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La sandía

Tema en 'Prosa: Melancólicos' comenzado por Pessoa, 12 de Septiembre de 2019. Respuestas: 2 | Visitas: 1161

  1. Pessoa

    Pessoa Moderador Foros Surrealistas. Miembro del Equipo Moderadores

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    El paseante, distraído, contemplaba los óleos y acuarelas que, colgados con cierta anarquía, se exhibían en aquella exposición. Era una de las varias que durante la temporada estival animaba la mínima vida cultural de aquel pueblo de la costa. Pero a él le gustaba la pintura y, cuando tenía ocasión, se sumergía en estos mundos de formas y colores que tanto admiraba y excitaban su imaginación. Si él se hubiese atrevido… cuantas veces le dijeron: “Tienes muy buena mano para el dibujo. Podrías ponerte a pintar...” Pero nunca creyó en sí mismo.

    Un cuadro le llamó poderosamente la atención: de dibujo tosco ofrecía, en cambio, un cromatismo rico, un poco naïf tal vez. Representaba un conjunto de sandías. Inmediatamente un estremecimiento interior, como una débil descarga eléctrica, le llevó a algún momento de su infancia; a aquella pequeña cuidad en la que transcurrieron, plácidos, monótonos, aburridos aquellos ya lejanos años de iniciación a la vida; a una tarde de verano, tórrida; a una habitación de confortable penumbra que, a pesar de todo, no lograba evitar el sofocante calor de aquellas horas de la canícula.

    Era la hora de la obligada siesta, en la que la ciudad se sumía en un silencio denso, casi sagrado. Afuera, en la calle, las paredes recién encaladas de las casas despedían un fuego blanco, cegador, que la hacía inhabitable. Bajo el cielo de deslumbrante azul, apenas un cernícalo esperaba paciente, inmóvil, escrutando tejados y azoteas, la aparición de alguna lagartija que buscase el reconfortante calor para animar su fría sangre y sobre la que caería en velocísimo picado, cumpliendo las inexorables leyes de la naturaleza.

    De repente, rompiendo el sacrosanto silencio, una metálica voz de hombre, amortiguada por la atmósfera caliginosa, anunció: “¡Sandííías y melooones! ¡A raja y cala! Vengan, mujeres, los llevo gordos y dulces...!” Era el melonero, la recurrente figura que formaba parte del decorado estival. Arrastrando del ronzal a un pequeño asno cargado con unas enormes angarillas rebosantes de los veraniegos frutos, anunciaba a voz en grito su producto, aguantando ambos, el asno y él, aquel calor insoportable, que solo la apremiante necesidad de llevar algunas monedas a casa le permitía y obligaba a sobrellevar.

    El melonero. La promesa de las rojas sandías, que ofrecían su tentadora pulpa a través del sabio corte que el labrador les infligía para que las mujeres comprobasen la calidad del fruto; del dulcísimo melón, cultivado a pleno sol sobre la tierra reseca, lo que hacía que sus azúcares fuesen los más deleitosos y refrescantes, pruébelos, buena mujer, tenga esta calita; y con su navaja cabritera extraía del panzudo fruto una pequeña pirámide, que ofrecía, con su pícara sonrisa, a la posible compradora.

    El muchacho, espabilado por las voces del vendedor, llamó a su madre, a quien suponía en la habitación vecina repasando la ropa blanca, zurciendo con primor las camisas desgastadas del padre, o los “tomates” de los calcetines que él habría de llevar al colegio. “Madre, compra una sandía para esta noche, que hoy vuelve padre y sabes cómo le gustan.” El padre, viajante de comercio en la más humilde acepción de aquel oficio, pasaba las semanas fuera de casa, recorriendo los dispersos y lejanos pueblos de la comarca, tratando de vender, en aquel mercado ramplón y miserable, los elementales productos de alimentación que representaba: patatas, arroz, garbanzos y hasta conservas de sardinas y salazones. Recorría kilómetros y kilómetros con todos los medios de transporte disponibles: en mulo, en carro, en rústicas tartanas o, cuando había suerte, en algún destartalado autobús de línea que, por entonces, empezaban a circular. Jornadas agotadoras, infructuosas muchas veces, de las que volvía siempre con la sonrisa en los labios, la mirada brillante y el ánimo feliz por volver al hogar que con tanto esfuerzo estaba sacando adelante.

    Esta noche volvía el padre y el muchacho quería, disimulando su propio deseo, que su madre le ofreciese una suculenta sandía, fresquita, que lo reconfortase de aquellos días viajeros. Para aquel humilde Ulises, su hijo quería que el tapiz que tejiese aquella rural Penélope que era su madre, fuese una roja sandía, ofrecida en gruesas y jugosas tajadas, con sus negras incrustaciones que, como brillantes ópalos u obsidianas, eran las pepitas. Al padre le divertía proyectarlas sobre el chiquillo desde los bigotes amarillentos de tabaco.

    La madre, con voz apagada (puede que estuviese llorando, como tantas veces; la pobreza es lo que tiene) contestó desde el otro lado del tabique: “Anda, calla y sigue durmiendo, que aún no es hora de levantarse.” La tarde seguía con su luminosa lluvia de sol tórrido. Pronto el piar de los vencejos anunciaría el final de lo que Azorín llamó “la hora del silencio” y la ciudad reanudaría sus rutinas, sus monotonías de empleados y beatas, su lento morir en medio de la llanura calcinada. Marchó el melonero y la madre, estoicamente, siguió con su labor y su silencio. La sandía para el padre tendría que esperar.

    Él, el chiquillo, podría bajar a la calle, con los demás muchachos desharrapados de la vecindad, a merendar “pan y mocos” sentados en las escalerillas de la ermita abandonada; él, además merendaría la tristeza de no haber conseguido la sandía para… su padre. Pero al final de la tarde, cuando ya el calor se apiadaba de las buenas gentes, apareció éste tras el recodo de la plazoleta, cansado, arrastrando casi el pesado maletón de las muestras comerciales, iluminado su rostro ajado y sin afeitar por una clara sonrisa: “Mira, Miguelón, mira que traigo”. Una hermosa esfera verde, la sandia más enorme que jamás había visto, abarcada a duras penas entre los brazos del padre y que fue en aquel momento la admiración de la chiquillería. “Mira, hijo; me la han regalado mis amigos de Z. Pesa ...¡una arroba! Verás que contenta se pone madre...!”



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    Ilust.: “Sandía.” Rufino Tamayo.
     
    #1
    Última modificación: 16 de Septiembre de 2019
    A Martín Renán le gusta esto.
  2. Martín Renán

    Martín Renán Poeta adicto al portal

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    Excelente narración. Un gusto el final.

    saludos
     
    #2
  3. Pessoa

    Pessoa Moderador Foros Surrealistas. Miembro del Equipo Moderadores

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    Muchas gracias, Martín, estimado compañero por tu apreciación de este relato. A veces la melancolía de los tiempos pasado aflora y hace felices aquellos recuerdos que, en su día, fueron hechos dolorosos. Un abrazo, amigo mío.
    miguel
     
    #3
    Última modificación: 16 de Septiembre de 2019

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