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Las calles tienen una pálida luz los domingos

Tema en 'Prosa: Generales' comenzado por Melquiades San Juan, 10 de Marzo de 2012. Respuestas: 2 | Visitas: 508

  1. Melquiades San Juan

    Melquiades San Juan Poeta veterano en MP

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    Las calles tienen una pálida luz los domingos. La colonia parece una ciudad fantasmal, iluminada. Calles solitarias que producen una cruda sensación de abandono en el ánimo. Los perros reconocen de alguna manera al domingo, porque ese día, escasean sus pasos vagabundos por el rumbo.

    Reinan los muros, con sus rostros compactos y petrificados, algunos amarillentos, y otros con cachetes de espejo. Los más amorosos son los edificios viejos, ésos que se asoman por sobre una verja poblada de plantas trepadoras y te miran desde las ventanas sin cortinas, desde donde parece surgir algún personaje extraño con sombra de fantasma, recluido eternamente en sus palpitaciones inmortales, y que hace como que te quiere hablar, que te quiere invitar a ver la película de sus más hermosos recuerdos, para que les des vida, y los mandes a volar por el mundo de los satélites y las fibras ópticas, hacia los ojos de otros tantos seres enclaustrados tras ventanas de cuarzo, ansiosos de ver y conocer cosas extrañas, ajenas y lejanas.

    La calle desdeña a los pasos y a las miradas. Es domingo, y el respetable inmobiliario urbano no está para nadie. Parece que dice: Márchate de aquí, déjame este día para mí, es domingo; no estoy para albergar ni condescender con nadie.

    Me alegro de cruzar rápidamente por las banquetas y llegar pronto al café de Manolo. Bajo un frondoso árbol, las sillas frente a la glorieta, esperan a los sobrevivientes de la mañana. Sale Manolo, trae la carta y se marcha a esperar a que lo llame. –

    ¡Café… tráeme café! le digo con voces y señas.

    Viene la cafetera llena, y las tazas blancas.

    Nos quedamos solos, mirando el paisaje dominical de la colonia, la mesa, la silla, el árbol y yo; también están las banquetas, los semáforos, los muros y los vidrios de los edificios, pero a ellos no los incluyo para ese instante; los ignoro e ignoro sus actitudes intolerantes y neuróticas. ¡Que las disfruten mientras les dura! –me digo-, ya vendrán los días de la semana y volverán a ser lo que son para todas las miradas, cosas imperceptibles a la vista de todos.

    La quietud.

    A la mesa acude el manto misterioso y tenue de la quietud. Orquesta avezada al diálogo hipnotizado, con el pensamiento.

    Las nubes lejanas hacen guiños a la mirada. Se han maquillado color de humo para tener la vaporosa piel tostada, que dice y presume que viene de alguna playa lejana. A la evocación, la playa lejana se establece, con todo y arena, sobre el asfalto citadino. Los pajarillos adaptados al universo urbano, hacen las veces de gaviota en el imaginario. El árbol que cobija la mesa se viste de palmera.

    Llamo de nuevo a Manolo para pedirle un coctel de frutas o algo con agua de coco, playero.

    Manolo se rasca la cabeza y sin perder la compostura amable me pide detalles. Sé que por dentro maldice las ocurrencias del único cliente de esa hora.

    -¿Cuántas bebidas vas a tomar, para calcular la fruta?-

    Pienso un instante; y más que calcular, presiento que las evocaciones marinas me durarán, a lo sumo, una o dos horas.

    Una muchachilla sale de la cocina, y con paso apresurado se pierde por la calle buscando los rumbos del mercado. La calle se queda quieta, con esa soledad, propia, de las grandes urbes que atormentan a sus moradores, y los hacen huir cada vez que pueden, a cualquier sitio.

    Bebo café y pongo de nuevo la atención en la nube, es necesario para que persista la motivación playera de minutos atrás, para el coctel de frutas que Manolo me servirá en unos instantes.

    ¡Ah!… pero, ¿quién confía sus motivaciones emotivas en una nube?

    Ya no está. El viento la ha fragmentado en cordeles extraños, alargados, que ahora, más que velas etéreas chamuscadas de sol playero, parecen humo de chimenea.

    Bueno, no es malo recordar las chimeneas, están casi extintas hoy.


    El grueso tronco del árbol, me lleva ahora a recordar el viaje que hice hace tantos años, con una amiga con privilegios, al hermoso pueblo de Patzcuaro. ¡Qué hermoso recuerdo! Nos quedamos en una cabaña a la orilla del Lago. La ventana de la habitación tenía vista directa a la isla de Janitzio. Hacía frío. Tanto ella como yo, nunca habíamos estado en una habitación con la chimenea encendida. Le encargamos a un mozo que nos trajera suficiente leña para mantenerla encendida durante toda la noche. Volvió con muchos troncos secos y los dejó a un costado de la chimenea. Mi amiga pasó mucho tiempo intentando hacer fuego en ella. Luego participé yo; al final, llamamos al mozo y le pedimos que nos enseñara cómo encenderla. Ambos pusimos tanta atención a sus instrucciones, como si de ahí en adelante fuéramos a habitar en casas con chimenea por el resto de nuestras vidas.

    Me río recordando que llegó un momento en que ambos sentíamos la piel tostada y sudábamos copiosamente. Tuvo que venir el mozo de nuevo, para ayudarnos a apagar el horno en que se había convertido la habitación, y evitar que el amanecer nos ofreciera al mundo como una especie extraña de pavo o ternera rostizada.



    La nube se ha desvanecido. Oteo el horizonte para encontrar nuevos vapores nebulosos inspiradores y no los encuentro. No es tiempo de nubes. El cielo está despejado y los vientos son más frescos que cálidos. La chica de la cocina ha regresado y Manolo se ha esmerado con el coctel, lo trae con su mejor copa, y hasta me proporciona un popote por si deseo degustar el jugo que se acumula al fondo.

    -“El otro está listo para cuando lo pidas”, -me recuerda, para que no olvide que lo servirá, y que no se puede quedar con el resto de la fruta.

    De verdad, este Manolo es bueno en todo lo que hace por su negocio -me digo.



    La quietud vuelve.

    Sobre sus pasos avanza esa neblina en que se camuflan los recuerdos.
    Vienen como barajas de tarot, para escoger con cuál alimento la holganza del tiempo libre y aburrido del domingo.

    Algo sucede que irrumpe en el encantamiento que se me ofrece para llenar los sentidos. Allá, a unos cuantos pasos, aparece, desde la puerta de su edificio, la vecina más guapa de la cuadra.

    Trae unas enormes gafas para sol.

    Disimulo la mirada y busco cualquier objeto visual que le permita al rabillo del ojo observar sin quedar al descubierto. Viene hacia acá. Llega al café y se sienta en una de las mesas junto al muro. Pide café y esas cosas raras que parecen galletas de huevo.

    La quietud se desvanece, desairada, sin reclamos al ente que la abomina a cambio de mirar a otro ente luminoso poseedor del encanto, de la belleza que precisan como alimento, sus neuronas y hormonas.

    El tiempo pasa. No hay charlas ni murmullos. Se adivinan en cambio, ciertos sollozos disimulados.

    Sí, es eso: llanto.

    Los lentes cubren huellas de llanto y desvelo.

    ¡Ay morbo humano! Qué no quisiera leer, como mirando las Hojas de un libro, en los pensamientos internos, resguardados en la privacidad de las personas. Como no se puede, sólo queda armar teoremas sentimentales para proponer alguna forma probable de realidad.

    Manolo se ha arrimado a su mesa para llevar el café y los “wafles”. Escucho que le pide un coctel de frutas. Imagino a Manolo rascándose la cabeza de nuevo. Le escucho dar los tres pasos que separan aquélla mesa de la mía. Me pregunta si ya me trae la otra copa de frutas, le respondo que puede disponer de ella si gusta. Va a la cocina y vuelve pronto con el coctel de fruta. Se lo sirve a la dama. Escucho un breve diálogo, luego, los pasos de Manolo regresando a cubierto dentro de su establecimiento.

    Algo apura a Manolo, y es el partido de futbol que está por iniciar. Además de su personal afición, cifra en él las esperanzas de convocar a los escasos habitantes domingueros de la cuadra, para que vengan a ver en la gigantesca pantalla de plasma, el partido. Vuelve y me dice, que si quiero ver el partido, ahora es buen momento de pasar al interior del local y escoger el mejor sitio. Le digo que no, que no me interesa el juego.

    Los aciertos de Manolo se deben a tantos años en la misma esquina atendiendo a los mismos clientes domingueros, sobreviviendo los domingos. Como si fueran parte de la escena de una película de vampiros, los clientes van saliendo de sus “tumbas” domésticas, protegiéndose del sol con la mano, o con lentes oscuros. Antes del partido, todas las mesas interiores están llenas y los tarros de cerveza hacen las veces de hemoglobina resucitadora para los recién vueltos a la vida, vecinos.

    Afuera, en la banqueta, nos quedamos La Bella y yo, cada quien en su mesa.

    La puedo ver ahora sin disimular la mirada. Unos instantes, unas miradas bastan, para que dos comensales, casi desconocidos, puedan sentirse como viejos amigos en nuestro mundo.

    La mañana se está haciendo vieja. Todo lo que puede andar por sus calles este día, ya salió. No habrá más personajes relevantes en la historia de este domingo.

    Ya no hay palidez en las fachadas. Las calles están llenas de un sol que en pocos meses se volverá implacable. Cruzan sobre el asfalto esos vientos delgados que emigraran pronto a los polos para no sufrir muerte repentina por golpes de calor. Aparece otra nube allá en el firmamento. La miro ahora sin perderla de vista, para que no me sorprenda con mutaciones repentinas, aunque explicables.

    Escucho tras de mí una voz femenina, con matices de contralto fumadora, que me dice:

    -“Las nubes son como las mujeres”…

    -Si usted los dice...

    -Seguro que yo lo digo. Háblame de tú.

    "Cambian de repente. Hoy están aquí y de mañana se levantan y se marchan, sin importar a quién le rompen el corazón".

    Ya no me asombro. La vida ya no es como en esas épocas en que la gente ocultaba sus preferencias para no ser señalada.

    Le sonrío, le hago una seña invitándola a venir a mi mesa.

    Ahí, bajo el árbol viejo, y entre los vientos que vuelan con alas delgadas e invisibles sobre la calle solitaria, entablamos la charla.

    -Te han roto el corazón –le digo-…

    -Y de qué manera, -responde.



    Muere al fin la mañana, y la eternidad da luz a la tarde con sus pañales dorados.

    Nuevos vientos vienen, se sienten más espesos, más aromáticos. Traen susurros que preludian los cantos de colores que vendrán con las lluvias. Ella vacía su alma y llora el desengaño.

    -¡Ay mujeres! -me digo a mí mismo-.


    Ella cuenta su pena y yo callo con respeto.

    Lo aprecia.
    Regala una hermosa sonrisa y una broma:

    -¿Eres cantinero?... –me pregunta-.

    -No, por qué.

    -Porque sabe escuchar a un corazón herido (Sonríe).
    Si no hablo reviento.



    Sestea el domingo.

    Las paredes muestran longevidades penosas con lenguaje de sombras. He olvidado el entuerto mañanero. Esa indiferencia hostil llena de brillos en los muros y vidrios presuntuosos.
    Que nos valga el domingo.
    Mañana cada quien a sus prisas y locuras de siempre.

    Saboreo los pasos que me faltan para volver a mi cripta de muros y a mi pantalla de cuarzo, enlazada hacia una porción del resto del mundo.

    Se me ocurre escribir un… que nadie lea, donde nadie lo lea, para que se quede ahí, y no agote los bits de mi escasa memoria.

    Y… heme aquí.

    Contando.
     
    #1
    Última modificación: 11 de Marzo de 2012
  2. Milda R

    Milda R Poeta recién llegado

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    Serena, muy atractiva descripción de la variante que supone el domingo con respecto al resto de días de la semana. Es como si el tren frenara un poco, ¿no? Pero esto, señor, se debe notar más en barrios periféricos que en los centros de grandes ciudades.
     
    #2
  3. Melquiades San Juan

    Melquiades San Juan Poeta veterano en MP

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    Milda cómo estás. Saludos. En la ciudad de México, las colonias populares son bulliciosas los domingos. Las hay que reciben los domingos caravanas de comensales para degustar la rica pancita, la barbacoa, o la birria. Mi colonia, Coyoacan es una de ellas, se llena de gente deseosa de pasar un día festivo. De las muy lejanas del centro de la ciudad no te sabría decir. La ubicación de este relato está en la colonia Juárez de la ciudad de México, que a diferencia se otras zonas populosas, desactiva los domingos.

    Si no vives en México el google eart te puede ayudar, ubica la glorieta Washington, verás el café, jajaja las maravillas de nuestro tiempo.

    El texto es un ejercicio para no perder el hábito de narrar, de retratar escribiendo. Mero hobby sabatino para distraer la atención entre actividades. Muchas gracias por comentar. Feliz fin.
     
    #3

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