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La sandía

Tema en 'Prosa: Melancólicos' comenzado por Pessoa, 14 de Agosto de 2020. Respuestas: 3 | Visitas: 319

  1. Pessoa

    Pessoa Moderador Foros Surrealistas. Miembro del Equipo Moderadores

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    LA SANDÍA.

    El paseante, distraído, contemplaba los óleos y acuarelas que, colgados con cierta anarquía, se exhibían en aquella exposición. Era una de las varias que durante la temporada estival animaba la mínima vida cultural de ese pueblo de la costa. Pero a él le gustaba la pintura y, cuando tenía ocasión, se sumergía en estos mundos de formas y colores que tanto excitaban su imaginación. Si él se hubiese atrevido... Un cuadro le llamó poderosamente la atención: de dibujo tosco ofrecía, en cambio, un cromatismo rico, un poco naïf tal vez. Representaba un conjunto de sandías. Inmediatamente un campanilleo interior le llevó a algún momento de su infancia; a aquella pequeña cuidad en la que transcurrió; a una tarde de verano, tórrida; a una habitación de confortable penumbra que, a pesar de todo, no lograba evitar la sofocante calorina de aquellas horas de la canícula.

    Era la hora de la obligada siesta, en la que la ciudad se sumía en un silencio denso, casi sagrado. Afuera, en la calle, las paredes recién encaladas de las casas despedían un fuego blanco, cegador, que la hacía inhabitable. Bajo el cielo de deslumbrante azul, apenas un cernícalo esperaba paciente, inmóvil, escrutando tejados y azoteas, la aparición de alguna lagartija que buscase el reconfortante calor para animar su fría sangre y sobre la que caería en velocísimo picado, cumpliendo las inexorables normas de la naturaleza.

    De repente, rompiendo el sacrosanto silencio, una voz de hombre, amortiguada por la atmósfera caliginosa, anunció: “¡Sandííías y melooones! ¡A raja y cala! Vengan, mujeres, los llevo gordos y dulces...!” Era el melonero. Arrastrando del ronzal a un pequeño asno cargado con unas enormes angarillas rebosantes de los veraniegos frutos, anunciaba a voz en grito su producto, aguantando ambos, el asno y él, aquel calor insoportable, que solo la apremiante necesidad de llevar algunas monedas a casa le permitía y obligaba a sobrellevar.

    El melonero. La promesa de las rojas sandías, que ofrecían su tentadora pulpa a través del sabio corte que el labrador les infligía para que las mujeres comprobasen la calidad del fruto; del dulcísimo melón, cultivado a pleno sol sobre la tierra reseca, lo que hacía que sus azúcares fuesen los más deleitosos y refrescantes, pruébelos, buena mujer, tenga esta calita; y con su navaja cabritera extraía del panzudo fruto una pequeña pirámide, que ofrecía, con su pícara sonrisa, a la compradora.

    El muchacho, espabilado por las voces del vendedor, llamó a su madre, a quien suponía en la habitación vecina repasando la ropa blanca, zurciendo con primor las camisas desgastadas del padre, o los “tomates” de los calcetines que él habría de llevar al colegio. “Madre, compra una sandía para esta noche, que hoy vuelve padre y sabes cómo le gustan.” El padre, viajante de comercio en la más humilde acepción de aquel oficio, pasaba las semanas fuera de casa, recorriendo los dispersos y lejanos pueblos de la comarca, tratando de vender, en aquel mercado ramplón y miserable, los productos elementales de alimentación que representaba: patatas, arroz, garbanzos y hasta conservas de sardinas y salazones. Recorría kilómetros y kilómetros con todos los medios de transporte disponibles: en mulo, en carro, en rústicas tartanas o, cuando había suerte, en algún destartalado autobús de línea que, por entonces, empezaban a circular. Jornadas agotadoras, infructuosas muchas veces, de las que volvía siempre con la sonrisa en los labios, la mirada brillante y el ánimo feliz por volver al hogar que con tanto esfuerzo estaba sacando adelante.

    Esta noche volvía el padre y el muchacho quería, disimulando su propio deseo, que su madre le ofreciese una suculenta sandía, fresquita, que lo reconfortase de aquellos días viajeros. Para aquel humilde Ulises, su hijo quería que el tapiz que tejiese Penélope fuese una roja sandía, ofrecida en gruesas y jugosas tajadas, con sus negras incrustaciones que, como brillantes ópalos u obsidianas, eran las pepitas. Al padre le divertía proyectarlas sobre el chiquillo desde los bigotes amarillentos de tabaco.

    La madre, con voz apagada (puede que estuviese llorando, como tantas veces; la pobreza es lo que tiene) contestó desde el otro lado del tabique: “Anda, calla y sigue durmiendo, que aún no es hora de levantarse.” La tarde seguía con su lluvia de sol tórrido. Pronto el piar de los vencejos anunciaría el final de lo que Azorín llamó “la hora del silencio” y la ciudad reanudaría sus rutinas, sus monotonías de empleados y beatas, su lento morir en medio de la llanura calcinada.

    Él, el chiquillo, podría bajar a la calle, con los demás muchachos desharrapados de la vecindad, a merendar “pan y mocos” sentados en las escalerillas de la ermita abandonada. Y al final de la tarde, cuando ya el calor se apiadase de las buenas gentes, el padre, feliz y sonriente, aparecería por el recodo de la plazoleta. “Mira, Miguelón, mira que traigo”. Una hermosa esfera verde, la más enorme que jamás había visto, abarcada apenas entre los brazos del padre fue en aquel momento la admiración de la chiquillería. “Mira, hijo; me la han regalado mis amigos de H. Pesa ...¡una arroba! Verás que contenta se pone madre...!”



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    Ilust.: “Sandías”. Rufino Tamayo. 1969
     
    #1
    A NUBE ATARDECER y Sasha. les gusta esto.
  2. Sasha.

    Sasha. Poeta que considera el portal su segunda casa

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    lo invisible, hablando desde los adentros.

    ha sido gusto leerte, como siempre.
    saludos poeta.
     
    #2
  3. NUBE ATARDECER

    NUBE ATARDECER Poeta que considera el portal su segunda casa

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    Muy entretenido!!

    Saludos
     
    #3
  4. Guadalupe Cisneros-Villa

    Guadalupe Cisneros-Villa Dallas, Texas y Monterrey NL México

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    Sabes AMADO poeta hace algúnos años estuvé en Ciudad Obrégon, Sonora. Hace tanto pero tanto calor ahí que todo se cierra entre las 13-15 hrs. Nada está abierto y ni se puede salir afuera. Tu hermoso relato especialmente esta línea me lo recordó.

    Abrazos de colores en la distancia, me gusta mucho leerte.
     
    #4

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