La plaza del alma

Desde que tenía memoria, Tomás había corrido por los senderos de esa plaza. Aprendió a andar en bicicleta bajo la sombra del viejo roble, jugó a las escondidas entre los arbustos y se enamoró por primera vez sentado en aquella banca de hierro que aún resistía al tiempo.

Los años pasaron. Los amigos se fueron. La vida cambió. Pero la plaza… la plaza siempre estuvo allí. Fue su refugio, su brújula, su hogar sin paredes.

Ya de mayor, Tomás cuidaba del jardín como quien protege un pedazo de su historia. Regaba las flores cada mañana, recogía hojas, saludaba a los niños y compartía historias con quienes se detenían a escuchar. La plaza no era solo tierra: era el lugar donde sus raíces más profundas habían crecido.

Hasta que un día llegaron unos hombres con trajes y planos. Querían levantar allí una empresa. “Es progreso”, dijeron. Pero para Tomás, era como ver arrancadas de cuajo todas sus memorias.

No se rindió. Reunió firmas, tocó puertas, alzó la voz. “No destruyan lo que nos sostiene. Esta plaza es el alma del barrio, donde cada árbol guarda una historia, donde cada rincón ha visto crecer generaciones.”

Y muchos lo comprendieron. Porque esas raíces no eran solo suyas. Cada vecino tenía una infancia, una lágrima, un recuerdo plantado allí.

Puede que el mundo quiera avanzar, pero sin raíces, nada florece. Tomás lo supo siempre: hay lugares que no se olvidan, porque nos recuerdan quiénes somos.