La muerte.

Mi vida se da abrazos con la muerte cadavérica y ésta la encontró tan tierna que se negó a arrullarla entre sus brazos negros de eternidad. La guadaña del inframundo le huye a mi cuello pues soy un ser tan patético que ni la muerte me considera vivo.

Si antes le temía al oscuro de su dulce mirada hoy la anhelo sin poder contemplarla. Y sigue escapando a pesar de que me entrego a ella, la muerte al final es una niña que distintas reglas tiene para apiadarse de nosotros.

Aquellas noches la busco, voy al río o a la playa y clavo mi alma en la arena húmeda con estacas. La espero sentado, con paciencia, el cielo sabe cuánto la he clamado y la tierra conoce el peso que sostengo dentro, pero ella se oculta entre las sombras, se desliza y besa otros labios, mientras los míos le esperan secos de tiempo.

Ella no me quiere, no me busca ni me piensa, ella gira hacia otros rumbos y se olvida de mis gritos. No, no quiere que le mire con estos ojos que le anhelan porque de ese modo no se siente ni muerta ni siniestra, es una niña que no quiere que uno sepa cuándo es que te va a tocar en los adentros.