La muñeca de color salmón.

Estoy viendo el cielo azul como la vida de los niños. La escasa ropa que llevo encima, a duras penas consigue librarme del aire fresco estos primeros días de primavera. Voy camino de casa. Hasta hace poco tiempo los alegres tonos de la tienda y la compañía del resto de las muñecas era toda mi vida, pero ahora, el ajetreo y el bullicio de la compra, la maravilla, los días antes de la fiesta, el misterio de los regalos, todo repiquetea en mi blando cuerpo de goma rosa.

En escasos minutos, las manos contentas y regordetas del monstruo me tomarán por la cintura y toda mi compostura se va a ir al carajo, después la lucha infernal con el resto de los juguetes me va a hacer ir a parar encima de algún mueble o alguna silla.

La conozco, sí, es mi amiga de siempre, una especie de caballo o deán omnipotente en la cual me refugio y espero. Ya ha pasado todo, a duras penas recobro la compostura, mi forma habitual de ser, descanso feliz en la silla del salón, la mesa familiar parece el mar océano más allá del horizonte de mi mirada de plástico.

La penumbra de la habitación, lentamente, me ayuda a reconocer los objetos. Mañana será el día de la gran fiesta.

Por la mañana el monstruo me arrebata, me saca a empellones de mi seguro refugio y me desnuda encima del sofá. Ahora inspecciona con sabia mirada el resto de mi ajuar, atenta maneja los objetos de tocador y mis vestiditos y de forma monstruosa va probando y abrochando, retirando y degustando con mirada de experta cada trapo con cada pose de mi cuerpo. Se abandona, da una infinidad de cosas por hechas y con el peine estira y estira las delicadas guedejas amarillas.

¡El monstruo está peinándome!

He ganado, no ha durado mucho la pelea. El resto de los juguetes yacen en el suelo derrotados cual soldados del ejército de Napoleón. Ella me acaricia y me mima decididamente como a su favorita.

Después hemos salido a dar un paseo por el jardín.