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Los misterios de la noche

Tema en 'Prosa: Surrealistas' comenzado por Pessoa, 23 de Noviembre de 2016. Respuestas: 0 | Visitas: 567

  1. Pessoa

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    LOS MISTERIOS DE LA NOCHE

    Aquella noche de octubre, fría e inclemente, la luna lucía esplendorosa, como novia alborozada que espera el inminente abrazo de su amante. Guedejas de su blanca luz caían sobre las calles dormidas del barrio, aureolando el farol y eclipsando aquella luz artificial y mortecina en una estrategia de ordenación de predominios de sus grados de belleza. La soledad nocturna, que allí era una soledad más intensa, se extendía por las calles y las veredas del pequeño, humilde y silencioso barrio. Apenas las acacias ensimismadas se atrevían a proyectar sus lánguidas sombras; nadie se cobijaría bajo ellas. Las casas, humildes habitáculos de planta baja, apenas diedros simples, diversos en su irregular morfología, presentaban bajo la luz espectral una apariencia antropoidea, con sus ventanucos situados a ambos lados de la puerta de entrada. A veces una luz se encendía tras alguno de ellos, pareciendo que un ojo hiciese guiños a la noche o estableciese un proceso de esotérica comunicación con los perros y gatos que por allí vagabundeaban. Los misterios de la noche impenetrable se hacían evidentes en aquel arrabal de dolientes deseos, ahora aparentemente calmados.


    Y sin embargo la vida, una vida casi irrespirable, es cierto, abría el paso de sus tragedias a través de aquella luna definitivamente sangrienta, a pesar de la lechosa coloración de su luz.

    Desde las bocas de las alcantarillas, fauces vacías, negras y desdentadas, desde las que se accedía a las vísceras más innobles de aquel submundo sin regreso, unas vaharadas pestilentes entibiaban la noche. En sus indefinidos márgenes las prostitutas, vestales desmanteladas, junto a sus almas redentoras entonaban cánticos, escuálidas salmodias en homenaje a algún dios que todavía no las había reventado en su vesania. Pero los corazones ensangrentados de aquellas futuras víctimas caían ya entre los mechones de luz pálida, para hacer felices a los perros y a algún que otro hombre que acababa de saciarse en un cuerpo inanimado de mujer.


    Sería oportuno aquí establecer la nómina de los habitantes del suburbio, pero el sigilo de la noche invita al secreto. Citemos, no obstante, al pastor de ovejas que moraba junto al almacén de artículos de lujo, disimulado emporio de algunos evasores de impuestos. Junto a él vivía una vieja loba de arrabal liberada. Todavía palpitaba dentro de aquel su escuálido pecho un corazón, en sentido figurado: ya no amaba, pero seguía latiendo, aunque con menos vigor que en los días que alternaba la opulencia de su cuerpo en los nigth-clubs de la ciudad próxima. Entonces ardía de amor en proporción directa a la gallardía de su cliente ocasional. Ahora, entregadas a la incuria todas sus antiguas bellezas vivía junto al pastor un idilio compartido; algunas jarras de cálida leche del color de la luna llena eran su estímulos.


    El buen pastor, elevadas sus manos junto a las de ella, ofrecía una bucólica estampa provenzal que se brindaba como atractivo turístico a los escasos visitantes que aparecían los viernes por la tarde, recién acabadas sus penosas jornadas laborales. A veces, alguno de estos visitantes, carentes de moral y de sentido estético, imponía como condición para el pago de los honorarios convenidos, que el pastor y su despojo femenino consumasen algún acto ritual del sexo que ellos suponían que todavía practicaban. Como consecuencia de aquellos aditamentos sexuales, que agotaban al pastor y llevaban a la mujer a éxtasis ya olvidados, ella concibió en su vientre. Desde el alminar de la inexistente, el almuédano, convocado para el caso, anunció, con la tonante voz de las ocasiones solemnes, que aquel inesperado hijo sería el libertador de sus oprobios.


    Y ahora, en aquella noche en la que la luna lucía sus brillos más resplandecientes, cuando las vísceras sangrantes hacían una pausa en su caída, ella se puso de parto. Grandes alaridos y los primeros vagidos del neonato espantaron a los perros que husmeaban. Había nacido un hermoso bebé con todas las señales que la predestinación establece que aparezcan en las diferentes partes de la anatomía de los elegidos: una negra estrella en el entrecejo, cerdas hirsutas al final de la espina dorsal, uñas como garras, la priápica manifestación de su virilidad y la mirada maligna de los líderes. El miedo reunió al pueblo y todos, atemorizados, cantaron las loas Al-Que-Ha-De-Vencer.


    Los jerarcas, advertidos de la inminencia de la revolución, ordenaron fusilar al recién nacido junto a sus progenitores. Las ovejas balaron simultáneamente al ruido de las descargas asesinas. La luna obsesiva, ya en irreversible menguante, volvió a hacer llover, como premonitorios adelantos de las carnicerías que habrían de perpetrarse por las sanguinarias jaurías, las tibias vísceras de las indiferenciadas víctimas, ofrecidas a dioses innobles.


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    Ilust.: “El ángel del hogar”. Max Ernst.
     
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    Última modificación: 23 de Noviembre de 2016
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