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La quinta noche

Tema en 'Relatos extensos (novelas...)' comenzado por Cris Cam, 24 de Febrero de 2019. Respuestas: 0 | Visitas: 584

  1. Cris Cam

    Cris Cam Poeta adicto al portal

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    La quinta noche

    “En la quinta noche y más allá del alba, en la octava cuerda, la más cercana a mis dedos”
    Rosa Buk



    Cayó desde un auto en movimiento. Estaba tan distraído que no pude ver si había sido arrojado o perdido. Estaba alago confundido. ¿Quién podría arrojar una cosa tan bella, que aún golpeando contra los adoquines no se rompió, rajó, ni rayó? ¿Quién tan tonto como para perderlo?.

    Lo levanté con algo de miedo. Parecía una estatuita pero no podía saber lo que era. Un hombre, una mujer encinta, una de esas figuras raras que salen por la tele, todo podía ser. Pero no estaba en ningún lugar raro de esos que la Yoli, mira por la tele, sino bajo este oscuro puente de José León Suarez. Le pedí al bolita Ismael un papel de manzana. La envolví. Le compré al gordo Matías una lupa de dos pesos. Por suerte me regaló una bolsita para guardar todo.

    En casa no me pude resistir, y por unas ganas raras que me vinieron, la volví a arrojar contra el piso del patio. Mala suerte, rebotó, le pegó a la maceta de malvones y la partió en dos. Sería otro motivo de discusión con la Yoli. ¿Sería mucho darle con una maza? ¿Y para qué?. No tenía maza. Le di tres veces con una barreta y lo único que pasó es que se partió una baldosa. Una cosa me quedó clara: no era mármol. No, esa cosa, esa forma bella pero extraña, de veteados rosas, azules y verdes, era de un material que yo no conocía. Bueno, hay tantas cosas que yo no conozco, me dije. Saqué la lupa de acrílico, (que turro este Matías, de cristal me dijo que era)... en la base, escrito en letras muy pequeñas pero en perfecto castellano: “En la quinta noche y más allá del alba, en la octava cuerda, la más cercana a mis dedos”... bueno, eso de perfecto castellano, estaba por verse, ¿qué carajo querría decir?

    La Yoli llegó como siempre. Me miró. Se metió al baño, al rato salió, fue a regar las plantas, escuché su grito de protesta. Ni preguntó. Sabía, por sólo suponer, que había sido yo.

    – ¿Tenias que romper justo la maceta que me regalo Adriana? Me dijo, con aire de fiscal de distrito. Como en la tele, porque acá ni abogados tienen los pobres.

    – Fue sin querer. Le dije. Mientras trataba de pensar en la misteriosa frase.

    – Siempre... hacés las cosas sin querer.

    Se fue a tomar mate sola bajo la sombra de la glicina. Yo sabía que tenía razón. Pero su enojo era excesivo. Cada día sus enojos eran cada vez más excesivos. Me sentía medio mal, no quería pedirle perdón, pero no quería verla enojada. Cuando se enojaba se le hacía una arruga en la frente.



    – ¿Me querés? Le pregunté, de la forma más dulce posible.

    – Sí, sabés que te quiero, ¿para qué lo preguntás?

    – No, por nada. De todas formas, un día te vas a ir.

    – Sí. Algún día voy a encontrar al amor de mi vida y me voy a ir.

    – Sí, ya lo sé, pero te necesito.

    – No. Vos no me necesitás, mejor dicho, no deberías necesitarme, eso me hace las cosas más difíciles. Esas palabras suenan a egoísmo.

    – Perdoname. Tenés razón...

    La arruga de enojo de la frente se había convertido en una lágrima. De pronto alzó la vista, me sonrío y pasó un mate. Sabía que era mucho más inteligente que yo, cosa que a ella le molestaba mucho que se lo dijera. Nunca supe el porqué de la furia, cuando alguien se lo decía. Dejé de esconder la “cosa” tras la cintura, se la mostré y le hice una pregunta sencilla.

    – ¿Qué opinás? ¿Qué te parece que sea? El material al menos es más duro que tu maceta. Vos tenés mejor vista, fijate la inscripción de la base. Algo me gusta de esta cosa y no sé que es.

    La Yoli, la sopesa en su palma, apoya el mate en el piso, me mira torciendo el cuello sin levantarse del tronco, suspira, respira para decirme.


    – ¿Adónde anduviste? Me preguntó.

    – Estuve vendiendo pilas en el tren.

    – Sabés que no quiero que hagas eso.

    – Pero no está mal, hace falta la plata y acá me aburro.

    – No me gusta que andes así, entre esa gente... no toda es la buena gente que vos crees... no estarías así si hubieras tenido un poco de incredulidad en la gente. Estaría más tranquila si te hicieras de amigos.

    – Me gustan más los desconocidos, esos que nunca hacen preguntas que no sé contestar.

    Bajó la vista al piso como siguiendo el rastro de la hormiga que luchaba con esa hojita, se sirvió un mate lavado, como haciendo tiempo, y me pregunta:


    – ¿Estás seguro que no sabés porque te fascina?

    – No. No sé. Sólo sé que esta cosa es de un material que no conozco, ¿vos sí? Es como si ya la hubiera visto antes.

    Me mira. Me mete el dedo por el agujero del pantalón, tira casi con la intención de agrandarlo, de romperlo. Se le volvió a hacer la arruga en la frente. La única arruga en su cara.

    – ¡Maldita F-100!

    Siempre dice lo mismo. Cosas que no entiendo. Pero ella dice que en realidad no las recuerdo. Ella guarda muchos diplomas y algunas medallas, que dice que son míos, que escribí 50 libros, miles de esa cosas de nombre raro, peipers creo que dijo, en revistas de nombres más raros todavía, porque si yo lo hice en esos idiomas ahora no los puedo leer, que apenas leo las Patoruzú que ella me compra, porque dice que quizá algo se mueva en mí y regrese. Pero yo le digo que no me fui a ningún lado. Yo no recuerdo ninguna Universidad, ningún viaje a Alaska, Mauritania, Machu Pichu, ni la Sorbona de París, que ella me cuenta. Sólo la mañana que me desperté en ese hospital y ella sosteniéndome la mano. Ella sí que recuerda su Universidad, pronto será Historiadora. Ella me enseñó, o como ella dice, me volvió a enseñar a hablar, comer, caminar, leer, a escribir, como yo hice, según dice, con ella cuando era chiquita; pero parece que no es lo mismo a los 2, 4 o 6, que a los 50. Ella se molesta con mis torpezas pero me quiere mucho. Doña María, la dueña de la casa, dice que sólo lo hace por mi pensión vitalicia, me gustaría saber a qué se refiere.

    Dejé de ver sus hermosos ojos celestes y su cabello moreno, fresco y enrulado. Iguales, dice doña María, a los de madre, que parece fue mi esposa, pero yo no me acuerdo: Aunque sé pocas cosas, sé que una vez dejará de estar enojada con la vida, se enamorará como ella se lo merece y me quedaré solo en esta casa a cuidar el jardín.

    Esas cuatro noches de coma, dice, han hecho del pasado un olvido. No entiendo las palabras de Yoli, dice que morí 7 veces, entonces debo ser un gato. La Yoli dice que es raro no saber del pasado, yo no puedo contestarle nada, mi pasado son estos cinco años. Sin embargo algunas cosas no tuve que aprenderlas, cosas que no son del instinto. Sé cómo tomar un vaso, cortar con un cuchillo, los colores del semáforo, el nudo de la corbata, hacer pis en el baño y hablar con los chinitos del supermercado.

    No sé cuánto tiempo hacía que la Yoli me estaba hablando, insistiéndome con el mate. Lo agarré y ella se puso a examinar la estatuilla tibetana, porque para ella era eso.

    – Lástima que no tenemos un mango. Me dijo.

    Continuó en un monólogo que pretendía ser diálogo.

    – Esta es una pieza que estuviste buscando durante años, alguien te la acaba de regalar, pero ese alguien o es muy cruel, o muy bondadoso, o alguien que tiene que ver con el accidente o alguien que lo sabe pero teme. Alguien que sabe que todo se perdió hasta la próxima noche, pero, ¿quien sabe si lo lamenta o lo disfruta?

    La Yoli tiene esa forma de hablar. Seguro que, como me dijo doña María, lo habrá aprendido en su Universidad.

    Me volvió a mirar y me dijo:

    – Tu vida y tu muerte están atadas a esta estatuilla. Yo ya no puedo hacer más. Entraste al laberinto pero te olvidaste del ovillo. Estoy muy triste por vos, pero no sabés cuanto te quiero.

    Me agarró la cara entre sus manos. Me dio un beso grandote en cada mejilla. Me abrazó. Me meció mientras me cantaba una canción de cuna, que dice yo le cantaba. Me soltó. No dejaba de llorar. Entonces puso la estatuilla en mis manos, colocó una a una las puntas de mis dedos sobre cada mancha y cada huequito.

    – Ahora, sin soltarla, girá las palmas hacia vos y lee en vos alta lo que dice.

    Me puse nervioso y la lengua me patinaba más que de costumbre, pero por fin la pronuncié bien:

    – “En la quinta noche y más allá del alba, en la octava cuerda, la más cercana a mis dedos”

    Fue como penetrar en un huracán de luces y sentidos, placeres y dolores. Dejar de sentir mis pies, las lágrimas en los ojos de Yoli. Reconocí en un segundo todas las piezas de la sopa de letras.

    Sí, me estaba muriendo. Se cambiaron los tiempos. Lo que parecía ayer es hoy. El presente de pronto un mañana. Este era el último puente, como aquel primer puente de cuerda entre los abismos del Himalaya, que crucé con la primera de las estatuillas, pero esta vez era de regreso. Hay hombres que no conocen sus destinos.

    Me quedé con las ganas de otro abrazo de la Yoli.
     
    #1

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