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La maleta del arquitecto

Tema en 'Prosa: Generales' comenzado por Alas de marioneta, 13 de Octubre de 2021. Respuestas: 0 | Visitas: 285

  1. Alas de marioneta

    Alas de marioneta Poeta asiduo al portal

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    Dicen que cuando alguien sostiene una maleta eso indica que su destino tiene destino, que ha llegado al lugar donde se dirigía o que se dirige a algún otro lugar.

    Pero en este caso no era así. Mi mente estaba dando vida a la llegada de un recuerdo de navidad, de unos primeros días de año en la que como aquitecto, salía todos los días a la calle con una maleta.

    En lugar de un objeto de piel, podría parecer que se tratara de un ser vivo durmiendo plácidamente mientras era acunado por el vaivén de mis pasos.

    Los mismos que marcaban el baile de la etiqueta que colgaba de una de las esquinas donde se podían leer perfectamente en pequeñas letras casi garabateadas:

    "No me despertéis hasta que se cumplan todos los sueños de cuando no duermo ".

    Una curiosa frase escrita en el lugar destinado a indicar el nombre de su propietario, pero también una frase que para mí tenía todo su significado.

    Mis vecinos de aquellos años, acostumbrados a verme con camisa, corbata y traje, nunca se habían preguntado por cuál era el contenido de mi pequeño equipaje.

    Sus miradas en el momento del rápido saludo diario tampoco habían sido capaces de apreciar que, junto a la correa que la envolvía, una costura lateral había perdido su hilo dejando una ventana intencionamente abierta a su interior.

    Pequeñas notas de colores convivían en la oscuridad, almacenando sueños anotados en el momento de pasar por mi imaginación.

    Y esos sueños vivían ahí, lo suficientemente despiertos para que algún día, de repente, se cumpliera uno de ellos para abrazarlo y guardarlo en el bolsillo de mi camisa.

    A las nueve menos diez, con una puntualidad diaria, el buenos días de Isabel, mujer muy conocida en el barrio y a quien admiraba, interrumpió el paseo de su pequeño perro, su compañero como ella decía.

    Un hábito diario, justo después de desayunar juntos en la cocina de su amplia casa de dos plantas y sótano, donde habíamos compartido muchas conversaciones en el pasado, sentados a la mesa de una comida sincera y una copa de buen vino.

    Fueron los días en que tras mi separación y varios meses de vida en la calle, un trabajo me llevó a ocupar una casa cercana al domicilio de ella.

    Poco después nos conocimos y ella pasó a ser la persona que todos los días a las dos y media del mediodía me esperaba para comer.

    Nunca le pregunté porqué lo hacía. Quizás por una necesidad interior de hacer algo por los demás al margen de asociaciones y ayudas en las que no creía, quizás para sentirse útil y al mismo tiempo acompañada o para crearse una obligación consigo misma que le hiciera olvidar su soledad.

    Fueron un par de meses en los que muchas veces la escuché hablar del futuro como algo real y distinto a ese presente al que me estaba enfrentando.

    Hablaba de posibilidades, de cambios, de conocer a alguien y de volver a tener un hogar, pero nunca refiriéndose a si misma.

    Nunca me habló de sus esperanzas, de sus proyectos, de su pasado, ni de sus sueños.
    Era como si hubiera transformado su 'para mi' en un 'para los demás'.

    Aquella mañana, el sencillo buenos días de todos los días se convirtió en una pregunta respondida por ella misma antes de ser formulada:

    - Todos los días te veo con tu maleta, creo que desde que empezó el año y he encontrado la respuesta a lo que nunca te pregunté y a porqué tenemos algo en común.

    No fue necesaria más explicación para que comprendiera de lo que estaba hablando. Teníamos algo en nuestro día a día que nos hacía semejantes: nuestra necesidad de hacer algo por los demás.

    La maleta me acompañaba desde los primeros días del año pero su contenido había cambiado cuando una semana después de nochevieja, un segundo encuentro con una persona desconocida.


    Aquella pasada nochevieja, al igual que en años anteriores, acudí a una asociación donde le dabamos a personas sin oportunidad, una posibilidad. Com-partir, como en una gran familia, la última cena de aquel año.

    Personas sin hogar o sin recursos, no solo acudían a recibir esa invitación sino también el calor, tanto de aquel amplio comedor como de las personas que voluntariamente, se convertían en improvisados camareros.

    Camisa blanca, pajarita y pantalón negro eran los encargados de intentar obsequiar de profesionalidad a la voluntad de aquellas personas.

    La retirada de los platos de postre, la despedida de mis ocasionales compañeros y la mirada atrás deseando un año mejor, inició el breve camino de vuelta.

    Paseando, con la mirada anclada en una noche absolutamente despejada, podía distinguir todas y cada una de las agrupaciones de estrellas de las que conocia su nombre.

    De pronto, un golpe. No más que un lige-ro golpe en el brazo, pero suficiente para volver a la realidad.

    Disculpandome, al mismo tiempo que la otra persona, insistí en mi falta de atención por estar mirando las estrellas.

    Aunque aquel hombre no tenía más que aceptar mí explicación y seguir su camino, se detuvo.

    - ¿Como son?, preguntó.

    Lo miré pensando en el porqué de esa pregunta más que en contestarle, pero el bastón fino y blanco que aquel hombre sujetaba con su mano izquierda hizo surgir una respuesta:

    - Brillantes, aparentemente inmoviles.
    Era difícil describir una respuesta a esa pregunta.

    - La verdad, me dijo, es que ante algo tan grande como el universo, a veces me alegro de que mi única visión sea la oscuridad.

    Supongo que usted que las puede ver, les puede poner nombre y las puede contar.

    Ante su falta de visión y sus preguntas, empezaba a tener una extraña sensación de incapacidad en el habla. No sabía que contestar, por lo que un tímido "si" me pareció la mejor opción, hasta que escuché la negación a esa respuesta:

    - No. Las personas que pueden verlas, a veces almirarlas, supongo que dibujan formas imaginarias uniendo sus puntos de luz.

    Pueden intentar contarlas, saber cuántas hay. Pero en realidad no pueden hacer nada de eso.

    Su visión, la de cualquier ser humano, sólo les permite alcanzar con la mirada aquellas estrellas que están más cercanas a nuestro planeta.

    Pero hay muchas más, incluso más de las que el mejor de los telescopios puede alcanzar. En cambio yo, sin verlas, las puedo imaginar.
    Todas, tanto las que son visibles como las que no, e incluso las que no existen.

    A veces, lo que estamos acostumbrados a ver, se convierte en una invisible pared que nos impide ver más allá. Nos impide disfrutar de la capacidad con que nos ha obsequiado la natutaleza. La capacidad de imaginar.

    Cuando somos niños, el hábito de ver sólo lo que podemos ver, todavía no se ha desarrollado.
    Imaginamos, soñamos despiertos, inventamos mundos a nuestro alrededor.

    De alguna manera, en ese aspecto, yo sigo siendo un niño.
    Recuerdo que a pocos metros de aquí, durante varios años, hubo un circo. No lo vi, aunque me gustaría.

    Si cualquier noche, bajo esa carpa llena de niños se apagara la luz y todos esos futuros adultos miraran hacia arriba, posiblemente ninguno de ellos imaginaria una lona de colores como techo.

    Algunos podrían ver las estrellas, todas las estrellas. Otros, se verían dentro de una inmensa tienda de campaña en busca de alguna increíble aventura en un maravilloso país.

    Sus padres, mientras tanto, sólo podrían pensar en el motivo de ese apagón, en cómo encontrar la salida en el caso de que la luz no volviese a indicarles el camino hasta allí.

    Yo no puedo ver. Tal vez. O tal vez, el resto de personas son las que deberían aprender a mirar. No lo sé.

    Si, me gustaría haber visto ese circo alguna vez, y las estrellas y a las personas con las que hablo. Y a mí mismo, porqué no.

    Nos despedimos, nos deseamos una feliz entrada en el nuevo año al que le quedaba menos de una hora para llegar y seguí mi camino.

    Aquel desconocido consiguió que casi a diario, cerrara los ojos por un momento, para ver lo que queria ver, solo eso. Y al abrirlos, poco a poco, con maderas, telas y alambres, empecé a crear una pequeña réplica de aquel circo que estuvo allí y de las estrellas que nos acompañan todas las noches.

    Por eso, todos los días, esperando encontrarme de nuevo con aquel hombre salia a la calle con mi maleta, con una pequeña replica de ese pedazo de mundo para que con ayuda del tacto lo pueda explorar.

    La suerte, poco días después nos regaló un nuevo encuentro y desde aquel día, sin saber muy bien porqué, seguí paseando mi maleta ya vacía, convirtiéndola en mi compañera junto al café frío de cada mañana en el banco de algún parque.

    Debo admitir que en algunos de esos desayunos pasaba por mi mente el matutino saludo de Isabel y su persistente consejo sobre la necesidad de llevar un bolígrafo.

    Como sinó podría anotar los sueños que pasaban por mi cabeza en cualquier momento.

    También, a principio de semana, se convirtió en la herramienta perfecta para extraer el hilo con que estaba cocida una de las esquinas. Un hilo rojo, de un rojo intenso visible incluso después de abandonarlo en aquel banco de madera sobre el que escribí en un pequeño papel del mismo color, el primer deseo de sueños por cumplir, un simple "que se cumpla".

    Un deseo sencillo en su contenido pero difícil de conseguir, al igual que todos los que siguieron acumulandose en el fondo de aquella maleta.

    Pasaron algunos "buenos días" sin mas conversación al cruzarme con Isabel hasta que aquel jueves se detuvo.

    - ¿Se ha cumplido?, me preguntó.

    Me quedé sin respuesta, no comprendía como podía conocer el contenido que lo que para mí era un secreto no confesado.

    - Hace unos días, me dijo, pude ver como abrías la esquina de tu maleta, vi como escribías una nota y la dejabas caer en su interior. Vi como cambió tu mirada, te vi sonreír, te vi levantarte dejando sobre el banco uno de los hilos que habías arrancado y veo que con el otro sigues manteniendo la costumbre de atarte a la muñeca improvisadas pulseras que te hacen recordar momentos especiales.

    Tú no me viste, estaba desayunando en la terraza de la cafetería que había frente a tí. Tampoco pudiste ver a la muchacha que poco después pasó por allí, se paró frente al banco y cogió el hilo que tú habías dejado.

    Cruzó la calle, con prisa, con el semáforo en rojo y se sentó en la mesa que estaba libre a mi derecha. La curiosidad me obligó a pedir un segundo café.

    Parecía nerviosa y cansada. Le pregunté si llegaba tarde al trabajo y si se encontraba bien, como excusa para iniciar una conversación, a lo que me respondió que no, que iba a una entrevista en un centro comercial y que había tenido una mala noche.

    Se tomó el café, se marchó y curiosamente, algo más de una hora después, mientras esperaba mi turno en la carnicería, la vi pasar, todavía con prisa, como quien ha dejado a alguien en su casa esperado poder marcharse.

    No se si aquel hilo estará atado a su muñeca, tampoco sé si la conoces, pero creo que eres una de esas pocas personas que en lugar de tener que perseguir sus sueños por los pasillos de la vida, un día descubren que la realidad les ha tocado a la puerta.

    Abre tu maleta, abre las puertas a tus sueños y déjalos que te acompañen en tu vuelo.

    Volví a aquel banco donde recordaba haber desayunado, abrí mi maleta y entre las seis o siete notas que en esos días había coleccionado, encontré una llave con una dirección en su llavero.

    La curiosidad me obligó a ir hasta allí y a abrir la puerta, sin ni siquiera pensar en tocar al timbre.

    Una sensación extraña me hizo sentir aquel salón como algo familiar. Me parecía recordar el mobiliario del dormitorio, el color de las paredes del baño y las macetas del balcón sin haber abierto ninguna de las puertas.

    Un intenso olor a café me llevó a la cocina. En la nevera, un bolígrafo se columpiaba del hilo rojo que lo sujetaba a un imán.
    Miré mi muñeca. Era el mismo hilo que llevaba junto al reloj.

    Empezaba a estar muy confundido. Junto al bolígrafo, había media docena de papeles de colores que parecían esperar la llegada de su mensaje.

    Abrí la nevera en busca de un litro de leche con la que manchar un café. Desnatada. Sin lactosa. Justamente la que yo solía comprar y en ella un papel rojo con un contundente "vuelve" remarcado en tinta negra.

    La pérdida de la noción del tiempo y mi mirada fija en aquella nota, distrajeron lo suficiente mi atención, como para que no fuera capaz de darme cuenta de que el fuego en el que descansaba la enne-grecida cafetera estaba encendido.

    Lo apagué rápidamente. Todo se estaba llenando de humo. Abrí la ventana, salí de la cocina y me encendí un cigarrillo esperando que a mi vuelta, aquel fuera el único humo que tuviera que respirar.

    Pero no solo no fue así, sinó que el humo se había hecho más denso y como si se tratara de una de esas nubes que contemplamos en el cielo descubriendo en ella curiosas formas de objetos conocidos, parecía que en el aire se estaban dibujando letras.

    Aunque no entendía lo que estaba pasando, las letras, al unirse, formaban palabras que podía leer con claridad.

    Podía leerlas, pero sabia que no podría recordarlas. Cogí el bolígrafo y empecé a llenar uno tras otro los colores de los papeles que acabaron por llenar de poesía toda la puerta de la nevera y la del mueble donde estaban guardados los platos.

    Sonó el timbre. Nervioso, abrí la puerta sin saber a quién tendría que darle una explicación por estar allí.

    Una joven entró con prisa al ver el humo que invadía toda la casa. Se asomó a la cocina, moviendo los brazos y aguan-tando la respiración.
    Se quedó de pié, inmóvil, observando la puerta de la nevera.

    Al acercarme, se giró y me dió un beso:

    - ¿Has vuelto a escribir tus poemas?.

    No entendía su pregunta, pero al ver palidecer su cara de sorpresa y sentir el ligero temblor de sus manos mientras me abrazaba, no fui capaz de decir nada.

    Fueron unos eternos segundos esperando que me diera una explicación.
    Empezó a llorar, me miró. El humo ya había escapado por la ventana. Sonrió, en voz baja:

    - Creo que te quise antes de conocerte y por fin has vuelto.
     
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