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La tribu.

Tema en 'Prosa: Generales' comenzado por Eloy Ayer, 18 de Junio de 2023. Respuestas: 0 | Visitas: 284

  1. Eloy Ayer

    Eloy Ayer Poeta asiduo al portal

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    Hombre
    La tribu -

    Un grupo de hombres primitivos salía de una arboleda, era una familia de seis o siete individuos que venían del río con el cuerpo vestido por gruesas pieles de animales, los mayores arrastraban de la mano a los más jóvenes que caminaban felices a su lado; toda la pradera estaba cubierta de pequeñas flores blancas y amarillas.
    La pequeña tribu ascendió por el sendero de la ribera que, tras pasar unos promontorios erosionados por el viento, les condujo hasta una cueva. El lugar estaba formado por un enorme saliente de rocas suspendido en la vertiente del río, con unos grandes orificios que imponían su presencia en el valle. Cuando llegaron a la entrada uno de los hombres levantó el brazo y enseñó unas cuantas piezas de caza al resto de la tribu. Los más pequeños se desprendieron de las rudas manos que les asían y corrieron a reunirse con otros niños que jugaban por los rincones.
    Era el amanecer de un día de primavera, los finos rayos del sol se extendían lineales y perfectos por la meseta, la luz chocaba contra los peñascos y hacía arder los calveros que miraban hacia el río.
    En las primeras horas de la mañana la tribu se desperezaba, los hombres y las mujeres abandonaban los lechos de pieles y paja del fondo de la cueva y descendían hacia el valle.
    Antes del mediodía el grupo de los hombres más curtidos se dispusieron a ir de caza, llevaban azagayas y armas de piedra y se pararon cerca de la cueva para comentar la forma y el lugar de la cacería. Un poco más tarde el grupo desaparecía por el ribazo, por los senderos que iban hacia el norte y llegaban a las arboledas de pinos y encinas donde aparecían los primeros animales y solían preparar las trampas.
    En el paraíso todas las cosas guardaban un orden perfecto, simple e inexorable, el trajín doméstico, la primavera, el amor de las flores, la existencia de otras tribus más allá de los altos promontorios que formaban el horizonte…
    Por la mañana el resto de la tribu quedaba esparcida en torno a la cueva, en el amplio espacio
    de la salida, debajo del techo rocoso, un grupo de mujeres fabricaba harina sobre unas piedras circulares puestas en el suelo; abajo, en la pradera, un pastor cuidaba de una piara de cerdos y había otros hombres que lavaban pieles en la corriente y las ponían a secar extendidas en el césped o colgadas en caballetes.
    A la puesta del sol volvieron los cazadores, dos de los más fornidos del grupo llevaban unas parihuelas con un jabalí que iba dejando un reguero de sangre por el sendero. Cerca ya de la cueva acudieron otros hombres para ayudarles con la caza.
    Más tarde la tribu se recogió alrededor de las grandes oquedades de roca, se oía lejano el canto de los búhos entre los árboles, la luz del día se retiraba hacia el oeste y el sol llegaba a acostarse en los manantiales donde nacía el río. La última hora de la tarde pasaba silenciosa por la meseta, los colores amarillos y azules jugaban con la tenue brisa del norte que ponía una nota de frío en el ambiente.
    Uno de los días siguientes, en un paraje lejos de la cueva, había una pareja de jóvenes que se hacían el amor en una arboleda. Sus juegos amorosos se mezclaban con el movimiento de las hojas en el viento y los altos matojos de hierba. En unos momentos desaparecían y volvían a jugar, después, uno de ellos, el varón, corrió a la pradera y estuvo cogiendo flores cerca del río para llevarlas donde estaba su amada. Cuando terminaron se dispusieron a regresar con el resto de la tribu, recorrieron el sendero entre los bosques de árboles y llegaron al pequeño valle de la cueva.
    El reino animal descansaba, descansaba la mañana en los alrededores del río, los lirios y pequeños arbustos de la orilla miraban la corriente silenciosa y creaban el futuro entre los remolinos y burbujas del agua.
    Una tarde, por los senderos del sur, llegó un grupo de extranjeros de lejanas tierras envueltos en un aura gris que levantaban una pequeña polvareda a su paso. Al acercarse, pasaron las señales de piedra y esperaron en el camino. Poco después fueron hacia el valle donde estaba la tribu.
    A una prudente distancia hicieron señas con los brazos y al verles, quienes había en la pradera, fueron a su encuentro. Estuvieron hablando en un primitivo idioma parecido al suyo y, a continuación, caminaron por la senda paralela al río. Cuando se dispusieron a cruzar, lo hicieron sobre unas hileras de piedras que hacían las veces de puente, pues la corriente no era muy profunda debido a la proximidad del manantial. Una vez al otro lado llegaron más hombres y todos se quedaron hablando en la explanada cerca del río. Allá en lo alto aparecían los negros agujeros de la cueva contrastados en el cielo de fuerte color azul.
    Estuvieron hablando durante un rato, parece que la gente del sur buscaba un lugar donde asentarse. Algunos del valle se retiraron con su jefe del resto del grupo y señalaron hacia el este, hacia los senderos que remontaban las colinas del valle.
    Poco después los forasteros se alejaban sonriendo, mientras caminaban sobre el césped de la pradera, y acaso tendrían que volver a cruzar la corriente, sus cuerpos desaparecidos ya en la luz y el color de la mañana.
    Otro de aquellos días volvieron los dos jóvenes amantes a verse en la arboleda, su amor era algo salvaje que no le pedía permiso ni al viento ni a los árboles y escondido del resto de la gente de la tribu. Ellos continuaron su juego amoroso lejos del mundo gregario de la cueva, se regalaban las flores y la risa, el tiempo era pequeño y la tarde volaba con los pájaros hasta las ramas que mecían sus hojas allá en lo alto. Ellos se iban cuando se iba la luz, cuando las primeras sombras dibujaban fantasmas de las cosas y el sol desparecía en el horizonte.
    En la cueva, las lechuzas vigilaban el espacio entre los bosques del río y los altos roquedales, dentro descansaba la tribu, la multitud de las estrellas, en el cielo, dibujaban el confín de los sueños, los sonidos de la noche, el interludio del canto de los grillos, todo el valle dormía quieto y pegado a la tierra.
    Por la mañana un grupo de mujeres bajó al valle en busca de agua, llevaban recipientes de arcilla a la cintura e iban en fila india por el sendero. La figura de una de ellas se destacaba del resto, era una mujer de fuerte complexión y gestos amables con unos grandes ojos azules que tenía cierto carisma sobre las demás. Todos la llamaban la Madre de la tribu.
    Un poco más tarde, el mismo grupo volvía del río con los recipientes llenos, recorrió el sinuoso sendero y desapareció en las grandes oquedades de roca.
    Pasó el tiempo, sucedió el ciclo de los astros, la vida simple de la tribu, la inteligente armonía de la naturaleza, el mundo de los hombres cerca del vientre genuino de la tierra, el misterio, la riqueza de todo eso que manejaban sus manos, la luna vibrante que miraba hacia el futuro, que recogía el oro para esparramarlo en esas formas arcaicas, porque todo estaba escrito en las estrellas y en el tronco de los árboles, todo cifraba su mensaje en el tiempo de luz.
    Con las primeras sombras, el grupo de cazadores regresaba de los bosques del norte. En una de esas ocasiones el joven amante de la arboleda venía junto a al resto de los hombres con las pieles y utensilios de caza, al acercarse al valle dejó el grupo y fue hacia el río con intención de llenar su calabaza de agua. Pero cuando salía a la pradera, entre los árboles del bosque, sorprendió a su amada con otro de los muchachos de la tribu a quién reconoció por la lucha y rivalidad entre ellos. Después, lanzó la calabaza entre las rocas y, a grandes pasos, regresó junto a los cazadores.
    Los días siguientes la luz del valle transcurrió con un color especial de tonalidades cobrizas y grises, el aire que formaba masas alrededor de los altos álamos, las aves del cielo que también se dieron cuenta, el oscuro plumaje producto de reflejos escondidos y despiertos de golpe, los habitantes del valle animales o vegetales todos avisados, porque las mañanas ya no nacen del sol ni del rocío de los campos, porque la vieja corriente del río sólo escucha la voz de las culebras, porque toda la inmensa explanada de hierba perdió la luz, menguada presencia de tonos oscuros y, después de todo, el silencio y el vacío del alma, engañado amor, que tocas el fin de las cosas, que velas en el principio, el principio de las mismas, la vida de los hombres de la tribu que supo de mínimo e incipiente peligro.
    Las cosas cambiaron a partir de entonces, los encuentros de los dos jóvenes amantes dejaron de sucederse, el joven salía todos los días con la partida de cazadores quizás para saciar la rabia o para alejar de sí el rostro burlón de los amigos y la gente de la tribu, pero a pesar de todo ello no consiguió olvidar, alejar de su cabeza la sombra junto al río cuando fuera a llenar la calabaza de agua.
    Pero la muerte es un perro que tiene la presa de antemano. Uno de aquellos días el engañado amante salió decidido de la cueva y, disimulando ir de caza, cogió los senderos que bajaban junto a la corriente, miró con tristeza la explanada de hierba, el quehacer de la tribu, la luz apagada de la mañana y después dio la vuelta con intención de cruzar los bosques de álamos para llegar al lugar del río donde sabía que el otro muchacho ponía las trampas.
    Al llegar, vio desde lejos a su enemigo que venía por el sendero y tras una breve lucha le tiró al suelo y la eficaz arma de piedra terminó con él. Llevó el cuerpo dentro de la maleza y lo enterró en el barro y las hojas del bosque.
    Dejó a toda prisa el lugar y regresó por el sendero, una bocanada de aire llegó a sus pulmones cuando salió a la pradera, caminaba erguido con tics de gallo triunfante al andar, la rabia saciada del crimen y como no quería volver atrás se iba humillando ante las cosas y desviaba la mirada al cruzarse con los hombres de la tribu.
    Por la tarde la cueva era un lugar tranquilo, la gente entraba y salía o se congregaba en los orificios naturales que formaban una especie de esferas o de ollas allá en lo alto. En el ocaso, la luz iba disminuyendo en el valle, los colores del campo terminaban en una pátina brillante antes del azul diáfano del cielo y el sol que se ponía en el horizonte.
    Aquella tarde cuando los demás desaparecieron hacia el interior quedó un grupo alrededor de la hoguera que hablaban entre ellos, había dos o tres hombres y algunas mujeres entre las cuales estaba la Madre de la tribu. Era el muchacho que estaba contándoles los sucesos de por la mañana, hacía vagos gestos con las manos mientras sus palabras se confundían con el fuego de la hoguera. Se retiraron a descansar bien entrada la noche y, al poco rato, el sueño llegó a las yacijas de cuero y pieles del fondo de la cueva.
    Pasaron algunos días, el resquemor por los últimos sucesos alteró el ambiente de la tribu, casi todos perdieron en la postura, eran las leyes antiguas que lo repelían y la queja, el sordo rumor de las víctimas.
    Dentro de la tribu había ciertas formas de gobierno y de justicia, la moral natural de los seres y de los hombres, el juego primitivo en la márgenes de la vida y de la muerte, de lo legal y lo punitivo, el afán de supervivencia que fue dejando de soslayo al semejante, que iba seleccionando, el paso donde la bondad de las cosas encontró el lugar, la manera justa donde la vida consiguiese el pleno desarrollo. Eran los hombres fuertes quienes acogían la mayoría del poder, los ancianos y los jefes de las familias, el resto de la tribu aceptaba sus decisiones y creaba en torno a ellos el aura necesaria de autoridad que les defendía y organizaba.
    La Madre conocía el secreto, en realidad era una persona que sabía muchas cosas, todos la respetaban y acudían a ella en busca de consejo. Ella defendía al muchacho en las asambleas y con su sabiduría distrajo a los jefes, aplacó la lengua de quienes pedían justicia, atenuó la importancia del crimen y creó nuevas costumbres, la forma necesaria para la convivencia.
    Un nuevo día, el azul del cielo retenía las cosas dentro de su redondo océano, el ojo primitivo y sensual, inocente como las flores y los pájaros, la vida mansa y recogida en torno a la cueva.
    Siguiendo la corriente del río, después de pasar los bosques de pinos y encinas había otras tribus parecidas a esa que guardaban entre ellas relaciones de amistad, incluso de parentesco, había señales para marcar el límite de los territorios y sus vecinos las respetaban igual que los hombres de la tribu respetaban las suyas.
    Cuando llegó el invierno, la nieve cubrió por completo la tierra, la estación era larga y los témpanos de hielo colgaban de las paredes de la cueva, el paisaje era blanco y único, mientras allá en el valle se veía el cauce helado del río.
    Pero después de los primeros meses del año todo surgía de nuevo, las plantas, las hojas de los árboles y la hierba de la pradera. El sol, entonces, hacía los días con su círculo de oro en el cielo, ajeno al resto de las cosas y de las estrellas.
    Lejos de la cueva, volvió a surgir la arboleda que fuera el lugar de encuentro de los dos jóvenes amantes. En el ambiente primaveral permaneció el brillo de sus cabelleras, la fuerza de su pelo trenzado a las espaldas, la juventud de sus miembros primitivos, sus caras limpias y abiertas como un espejo, y la elegancia de todo su cuerpo nuevo, como recién estrenado. Podían verse también en la soledad de la arboleda a los duendes, monstruos y fantasmas hacerse dueños de ella, de la magia y el misterio, porque escaparon ya de la región de los sueños, abandonaron su casa, el cielo primitivo que les viera llegar y vagaron tristes y errabundos por el país de la vida y de la mente, compañeros inseparables del resto de los seres que lo habitaban.
    La vida de la tribu se iba con el día, dormía después donde duermen los sueños y quedó recogida, perdida en el tiempo, en torno a ese valle y a ese río que les alimentaba, en torno al espacio de la cueva que presidía allá en lo alto la paz inmensa de la noche.
     
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