicamente, al estar “metido” en estas sensaciones, por mucho que lo intenté, fui incapaz de ofrecer a la cámara una expresión medianamente aceptable. Me entregaron las fotografías en apenas dos minutos. Las guarde en uno de los bolsillos de mi chaqueta, pagué y salí de allí mientras intentaba ocultar el asombro que sentía se había dibujado en mi cara.

    Fue algo muy, muy breve, pero cuánto agradecí sentir cómo el aire de la calle rebajó la sorpresa casi tatuada en mi semblante.

    Apenas avancé unos metros cuando, al intentar cruzar la calle, el semáforo se puso en rojo obligándome a esperar. Aproveché para recuperar mis fotografías y echarlas un vistazo. En mi interior mientras, desconozco quién, opinaba no gustarme nada lo que veía, una especie de conversación- razonamiento me incitaba a aceptar aquella extraña conversación. La cosa es como es, parecía que se me aconsejaba. Entonces, imaginé que alguien ajeno a mi persona podía, quizás, estar presenciando o imaginando todo lo que sucedía en mi “¿dimensión particular”? De inmediato todo desapareció de mi imaginería y también de mi realidad.

    Con la sensación de ser algo, si no constructivo, si al menos, conservador y hasta protector, no tardé en preguntarme el porqué de estos cambios tan drásticos de y en mi estar en el mundo. Supongo que algo en mi profundidad más profunda hizo que se borrara todo rastro, ¿de lo que pude o no imaginar como sucedido?

    Este, digamos, “reseteo mental”, viendo cómo se estaban complicando las realidades, las voces, las imaginaciones, el peso de lo inasible, de lo inexplicable…en este intento de compartir “mi visión” de mi realidad, de alguna manera me reubicó en todos los sentidos y a todos los niveles. Pude, sencillamente, volver a respirar por respirar. Sin más. Aunque siempre uno sabe que esto es algo que no dura demasiado. Es como si fueran dosis meticulosamente estudiadas y con una perfección suficiente como para que se mantenga no sé qué continuidad al parecer, necesaria.

    Huelga decir que, mientras en mi mente “sucedían” tantas cosas, de repente me vi llegando al portal de mi casa. Saqué, indiferente, las llaves de mi bolsillo y poco más tarde dejaba sobre el respaldo de una silla la cazadora que elegí al salir de casa por la mañana. El reloj me decía que eran las cuatro de la tarde. Este dato sin intención, de alguna manera me forzó a visionar y “planificar” el resto de la tarde, a pesar de no tener, a priori, ni la más mínima intención de hacerlo y me sentí molesto por ello. Me pregunté por quién tenía la culpa de esta situación y, al no obtener en un principio ninguna res-puesta, me vi como víctima al entender que todo aquel argumento me sepultaba bajo la sentencia de culpabilidad. Una vez más, la culpa era mía y sólo mía. “¡Qué se le va a hacer! Es una más de tantas.” Me dije, como intentando tomar distancia del momento mental, que empezaba a temer me llevara por derroteros nada deseados.

    La mera indiferencia evitó que la cosa se complicara y, durante unos minutos pude dis-frutar de un muy necesario oasis “cerebral”, que aproveché para acomodarme lo mejor que sabía. Me senté frente al ordenador, máquina que jamás dejaré de odiar y que, en mi privacidad procuro sólo utilizarla para escribir y para buscar música que me haga compañía. En esta ocasión, al querer ponerme a leer un rato, busqué algunas melodías

    suaves. Todo fue bien hasta que atendí un poco más a la música. El tema que se oía me sacó fuera del espacio real, llevándome hasta la frontera de la melancolía y de esos recuerdos que están compuestos por elementos mustios, tiernos, dolorosos… Así que empecé un viaje que no dejó de transitar entre vivencias pasadas, entre palabras dichas y no dichas, entre sentimientos con intensidades verdaderamente hermosas, pero también descarnadamente crueles. Pasado un tiempo,-que creía haber sido mucho más breve-, me vi en la obligación de salir de allí, de abandonar todo aquello, si no quería acabar padeciendo las consecuencias de un desequilibrio que se intuía excesivo. Así que apagué la música e intenté relajarme a sabiendas de que no suele ser nada fácil hacerlo. De hecho, estuve un buen rato intentando provocar que en mi cabeza se acelerara la destrucción de ciertas anécdotas y sentires. Sinceramente, lo pasé peor de lo que podría haber imaginado antes de empezar tan inocente travesía.

    Creí conveniente salir un rato al balcón y que me diera un poco el aire, pero como no corría ni pizca de aire y hacía tanto calor,- el sol daba de plano sobre la fachada-, me vi obligado a volver al interior de la vivienda con una sensación de enfado tan gratuita como inmerecida e inadecuada. Seguí a mis pies, así porque sí, hasta el baño. Abrí los grifos de la ducha abandonándome sin ninguna prisa al frescor acuático, hasta que vi demasiado arrugada la piel de mis manos y pies aunque dudé varias veces si salir o no de debajo del agua. La duda entre el sí y el no, entre el blanco y negro, etc., suele terminar por, o ser un breve y simple entretenimiento, o ser enigmático origen de nunca buenas dispersiones mentales.

    Sentía haber recuperado cierto equilibrio. Al no atisbar nada problemático en mi horizonte cercano, opté por dedicarme a la lectura. Por entonces estaba leyendo un par de libros de contenido muy desigual. Uno era una novela de suspense, policiaca; el otro, era un poemario de un autor para mí desconocido. Lo compré, simplemente, porque su título me llamó la atención: “La elegancia destilada”. Me decidí por este último, pero antes de nada, - la costumbre manda-, fui a buscar la libreta que siempre pongo a mi lado y en la que suelo hacer todo tipo anotaciones, por lo general, poco después, inexplicables.

    Hacerme con la libreta no es sólo el hecho de encontrarla y después utilizarla, o no. Es todo un proceso que se origina en el momento en el que decido ponerme a leer. En mi cabeza todo se centra, se ocupa y dirige hacia el cumplimiento de la recién nacida intención, lo que conlleva cierta obligación previa por acomodar el medio lo mejor posible. El constante murmullo “pensante” que nunca deja de acompañarnos de alguna forma se diluye,-sin dejar de estar ahí-, hasta el punto de permitir que pueda ocuparme de eliminar cualquier motivo que pueda ser posible distracción, o de hacerme con cualquier cosa que me facilite la concentración. Es un suceder que suele llevar su tiempo. Una vez cumplimentado este proceso, es entonces cuando realmente mi libreta puede empezar a desarrollar su razón de ser, su razón de estar donde está. Es ahora cuando, realmente, debiera dar comienzo mi inmersión en la lectura pero, desgraciadamente, he de confesar que son muy, muy pocas las ocasiones en las que he llegado a sentir que todo esto es así. ¡Me cuesta tanto dejarme ser!, ¡me cuesta tanto dejar de vigilarme!... En momentos así, suelo tropezarme con él, a un mismo tiempo, dulce y amargo recuerdo,-que no consigo que sea algo más que eso, que un simple recuerdo-, de una ya viejísima experiencia que, excepcionalmente, llegué a protagonizar. Cómo lo diría, es como si fuera incapaz de enfocar mi “binocular visión” como ajena a mí; soy incapaz de dejarme ir de mí mismo aunque sea por un instante. Lo dicho, soy incapaz de dejar de vigilarme y, aun así, no reniego de procurar que mi inmersión sea lo más completa posible. Aquí es donde la agenda más suele ayudarme.


    Después de unos cuantos minutos de intranquilidad y cierto nerviosismo, finalmente consigo centrarme en la lectura, - o así lo siento, ¿o creo sentirlo?-. El caso es que, poco a poco, me voy centrando e introduciéndome en lo que leo y no dejo, cuando considero que es menester, de tomar notas en la pequeña agenda a la que antes me he referido. Como no es ocupación que me obligue a nada, leo con tranquilidad y como cada 15 o 20 minutos hago un pequeño descanso que aprovecho para revisar todo lo apuntado y “jugar” un rato con ello, es decir, empiezo a hacer caprichosas combinaciones con algunas de las palabras apuntadas con la intención de encontrar ideas, significados, argumentos ocultos… que más adelante, - y a veces, en demasiadas ocasiones-, me dedico a modelar hasta que descubro alguna realidad que, siempre, sospecho están por ahí escondidas. Todo esto, que para mí no deja de ser un inocente divertimento, en más ocasiones de las que uno quisiera llega a convertirse en una ocupación, en verdad, muy ardua y de un enorme esfuerzo intelectual. “No pasa nada”, me digo siempre pues ya se sabe que sarna con gusto no pica.

    La verdad es que, ahora mismo, no desearía otra cosa que conseguir desmenuzar y describir todo lo que pasa por mi cabeza durante estos procesos, pero no me siento capaz; no lo soy. Ojalá puedan imaginárselo. Lo que sí puedo decir es que, mientras escribo estas líneas, a éstas sí que las veo como las mejores herramientas con las que exponer cómo afecta a la presente disertación mi torpeza.

    El malestar, la decepción, la rabia, el fracaso… parece que se han puesto de acuerdo para alinearse ante mí y atacar. Una imagen como de formación militar ocupa, de repente, mi cabeza. Extrañamente, me siento aliviado ya que esperaba ser atacado por sensaciones y golpes secos, duros, sin piedad y entiendo como que me dieran una tregua, un poco de tiempo para que prepare mis defensas. Así que no desaprovecho la oportunidad: anulo todo lo que pueda tener en mí de obsesivo compulsivo y así dificultar al máximo la creación de uno más de esos bucles tan violentos y desequilibrantes para la salud mental. Me alejo de la situación a la mayor velocidad mientras no dejo de escuchar interiormente las tres voces que me habitan, es decir, yo mismo, el ego y ese tercero que siempre está como espectador que lo ve todo-, gritando “Huye, Sal de aquí. Vaaamoos”
     
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