1. Invitado, ven y descarga gratuitamente el cuarto número de nuestra revista literaria digital "Eco y Latido"

    !!!Te va a encantar, no te la pierdas!!!

    Cerrar notificación

La osita ancestral

Tema en 'Prosa: Generales' comenzado por JSJT, 11 de Marzo de 2015. Respuestas: 0 | Visitas: 562

  1. JSJT

    JSJT Poeta recién llegado

    Se incorporó:
    16 de Febrero de 2015
    Mensajes:
    38
    Me gusta recibidos:
    26
    Género:
    Hombre

    Ni ella misma tenía idea de cuánto llevaba en esa tienda, en esa vitrina y en esa repisa, mirando hacia la calle, por la que transitaban numerosas personas, que de vez en cuando se volvían para ver los artículos expuestos en la vitrina en la que a ella la habían colocado.

    Estaba en el punto más alto de la vitrina. Debajo de ella tenía numerosos juguetes, algunos de madera, otros de cuerda, algunos más de plástico y unos tantos de plomo. En la parte de arriba, en donde estaba ella, el dueño de la tienda colocaba a los peluches.

    Más de una vez se había quedado sola, porque a los otros se los llevaban casi en cuanto llegaban a la vitrina, de manera que no tenía mucho tiempo de conocer a ninguno y, menos aún, de contarles lo triste que se ponía al pensar que nadie la iba a querer, y que se iba a quedar en esa tienda para siempre, padeciendo la soledad de no tener un dueño humano que la quisiera, y menos aún de amigos peluches que le fueran a hacer compañía, pues su presencia no solía durar.

    Era una osita diminuta y regordeta, de color blanco. Su nariz y sus ojos eran lo único que era de otro color en su fisonomía, ya que los segundos eran de color morado intenso y muy lindos, y más aún porque estaban coronados por unas femeninas y delgadas pestañas oscuras. Su nariz era del mismo color, además de reluciente. Las auroras le brillaban como si fueran canicas diminutas metidas en sus cuencas. Tenía al cuello un lazo delgado del mismo color, y un moño que le iba a adornar la parte más alta del pecho.

    El dueño de la tienda se daba cuenta que esa osita de peluche llevaba mucho tiempo en su tienda. Por lo menos una vez por semana, cuando cerraba la tienda, por la noche, tenía que bajarla de la repisa donde se pasaba el día, para limpiarla un poco y evitar que la suciedad le echase a perder la hermosura que producía el ser tan blanca. También le enderezaba su moño morado y, después, se le quedaba viendo por varios minutos, pensando, tristemente, en si alguna vez se vendería, o si, en vez de ello, tendría que quedársela él.

    De buen grado la hubiera regalado a sus hijas, si es que tuviera alguna, o hasta se lo hubiese obsequiado a su esposa o a su novia; pero el caso era que ese sujeto había empleado muchísimos años de su vida pensando en cómo iba a subsistir económicamente, y se olvidó de todos los demás asuntos.

    Se había encariñado con aquella osita tanto que hasta le puso un nombre, basado en el color de su cinta y de su moño. La nombró Uvita, pues considero que era más tierno que ponerle Moradita, o algo parecido, además de ser más imaginativo. La osita se vio en el mismo predicamento que todos los que son bautizados: le fue impuesto un nombre que ella no escogió, pero que tuvo que aceptar, todo por no poder hablar.

    Desde luego, había un pequeño detalle que el dueño no sabía, y ese era que Uvita era perfectamente capaz de hablar, aunque no podía mover los labios. Aun con eso, su voz era dulce y femenina, y le salía de la garganta con fluidez. Sin embargo, no le era posible hablar con el dueño, porque se hubiera asustado, sin duda, y lo que menos quería Uvita era asustar al único ser humano que había sido, de alguna forma, amable y bueno con ella, porque eso habría originado que le echara al bote de basura o que, inclusive, la lanzara a los perros, por creer que estaba poseída por algún demonio. Y si algo no deseaba Uvita era provocar su propia desgracia.

    Los mejores momentos de su vida eran cuando su dueño la bajaba de la repisa y la limpiaba. Ella le miraba, sin mover sus pupilas, tiernamente y muy agradecida: ese era el único afecto verdadero que había tenido hasta el momento. Pero no le era suficiente, puesto que la osita lo que más deseaba era que pasara algún niño o niña por la calle, delante de su vitrina, y que fuera casi a rogarle a su madre que se la comprara.

    Pero eso no había pasado en mucho tiempo, y ya Uvita era una osita ancestral, que había conocido a montones de amigos juguetes, no solamente peluches, sino también soldaditos de plomo, carros a control remoto, muñecos coleccionables, entre otros muchos.

    Una noche, cuando se suponía que el dueño iba a bajar a Uvita para limpiarla, lo que hizo éste fue abrir la vitrina en la que ella estaba y dejar, a su lado izquierdo, a un nuevo amigo, a un osito igual de regordete que ella, pero con la piel dorada y un poco brillante. Tenía una nariz castaña y unos ojos pequeños, color negro. Tenía, tal como Uvita, una adorable sonrisa.

    Después de esto, el dueño se marchó, y Uvita, cabizbaja, empezó a llorar, pero sin derramar lágrimas y sin hacer mucho ruido. Sin embargo, hizo el suficiente como para que el otro osito se diese cuenta.

    – ¿Qué tienes? – Quiso saber el recién llegado.

    – Nada, nada – respondió ella, alejándolo al agitar una de sus manos, sin dedos –. Déjame sola.

    – Pero, ¿por qué? – Preguntó el otro peluche –. Dime, ¿qué te pasa?

    – Que nadie me quiere, eso – dijo Uvita, tristemente, y su voz sonó como si se dispusiera a empezar a llorar.

    – ¡Qué cosas dices! A todos nos quiere alguien.

    – No, a… a mí no.

    – ¿Cómo te llamas?

    – El… el dueño me… me puso Uvita.

    – A ver, voltéate, déjame verte.

    – No, no… no quiero. Vete, hazte para allá.

    El otro osito, pese a todo, se le acercó a Uvita y la contempló. A pesar de que tenía el rostro más triste que se ha visto jamás en un peluche, todavía se veía linda y adorable.

    – No estés triste – le dijo el otro osito, dándole una palmadita a su compañera, con su mano sin dedos –, ya verás que cualquier día de éstos vendrá un niño y le va a decir a su mamá que…

    – ¿Que me compre? – Se adelantó la osita –. Sí, có… cómo no. Eso… eso no es… no es posible.

    – Pero, ¿por qué…?

    – ¡Porque llevo años en esta tienda y por más que vienen y vienen niños, nunca me compran! – Explotó Uvita, dándole un manotazo a su compañero –. ¿Ya, estás contento?

    – ¿De verdad llevas años aquí? – Se interesó el otro.

    – ¡Sí, de verdad! Y ahora, por… por favor, déjame en paz.

    Dichas estas palabras, Uvita se alejó de su compañero y se acurrucó contra la pared de la vitrina, aún llorando, pero sin ensuciarse, debido a que era incapaz de derramar lágrimas.

    El otro osito hubiera dado lo que fuera por consolar a la pobre Uvita, pero sabía que no era sensato acercarse a ella en ese estado, que ya habría oportunidad de que hablaran ella y él. Pero en tanto que ese momento llegaba, él se decidió a dormirse y a olvidarse de todo, al menos hasta el día siguiente.

    Éste estuvo plagado de personas. Desde lo alto de su repisa, los dos ositos veían a la multitud de gente que pasaba de acá para allá, a diferentes horas, y se detenía para ver los juguetes exhibidos. Más de una vez, las miradas de los chiquillos se fueron a aupar hacia la repisa en donde estaban los dos ositos. Uvita, desilusionada y triste, no pensaba que la miraban a ella, sino que más bien veían a su compañero, del cual se enceló terriblemente, y al que no le hablaba, precisamente por sus sentimientos destructivos.

    Pero él no dejaba de intentar, por las noches, hablar con ella. Pese a que ella casi nunca le decía nada, él sabía que era imposible que se quedara sorda, y que debía de escuchar lo que le decía. Ese era el consuelo del otro osito, al que el dueño acabó por llamar Triguito, debido a que su piel tenía el color exacto de ese cereal.

    – Anímate – le pidió Triguito a su compañera –. ¿No te fijaste que desde hace ya una semana una niña viene a diario aquí y se te queda viendo?

    Pero ella contestó triste y secamente, con un nudo en la garganta, y sin mirar a su compañero:

    – Mentiroso.

    – No, no – dijo el otro –. Es verdad.

    – No es cierto – se empeñó ella, quien todavía no podía olvidarse de aquella vez que el dueño se había olvidado de limpiarla y que, en lugar de ello, le dejó a su compañero actual a su lado izquierdo.

    – De veras – insistió Triguito –. Es una muchacha alta, de piel blanca y de pelo rojo. Es muy bonita, y…

    – Ya, ¡déjame en paz! – Gritó Uvita.

    – Sólo quiero animarte.

    – No quiero que me animes. ¡Quiero que me dejes en paz!

    – Pero lo que te dije es verdad. Lleva por lo menos una semana pasando, como a las cuatro de la tarde. Creo que viene de la escuela, o bueno, la mayoría de las veces, porque…

    – ¡Ya, déjame!

    Fue una voz atronadora la que le salió a Uvita por la garganta, que dejó al otro muy desconcertado y asustado. Acabó por desistir esa noche, pero estaba dispuesto a demostrarle que no le había dicho ninguna mentira: esperaba que, al día siguiente, pasara la chica de la que le había hablado. Y si lo hacía, Triguito le iba a tener que indicar a Uvita que volteara hacia donde estaba ella, para que las miradas de ambas fueran a encontrarse. No habría ningún problema en decirle nada porque, al fin y al cabo, los osos de peluche son incapaces de abrir su boca. Existía la posibilidad de que los que estaban en las repisas de abajo le gritaran a Triguito que no hablara delante de los seres humanos, pero era improbable que sucediera, pues todos los otros juguetes que habitaban esa vitrina tenían que abrir la boca para hablar, y su petición latente sería descarada e irónica, digna de un contrasentido ejemplar.

    La chica en cuestión pasó al día siguiente. Era tal cual la describió Triguito, pero hubo detalles que no mencionó, como que era una joven bastante curvilínea, que iba a exudar sensualidad pura. No dijo que tenía una mirada de atrevida ni tampoco que muchos de los transeúntes se le quedaban mirando, conquistados, sin duda, por los encantos superficiales y, a decir verdad, banales que ostentaba la chica.

    Ella, sin embargo, dirigió la mirada hacia la repisa sobre la que estaban colocados los dos ositos. Al notar Triguito que no lo miraba a él, sino a Uvita, dijo:

    – ¡Uvita, rápido! Ésa es la muchacha que te dije.

    – Cállate, tonto – le dijo la osita, en voz baja –: no tenemos que hablar delante de los humanos nunca.

    – Tú sabes que no podemos abrir la boca – dijo Triguito –. Y estamos dentro de la vitrina: ella no puede escucharnos.

    – Por favor, no me molestes – le pidió ella, tristemente, y mirando por la calle a los que pasaban, a todos menos a quien la miraba, a la chica pelirroja, que le veía con ternura.

    – Uvita, mira rápido, por favor – rogó él.

    – ¿No entiendes que no me molestes?

    – Rápido, rápido: te está viendo.

    – Ni porque te lo pido por favor me dejas en paz. Qué ganas me dan de irme de este lugar, para dejarte de…

    – Uvita, no seas…

    – ¡Déjame en paz!

    Triguito, triste, bajo la cabeza. Miró que la chica pelirroja continuaba viendo a su compañera, completamente enternecida, pero también un poco triste, quién sabe por qué razón. Vio exactamente lo mismo al día siguiente, y al siguiente. Y estuvo así, por unas dos semanas, siempre viendo a Uvita, quien miraba a todas partes, menos hacia donde estaba esa chica, viéndole con tanto amor y deseando que fuera su osita.

    Triguito no dejó de insistir, jamás, para que Uvita mirara a la chica, pero ella no le hacía ya mucho caso. De hecho, se empezó a portar todavía más altanera que de costumbre: dejó de hablar y de prestarle atención a todo, no solamente a su necio compañero, sino también a las personas que pasaban por enfrente de la vitrina, al hecho de que el dueño le sacara de la vitrina para sacudirle el polvo, a su propia existencia, a todo.

    El osito no se imaginaba cuándo la muchacha de los cabellos rojos compraría a su compañera. Esperaba que fuera pronto, porque quería ver feliz a Uvita, aun cuando lo fuera al marcharse de allí. De menos hubiera querido Triguito que ella fuera así como él, que llevaba también algún tiempo en la tienda, pero que no por eso pensaba que nunca llegaría un niño o niña que casi suplicara a su madre que lo comprara, o que llegaría algún chico o chica enamorada a comprarlo para ir a dárselo como regalo a su novia o novio.

    Se sintió aterrado y triste cuando, una mañana, dos meses después de haber llegado a la tienda, abrió los ojos y vio que Uvita ya no estaba, y que delante de donde ella solía permanecer de pie, el vidrio de la vitrina estaba roto.

    Con rapidez, corrió hacia el agujero deforme, y vio que, yaciendo en la acera, se encontraba un soldadito de plomo. También vio, con tristeza y horror, que a la mitad de la calle, completamente sucia y destrozada, debido seguramente a las llantas de un camión o un auto, estaba Uvita. Lo más probable era que estuviera muerta ya.

    En las repisas de abajo, ninguno de los juguetes hablaba, pero Triguito estaba más que seguro de que estaban indignados, porque no cabía duda que Uvita se había valido de la dureza del cuerpo del soldadito de plomo para romper el vidrio de la vitrina, y que por allí se había escapado, para ponerle fin a su existencia.

    Menos empezaron a hablar los juguetes debido a que, de repente, un hombre de traje negro fue a arrodillarse delante del soldadito de plomo: se trataba del dueño de la tienda, quien seguramente reconoció que ese juguete pertenecía a su tienda, y quiso averiguar qué hacía tendido en el asfalto.

    Después de tomar el juguete entre sus dedos, el dueño dirigió la mirada hacia la vitrina en donde él sabía que debía estar. Al verla rota, se desesperó y se llevó ambas manos a la boca, completamente asustado.

    Durante los siguientes días, la tienda no abrió, y el dueño retiró de la vitrina todos los otros juguetes. Puso, además, un par de vigilantes nocturnos, para asegurarse de que no le robarían, valiéndose del agujero en la vitrina, la cual tuvo, por el bien del negocio, que ser restaurada.

    Al término de ese tiempo, Triguito seguía siendo el único osito de peluche de la tienda. No duró, sin embargo, demasiado, porque, días después, una muchacha muy linda, de cabellos largos y castaños, piel muy blanca, rostro precioso, pero con facciones un tanto aniñadas, de brazos hermosos, piernas muy delgadas y, completamente parecidas a una deidad, debido a su gran belleza, entró y lo compró. Según dijo, le encantaría a su novio.

    Mientras que el dueño buscaba una bolsa de regalo para la señorita (quien le pidió que fuera verde, por ser el color favorito de su novio), y ella miraba a Triguito, enternecida, entró la muchacha pelirroja que tanto había mirado a la ya difunta Uvita. Al volverse el dueño, ella dijo:

    – Buenas tardes, señor.

    – Buenas tardes, señorita – respondió él, un poco cohibido debido a que la voz de la chica, que era más o menos de la misma edad que la que había comprado a Triguito, era un poco erótica e insinuante.

    – Disculpe – dijo la segunda clienta –. Hace tiempo que pasó por aquí y… y usted tenía a un osito muy bonito en esa vitrina – señaló la que acababa de dejar Triguito –, que era de color blanco y tenía una cinta y un moño morado.

    Al dar su respuesta, el dueño se puso melancólico:

    – Era una osita, señorita: se llamaba Uvita y… y me la robaron hace… hace poco a… a la pobrecita.

    La cara hermosa de la chica pelirroja se puso triste.

    – Yo también me puse así – le dijo el dueño –. Era mi osita favorita. Llevaba ya mucho tiempo en mi tienda. No sé por qué nadie la compraba, si era tan bonita y… y tan linda.

    – Yo la quise comprar desde que la vi – dijo la chica de cabellos rojos –, pero… pero yo no estaba en una buena situación económica y… y pues creí que… que la… que la tendría todavía.

    – Lo siento, en verdad, señorita – dijo el dueño.

    La situación hizo que el dueño, al recordarla, se entristeciera, porque había perdido a su osita favorita. En ese momento, a Triguito no le quedó ninguna duda de que él, el dueño, efectivamente había querido a Uvita, y mucho.

    A la chica de cabellos rojos también aquello la hizo ponerse muy triste. Le dio las gracias al dueño y salió de la tienda. Al osito que iba a ser vendido, aquél que fue su compañero por dos meses, le vino la melancolía y la felicidad, al mismo tiempo.

    Y es que estaba feliz porque la chica que le estaba comprando le iba a regalar a una persona tan querida para ella, y no había ninguna duda de que no le iban a faltar ni cariño ni calor. Sin embargo, estaba melancólico también, y no por él, sino por la difunta Uvita, porque no había logrado esperar un poquito más de tiempo. De haberlo hecho, se hubiera marchado de la vitrina el mismo día que él, y los dos se habrían sentido plenamente dichosos, porque encontrarían un cariño sincero y puro en el regazo de sus dueños.

    Pero si Uvita no fue un poco más paciente fue tanto porque se cansó de la soledad como porque nunca entendió que lo que Triguito siempre le quiso decir fue que siempre existe un roto para un descosido.
     
    #1

Comparte esta página