1. Invitado, ven y descarga gratuitamente el cuarto número de nuestra revista literaria digital "Eco y Latido"

    !!!Te va a encantar, no te la pierdas!!!

    Cerrar notificación

Las palabras de Auditore

Tema en 'Prosa: Generales' comenzado por JSJT, 12 de Marzo de 2015. Respuestas: 0 | Visitas: 322

  1. JSJT

    JSJT Poeta recién llegado

    Se incorporó:
    16 de Febrero de 2015
    Mensajes:
    38
    Me gusta recibidos:
    26
    Género:
    Hombre
    – ¿De veras no prefieres quedarte, Kary? – Preguntó el baterista del dueto a su compañera y amiga, que tocaba el bajo –. En serio que no hay problema, ¿eh? De verdad.

    – No, no, Alfred – agradeció ella, acomodándose sobre su hombro izquierdo la correa de la que pendía el estuche de su instrumento musical –. Eres muy lindo y amable, pero es que no puedo.

    – Pero… es que la calle se ve muy sola – arguyó su interlocutor, mirando de un lado para otro, y admirando la verdad de sus palabras con sus propios ojos –. De verdad, Kary, mejor quédate, no sea que…

    – No puedo, amigo – le cortó ella, como disculpándose –. Perdóname, pero es que en serio no.

    Aquellos dos llevaban muchos años siendo amigos. Sus nombres reales eran Karina Meza y Alfredo Ahumada del Toro. Desde que se conocieron, allá en su primer año en la educación secundaria, habían simpatizado. Cuando descubrieron que los dos eran admiradores acérrimos de la música y que perseguían el mismo sueño, de convertirse algún día en cantantes muy afamados y reconocidos en todo el mundo, su relación fue a fortalecerse, sobre todo porque se decidieron a unir sus talentos y habilidades, y formar un dueto musical.

    No tardaron, después de esto, en buscarse cada quien un nombre artístico, que estuviera, en el futuro, a la altura de los grandes cantantes del momento; ella se decidió no complicarse mucho la vida, eligiendo el sobrenombre de Kary Meza. Pero él, por su parte, adoptó un nombre más elaborado, quitándole a su nombre la última letra y modificando y fusionando partes de sus apellidos, para formar el nombre de Alfred Auditore.

    La unión que existía entre aquellos dos iba a ser demostrada fehacientemente siempre que ensayaban. Tan sincera, intensa y añeja era su relación que ambos se cuidaban mucho, mutuamente, y se preocupaban siempre porque el otro estuviera bien. Precisamente por eso, a Alfred le preocupaba que su amiga se marchara a su hogar, que estaba en la misma calle que la suya, pero mucho más allá, en las condiciones de soledad y oscuridad que reinaban aquella noche.

    – Entonces déjame que te acompañe – le pidió el joven, que aún tenía un poco cansadas sus manos, tras tres horas de haber estado utilizando sus baquetas –. Así me aseguro de que no te pasa nada.

    – No te molestes, Alfred – le pidió la bajista –. De veras que no me va a pasar nada. Y además, me dijiste que tu mamá te dijo que no fueras a dejar la casa sola, que porque se le olvidaron sus llaves y necesita que le abras. Imagínate: ¿que tal que en lo que me acompañas llega, tú no estás y le pasa algo, justo por estar tan fea la calle?

    Ante aquellas palabras, Auditore se quedó sin habla: era cierto. Efectivamente le había dicho eso a su amiga, y al acordarse se llenó de miedo tan sólo de pensar que algo pudiera pasarle a su madre, si él no estaba cerca para cuidarla, cuando llegara de su trabajo. Pero, al mismo tiempo, le preocupaba terriblemente lo que pudiera ocurrirle a su amiga.

    – No te apures, amigo, por fa – le pidió ella, sacándole de sus pensamientos –. Te prometo que me iré con cuidado y que no me pasará nada.

    Tras unos cuantos minutos de indeterminación, y dándose cuenta Auditore de que la suerte suele estar dotada de perversidad, y que por lo mismo era probable que mandara a su progenitora si él se movía de allí, asintió, no muy convencido, para luego, tras levantar un dedo, decirle a Kary:

    – Prométeme que te vas a ir con mucho mucho cuidado.

    – Sí, Alfred – respondió ella –. Te lo prometo.

    – Y también prométeme que si algo pasa, te vas a regresar para acá, si es que estás más cerca de mi casa que de la tuya – le pidió el baterista –. No te vayas a arriesgar a que te pase algo, ¿sí? Prométemelo.

    – Ok, Alfred – repuso ella –. Si eso te tranquiliza, está bien: te lo prometo.

    Sus palabras sosegaron un poco el corazón estremecido de su compañero de trabajo y de vida. Éste avanzó hacia Kary y le dio un fuerte y prolongado abrazo. Tras haberse terminado, ella agitó los cinco dedos de su mano derecha en el aire, para despedirse. Él correspondió a su gesto, sin quitarle los ojos de encima, para asegurarse, aunque fuera en su rango de visión, de que estaba bien.

    La chica se alejó con cautela de la casa de su amigo. Durante unos momentos, sintió encima de ella la mirada de Auditore, quien seguramente sólo la dejaría de observar cuando, a sus ojos, fuera solamente una mancha borrosa andando por la calle. Sintió un cierto alivio cuando dejó de sentirse observada.

    Su calma, sin embargo, no duró mucho tiempo: de pronto, empezó a escuchar apresuradas y fuertes pisadas detrás de ella. Con un poco de miedo, y lentamente, miró hacia atrás, por sobre su hombro. Lo que vio la dejó horrorizada, y dotó a su tez repentinamente de una blancura cadavérica.

    Casi le venía pisando los talones un individuo con rostro de malviviente, de piel morena, con los ojos rojos, enfundado en una chamarra azul algo gruesa, y que llevaba una mochila pequeña colgándole de los hombros. Constantemente, y jadeando, miraba hacia atrás, sin dejar de correr. Lo que más le aterró a Kary del sujeto aquél no fue ni su facha, ni el aura de peligrosidad que le rodeaba y menos aún el hecho de que estuviera, evidentemente, drogado. No. Lo que le llenó el ser de terror fue que el individuo aquél empuñaba con su mano izquierda un largo cuchillo, reluciente bajo la luz de la luna. Gracias a ésta, Kary pudo apreciar que del arma goteaba sangre fresca, que iba manchando la acera sobre la cual corría su propietario; sin duda, se trataba de un ladrón que acababa no sólo de quitarle a su víctima sus pertenencias, sino que también lo había herido; o posiblemente lo había matado. La chica no podía estar segura.

    Seguramente ese tipejo había salido de uno de los tantos callejones sin salida que había sobre la acera. Lo más seguro era que hubiera agarrado a su víctima al pasar ésta por enfrente, la hubiera metido en sus dominios y después la hubiera atracado. Eso fue lo que pensó Kary Meza, al principio. Además, se fue a acordar que, hasta antes de oír las toscas y apresuradas pisadas del delincuente, no había escuchado nada más… ningún otro sonido. Y eso sólo podía significar, según los pensamientos de la cantante, que la persona a la que había asaltado ese sujeto no sólo había ido a perder su sangre gracias al mortífero cuchillo de su atacante, sino también su vida.

    El miedo, entonces, se apoderó totalmente de Kary, quien siguió caminando, pero con los ojos cerrados, y con el corazón latiéndole desenfrenadamente, en espera de que el ratero aquél le detuviera, intempestivamente, y le exigiera que le entregara todo lo que llevara encima. Pero la muchacha esperó en vano, porque el delincuente se pasó de largo, y apenas si le lanzó una fugaz mirada cuando pasó junto a ella.

    Cuando la chica notó que las pisadas que la habían sobresaltado se volvían más tenues, por fin abrió sus ojos. Vio que, a lo lejos, el ladrón seguía corriendo, todavía mirando constantemente hacia atrás.

    Kary Meza respiró profundamente, aliviada por haber salido bien librada de todo aquello: y es que, de haber también sido asaltada por ese tipo, posiblemente éste no se hubiera conformado solamente con su dinero y con su instrumento musical. No. Quizás hasta hubiera abusado sexualmente de ella. Especialmente porque se hallaba bajo los efectos de la droga.

    A Kary le hubiera gustado mucho detenerse un poco para tranquilizarse, pero la sola idea de que pudiera haber más sinvergüenzas cerca le hizo renunciar a su deseo, así que siguió caminando. Afortunadamente, se dijo, ya estaba cerca de su casa.

    Poco antes de llegar a su hogar, se alzaba un gran edificio gris, de cinco pisos, protegido por una alta reja negra, flanqueada por dos paredes (mucho menos altas que las del edificio, propiamente dicho), que delimitaban un pequeño patio frente al inmueble. La pared derecha de éste también le servía a la casa de al lado, roja y de dos pisos, como tal. Ésta y una jardinera delante de la puerta principal de la casa le servían de lindes a la segunda propiedad.

    Cuando la vio ante sus ojos, la bajista sonrió, relajada: ya no estaba muy lejos de su casa. Llegaría rápidamente y podría tomarse un té para que se le pasara el susto que acababa de darle el delincuente que, afortunadamente, había pasado por alto su presencia en la solitaria calle.

    Pero, para desgracia de la joven, no era ése el único evento perturbador que iba a tener que presenciar esa noche.

    Paseando la vista, posó sus ojos sobre la pared derecha del edificio grisáceo, del lado que miraba hacia la casa vecina, y vio que en ella se proyectaban un par de sombras, más o menos del mismo tamaño, y que, a juzgar por como estaban moviéndose, pertenecían a dos trasnochadores embebidos en una animada y muy fecunda conversación.

    Pero… ¿cómo era eso posible? Fue la primera pregunta que se hizo la bajista; es decir… la calle estaba sola. Le constaba que sí. Y aunque cerca de allí había un poste de luz, éste no hubiera sido capaz de iluminar tan perfectamente la pared del edificio… y, por lo tanto, esas sombras no se hubieran visto tan pulcramente delineadas… ¿De qué se trataba aquello, entonces?

    Kary estuvo unos segundos contemplando ese espectáculo, pensando en qué explicación podía tener. Eventualmente, empezaron a temblarle las piernas, y de nuevo palideció alarmantemente: fue a convencerse de que ese evento no podía ser explicado lógicamente, y todavía menos esgrimiendo argumentos científicos. No. Según ella, lo que veía era algo sobrenatural, algo contra lo que ningún ser humano es capaz de pelear.

    Convencida de ello, y sabiendo su condición de ser humano, Kary Meza se armó de valor y echó a correr, totalmente aterrada, hacia su casa. Llegó menos de diez segundos después de haber salido disparada de enfrente del edificio donde estaba segura de que acababan de acontecer sucesos que ni aun los más doctos y renombrados eruditos son capaces de explicarse.

    Kary tuvo la fortuna de no soñar aquella noche. Agradeció profundamente el no haberlo hecho, pues era posible que, en caso contrario, hubiera ido a revivir los dos horripilantes eventos que la habían perturbado tanto; no obstante, se vio obligada a hacerlo, la tarde del día siguiente, cuando fue a casa de su amigo para el ensayo diario.

    Tras haberle contado a Auditore los dos terribles sucesos, éste se quedó con la boca abierta, con un aura de estremecimiento y de miedo rodeándole, con la boca seca y el corazón latiéndole cual si fuera la jaula de un fiera iracunda.

    – No, no, en serio que qué miedo – añadió la chica, quien había tardado casi una hora en narrarle a su amigo lo que la había asustado –. Y como quiera, pues el ratero, si me hubiera agarrado, me hubiera robado y ya. Pero imagínate si no me llegó a poner lejos del alcance de los dos fantasmas ésos. ¡Ay, Diosito santo! ¡Quién sabe qué me hubieran hecho!

    Esas palabras hicieron al baterista levantar la mirada hacia su interlocutora, claramente asombrado.

    – ¿Cómo? – Inquirió –. ¿De… de veras hablas en serio?

    – Sí – contestó la bajista, sin comprender por qué su amigo le hacía aquella interrogante –. ¿Por?

    – Pero es que… ¿en serio? – Repitió Auditore.

    Ella comenzó a desesperarse, y lo dejó demostrado cuando le dijo a su amigo, algo irritada ya, estas palabras:

    – ¡Que sí, Alfred! ¿Qué tiene de malo, o qué?

    Él tomó aire e intentó tranquilizarse un poco, antes de hablar:

    – ¿Neta te dieron más miedo los aparecidos de anoche que el ratero? En serio que eso sí es ilógico: ¿qué te pueden hacer los dos fantasmas ésos, Kary, si ya se murieron?

    – No sé qué me puedan hacer – alegó la chica –. Precisamente por eso me tuve que alejar de ellos.

    – ¿Y si no te hacían nada? – Inquirió Auditore –. Se te olvida que no sabemos nada de los fantasmas, los aparecidos, los muertos, los espíritus o como quieras llamarles. Y como no sabemos nada de ellos, bien podrían no quererle hacer daño a los que siguen vivos. Es posible. También es posible que no sea así, y que de verdad sean malos y quieran hacernos daño. Sí. También. Pero ellos, al fin y al cabo, tienen el beneficio de la duda. El del “a lo mejor sí, a lo mejor no”. Pero no es igual con los vivos.

    “A ellos sí los conocemos. Y sabemos cómo son la mayoría de ellos, cuáles son las cosas que los vuelven locos, lo que harían por poder, por dinero, por una buena vida y por su propio bienestar. Justamente porque a ellos sí los conocemos, Kary, porque sí sabemos de lo que son capaces, es por lo que tenemos mejor que cuidarnos de ellos. Ellos tienen todavía vida, mañas e instrumentos para podernos hacer la vida de cuadritos; para jodernos, si quieren. Es mejor preocuparnos de los que tienen un corazón que late y pueden respirar que de los que ya se fueron para siempre.”

    Tras escuchar ese pequeño discurso, Kary Meza se sintió idiota: a su amigo y compañero le asistía toda la razón. Se avergonzó de haber sentido más miedo de dos aparecidos que de un vivo la noche anterior, de no haber analizado las cosas con más detenimiento, de no haber considerado los puntos que Auditore le había señalado esa tarde.

    Conforme más meditaba las palabras de su amigo, se convencía de más cosas. Una de las más importantes era que los dos despojos de ser humano de la noche anterior, probablemente no podían hacerle nada, además de sobresaltarla. Eso era seguro. Pero el otro, el ladrón, tenía en sus manos un cuchillo ensangrentado, con el que bien hubiera podido quitarle la vida, o acometer sobre su persona un daño irremediable.

    – Al rato mejor sí te acompaño – dijo Alfred, decidido y sacándola de sus reflexiones –. Me espero a que llegue mi mamá (porque otra vez se le olvidaron las llaves), que entre a la casa y después te acompaño a la tuya, Kary. Y ni trates de convencerme de que no, porque no lo vas a lograr, ¿eh, niña?

    Ella asintió, algo distraída, pues continuaba pensando en lo que le había dicho su amigo. Esencialmente, le había señalado que a quién debemos temerle es a los seres humanos. Al repetir en su mente las palabras del baterista, las palabras de Auditore, no pudo evitar sonreír, tristemente: era irónico, en verdad, que los seres humanos se tuvieran que cuidar de sus semejantes, y que su verdadero enemigo fuera él mismo, ni más ni menos. ¡Vaya si es excéntrica, en toda la extensión de la palabra, la raza dominante del planeta Tierra!
     
    #1

Comparte esta página