1. Invitado, ven y descarga gratuitamente el cuarto número de nuestra revista literaria digital "Eco y Latido"

    !!!Te va a encantar, no te la pierdas!!!

    Cerrar notificación

La Pilingada

Tema en 'Prosa: Generales' comenzado por Herbert Luna, 7 de Abril de 2011. Respuestas: 0 | Visitas: 673

  1. Herbert Luna

    Herbert Luna Poeta asiduo al portal

    Se incorporó:
    6 de Agosto de 2006
    Mensajes:
    397
    Me gusta recibidos:
    2
    Al Capitán Terradillos Lagrave. Venezolano.







    Resulta que como Oswaldo, tú y yo nos la pasábamos juntos, y casi siempre era en tu casa, en algún momento tu mamá te llamó y tuvimos que ir contigo: “Alex, anda al abasto y compra medio kilo de costillita de cochino”. Y te lo recalcó, como si desconfiara, porque sabía cómo eras tú: “No te olvides: costillita de co-chi-no. Medio kilo de COS-TI-LLI-TA de CO-CHI-NO. No te vayas a equivocar”.

    Y nos fuimos al abastico azul que estaba en la esquina de la Avenida aquella, justamente al frente de Fe y Alegría, ¿lo recuerdas, donde perdimos el juego de fútbol cuando vestimos el uniforme del Nazaret? Ahí. Pero como éramos jodedores, por andar de broma en broma, llegamos al abasto y ¿Qué tú crees? ¡Pues que se te olvidó que era COSTILLITA de CO-CHI-NO! Oswaldo y yo tampoco te servimos de mucha ayuda. Se nos pasó a todos. Para colmo, aparte de tus orejas de elefante, tú tenías una voz sumamente aguda. Así que cuando entramos al abasto y pediste (duro y agudo) “Medio kilo de costillita”, los empleados se empezaron a burlar: “Aaaay, ¿Quién fue ése?” “Aaaaay, medio kilo de costillita” (te remedaban y hacían gestos de amaneramiento). Tú exigiste que te vendieran medio kilo de costillita. Y yo no sé si por causa de la voz, o si por tus orejas, o si de repetir siempre la palabra “costillita”, pero mi hermano, ¡el dueño la cogió contigo! Y éso nos afectó a Oswaldo y a mí. No nos gustó esa muestra de falta de respeto hacia tu persona. Es cierto que éramos niños, pero no por ello insensibles.

    Lo que más nos ofendía era que el hecho de que quien orquestaba la provocación fuese precisamente el propio dueño del abasto, empeñado en que los tres éramos unos mariquitos llorones. Y te amenazó con su bocota bigotuda: “Mira carajito, te echo a Pilingo. ¡Ese sí te jode!”

    Pilingo era un niño uno o dos años mayor que nosotros. Rubio y de mirada aguda, se veía robusto el hijueputica; y como era echón, metía miedo. En comparación, ¿qué podríamos hacerle tú y yo, flacuchentos que de vaina teníamos sombra? Oswaldo, el gordito, más inteligente del trío, era camorrero de palabras pero no de puños. Y allí teníamos al retador enfrente, quien nos examinaba, guapeado, con sus ojos de mancebo con orgasmos sin eyaculación. Se reía de pura malicia, vacilándonos, acorralándonos y sacándole partido al evidente miedo que nosotros sentíamos. Le parecíamos pendejitos cobardones. Lo que pasa es que nosotros, graduados en jodeduría, jodíamos –ciertamente-, pero no teníamos espíritu patotero ni malparidez de descendencia arrabalera. Éramos muchachitos sanos, interpretados por aquellos elementos de barriada como una asociación de mamitos bobolongos.

    En medio de tanta rechifla, te vendieron el medio kilo de costillita. Pagaste. Y nos largamos de inmediato, pasando por alto la incomodidad de la mortificación. Nos sentíamos aplastados desde el minuto en que pisamos el lugar. Y nos fuimos callados, ametrallados de amenazas, debido a nuestro corazón sin malicia. Llevábamos vergüenza, impotencia y desmoralización. Y también coraje, mucho coraje, heridos en la médula del amor propio, porque no habíamos hecho un carajo y sin embargo, se nos estaba retando a pelear, como si hubiésemos robado un diamante; o como si tu dinero fuese falso; y lo peor: cada uno juzgándose incompetente para medirse con el tal Pilingo.

    Ah!...Y cuando llegamos a tu casa, compañero… ¡tu mamá! Ella se puso brava: “Alex…Te dije que medio kilo de costillita de cochino y trajiste lo que no era”. Y pana… ¡¡Adivina qué!!!! ….Tu mamá te dijo que te regresaras a cambiar éso…¡Coño!! ¿Y qué crees? ¡Que tuvimos que hacerlo, nene! A mí me dieron ganas de mear...de vomitar…de volverme para mi casa...mas no teníamos otra alternativa. Era menester acompañarte. Era lo lógico, puesto que siempre estábamos contigo, para todas partes! Emprendimos, pues, la valiente avanzada, cagados, a sabiendas de que Pilingo iba a querer bronca con cualquiera de nosotros. ¿Y cómo le decías a tu mamá que no era tu deseo volver, para que no te coñacearan a ti (o a nosotros, o a los tres juntos)? ¡No podías decirle! En tal caso, en vez de Pilingo, hubiese sido ella misma la que te hubiese matado a golpes.

    Así que partimos, con sensación a reo llevado a la cámara de gas, o a patriota puesto en el paredón de fusilamiento. Y cómo sería la angustia nuestra, que de tu casa hasta el abasto no eran más de diez minutos a pie, pero duramos hasta el medio día, caminando, ¡¡¡jajajaja!!!! (Bueno…. exagero, tú sabes. Nos demorábamos todo lo que pudimos, debido a la parálisis que nos ocasionó el hecho de volver).

    Y por fin, llegamos.

    Como lo suponíamos, el maldito dueño emprendió el agite: “Pilingo, ¡mira quién llegó otra vez!” Con todo, lo ignoramos. Oídos sordos. Tú dijiste: “Era medio kilo de costillita de cochino”. Y -¡Vaya!- …se empezaron a burlar otra vez de tu voz aguda y a asociar tus orejas con los platillos voladores. Volvió a cobrar vida la mofa, por la palabra "costillita". Te remedaban la tesitura y hacían mímicas, como de niñita hablando. Y el carnicero te anunció: “No te voy a cambiar esa vaina porque éso fue lo que pediste”. Tú insistías… que te cambiaran el medio kilo de costillita por medio kilo de costillita de cochino. Por un lado el hijuesumadre no te quería cambiar de costillita…. Y por otro, el corajudo Pilingo, remedándote en concierto con el dueño, provocándote, inutilmente: “Aaaaaaay!!!! Medio kilo de costillita. Pásamelo pa’cá”. Incluso, nos gritaban una y otra vez: “Bueno, entonces que salga el más pintao. ¿Qué? ¿Tienen culillo? ¡Sí, tienen culillo!” No nos podíamos ir sin el cambio. Estábamos presos, otra vez amedrentados, insultados, irrespetados, mientras el caretrompo del dueño prendía la mecha azuzándote, fastidiosamente: “Mira, mariquito, te hecho a Pilingo. ¡A que te gana!”

    Y nos humillaron tanto, pero tanto, ¡tanto!, que yo, mi hermano… yo sentí de pronto como un calor que me invadió los pies… que paulatinamente me fue prendiendo la arrechera. A mí, al más pajúo de los tres, que según los maestros yo era un santo y que según mi mamá, yo no partía ni un plato… ¡¡a mí se me subió la adrenalina, mi yave (¿te acuerdas?); y me dió por salirle al paso a esa promesa callejera que llamaban Pilingo!! Y no lo pensé dos veces. Me lancé. En la riña me estremecí con uno y otro puñetazo (porque el mojóncito de tigre pegaba duro). Sin embargo, mi furia era tal que asimilé y eché pa’lante. Yo no sé cómo, ni de dónde, pero eché pa'lante. Le dí granel de coñazos limpios al machito, lo revolqué en la tierra que hasta el pelo ensortijado se le alisó y se le blanqueó de tanto comer polvo. Le saqué chichones a su misma silueta y si hubiese tenido más tiempo, habría hecho una pilingada con él (una batida con los huesos de ese cabrón). Le dí y le dí y le dí, hasta que por fin nos separaron. Entre el despachador de carne y el dueño del abasto nos trataron de calmar, porque ya algunas personas que pasaban se detuvieron a ver la pelea y no parecía aquello decoroso, ni un buen testimonio público ni tampoco cívico.

    Después de todo, algo prodigioso emergió del incidente. Ni Pilingo ni nadie se atrevió a burlarse de nuevo. Comentaron los presentes que la pelea disque quedó tabla. Pero ¡por mi madre!, estoy seguro de que yo gané. Quedé jodiíto, okey (y no tanto)… ¡pero gané! Gané y ahora, arrancadas tantas hojas de almanaques y cuando ya no importa, todavía puedo confirmarlo. Yo gané y punto.

    Bueno, te cambiaron la costillita de res por costillita de cochino… y nos fuimos cada cual como con una condecoración de medallas en el pecho, tras una ruda batalla, reivindicados en el honor infantil. A tu mamá le extrañó que nos tardáramos tanto, aunque el regreso había sido casi de vuelo. Y resultó suficiente con que le dieras el medio kilo de costillita de cochino. Ella nos miró con un ojo entrecerrado, al estilo popeye, pero nada preguntó en lo absoluto. Años después, ya adolescentes –cuando tú no estabas-, Pilingo y nosotros nos saludábamos con suma deferencia toda vez que nos veíamos. Si alguno de los dos ganó o perdió, no tuvo relevancia para el Puerto de entonces, pero al menos para mí, tal suceso subrayó todavía más una verdad en lo más profundo de mi alma: el respeto a veces se tiene que imponer a punta de golpes..

    Y cuando la fiebre del fútbol transtornó al Puerto, Pilingo y nosotros formábamos parte del mismo equipo, en las caimaneras. Desde entonces, cada vez que me vuelvo niño y se revive este cuadro en mi mente, le doy vueltas y vueltas y me voy convenciendo más y más de que ¡yo gané! Viéndolo bien, era imposible que perdiera. ¿No nos habíamos fogueado en el monte, resistiendo y haciendo correr a los otros hijueputicas, a los petulantes gringuitos, la descendencia rubita de los explotadores de la siderúrgica? ¡Qué pendejos nosotros! Éramos unos tremendos gallos de pelea… ¡y no lo sabíamos!
     
    #1
    Última modificación: 14 de Abril de 2011

Comparte esta página