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Los naranjales y el lobizon

Tema en 'Fantásticos, C. Ficción, terror, aventura, intriga' comenzado por Eduardo Morguenstern, 18 de Octubre de 2011. Respuestas: 1 | Visitas: 3027

  1. Eduardo Morguenstern

    Eduardo Morguenstern Poeta que considera el portal su segunda casa

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    LOS NARANJALES Y EL LOBIZÓN

    Dedicado a Hugo Comas, protagonista.
    Eduardo A. Morguenstern, 18-10-2011-10-18

    Lito Ayala era un gigante que imponía miedo, pero era un flor de tipo. Sencillo, enseguida entraba en confianza y era muy efusivo. Te daba la mano y si vos caías en el error de dársela, te la apretaba tanto que crujían los huesos y te dolían hasta la puta madre. Ese era un gesto inconfundible del ruso, como le decíamos. Vino por Paraná corrido desde Buenos Aires donde unos socios le limpiaron la casa de respuestos y quedó en la vía. Nunca aprendió que no se puede ser tan confiado. Le había quedado un camión Bedford del cuarenta y ocho, con buena caja alta y un buche enorme, con el que se defendía haciendo fletes y transporte de cargas por toda la zona de Entre Ríos, Corrientes, Misiones.

    Así lo conocí en un bar una noche de 1962 en que la radio trasmitía el golpe militar y que a Frondizi lo llevaban preso a la isla de Marín García. Al rato de charlar ya me había contado toda su historia y nos proponíamos trabajar juntos en su rubro. Yo aportaba mis conocimientos de los caminos del interior de Entre Ríos. los que conocía como la palma de mi mano, ya que antes del servicio militar había sido camionero con mi tío en Federal.

    Ya al día siguiente, un viernes, había que llevar una carga a Esquina, Corrientes. Decidimos aprovechar el regreso con el camión vacío para traerlo cargado de naranjas y negociarlas en Paraná. Así es que a la ida y a unos cincuenta kilómetros de Esquina, vimos una hermosa quinta de naranjas, con cientos de árboles cargados de la fruta de oro tan dulce que a uno se le hacía agua la boca. Paramos al costado de la ruta y nos dirigimos hacia la tranquera. Un cartel de rodaja de quebracho nos decía que la quinta se llamaba “Siete hermanos”.

    Tras la entrada, un camino largo entre dos hileras de eucaliptus altísimos a cada lado formando un techo ojival que parecía una catedral gótica. Más allá de los gruesos árboles y a cada lado, ya comenzaban los naranjales cargados de fruta al tope con las ramas dobladas hacia el suelo.

    Entramos a caminar hacia la casa que todavía no se veía y nos asombró que no salieran los perros a recibirnos como es de rigor en cualquier propiedad en que uno se meta. Al contrario, todo estaba silencioso, casi diría tan silencioso que impresionaba. El único ruído venía de las aves de los árboles con predominio de zorzales y palomas, esas palomas que hacen uú –uuú-uú tan triste de nuestros campos. La casa estaba como a doscientos metros de la entrada y cuando la vimos, comenzamos a golpear las manos y gritar los ¡buenaaas!, para que vaya saliendo alguien.

    Apareció una mujer, una morocha cuarentona muy buena moza, con aire rústico pero de recia estampa, con una larga trenza renegrida, boca generosa y unos ojazos negros que largaban chispas. Escoba en mano y en actitud de alerta se plantó ante nosotros, que nos detuvimos a unos veinte metros, preguntandonos que buscábamos. Lito le dijo que estábamos interesados en comprarles una camionada de naranjas. La mujer empezó a tocar una campana, llamando al marido y al rato vino desde el campo un hombre ya mayor, como de sesenta, bajito, encorvado y muy fornido, parecía árabe, peludo, abundante pelo negro con algún mechón canoso, con orejas grandes detrás de pobladas patillas, de adentro de las orejas también le brotaban pelos como una brocha de afeitar, la nariz enorme, hocicuda, dejaba sus rasgados ojos oscuros como perdidas hendiduras bastante hundidas atrás, y al abrigo de tupidas y enmarañadas cejas. La verdad que impresionaba, porque parecía un perro ladino y yo me pregunté que le encontraba la negra tan lindaza, a no ser la plata que podía tener, o la fiereza primitiva que parecía irradiar el viejo.

    Se hizo el trato, a tanto la camionada, que íbamos a cargar dentro de dos o tres horas, una vez entregada nuestra carga en Esquina. En la casa, parecía no haber nadie más, el viejo dijo que viniendo de Esquina antes de la curva grande , a unos diez kilómetros más o menos y pasando la escuela, estaba el rancho de los Linares, con una familia grande, que serían buenos braceros para llenar el camión de naranjas en unas pocas horas.

    Después de entregar nuestra carga en Esquina, compramos dos vinos, pan y fiambre para el almuerzo, y regresábamos. Un grupo de nueve nos esperaba al costado de la ruta. Linares era un típico gaucho correntino, puestero de campo, con su mujer y siete de sus doce hijos e hijas, pues los demás estaban trabajando en el campo. Lito arregló a tanto la camionada, y el enjuto paisano dijo que quería terminar lo más rápido (era las dos menos cuarto de la tarde) porque ya lo conocía al viejo, y nadie quería meterse en ese campito, porque el viejo era lobisón
    [1] y más aún ese día era viernes de luna llena y que no iban a estar más que hasta la puesta del sol, bla, bla, bla y otras pavadas del tipo que cree la gente de campo. Aunque yo me crié en el departamento Federal, donde el campo queda ahí nomás, a las diez cuadras para cualquier lado que camines, no creo ni nadie cree ni creía en esas cosas que nos contaban las viejas cuando éramos criaturas.

    Llegamos a los “Siete hermanos” y dejamos el camión cerca del primer sector de cosecha y fuimos a presentarnos al dueño para avisar que llegamos y arreglar el pago.

    Después nos arreglamos con Lito bajo unos árboles para comer lo que trajimos mientras veíamos la orquesta de Linares cargar y cargar canastos al hombro o la cabeza, más y más naranjas al camión, sin parar, como hormigas. Unos encargados de sacar la fruta, otros de llenar canastos, otros de llevarlas al camión. Entretanto se desarrollaba esa incesante actuación, en el silencio solo tajeado por los trinos y chillidos de los pájaros chogüís, horneros, el pitogüé, la calandria, fueron desgranándose las horas y a nosotros, echados a la sombra, bien comidos y bebidos, nos iba ganando la modorra. Fumando y fantaseándonos con la morocha lindaza, la siesta correntina nos sumió primero en un dormitar zumbón, luego en un sueño con todos los ingredientes.

    Mi sueño no fue lindo, a lo mejor mucho vino y chicharrón, o el calor, vaya a saber. Soñé que estaba en un cementerio de campo. Un lugar pequeño, viejo, abandonado, ganado por la maleza. El muro derruido, las rejas de entrada abiertas, casi caídas, desvencijadas. Las pobres cruces de hierro, antiguas, carcomidas de óxido y olvido, dormían eternamente con su metálico corazón de bronce mal cortado, certificando que allí estuvieron los restos de algún hijo o hija de esa tierra, porque seguramente ya las añosas cenizas se habrían confundido totalmente con la tierra. Aquí y allá, viejas y descoloridas flores de plástico, o algún chupete reseco, algún trapito babero ennegrecido decía que había o hubo un niño enterrado en ese suelo... Era el atardecer y me encontraba solo en el escenario. Se había levantado el viento. Los añosos aguaribay y los gigantescos tipas silbaban por la brisa, pero en otro momento el viento se hizo fuerte y las hojas empezaron a bailar en remolino sobre el pasto, levantando polvo. Una luna llena, como enorme espejo estaba en el fondo del cielo, y fui conciente de la escena y tuve miedo. Y entró corriendo un peludo animal como lobo enorme, medio erguido, con una lengua larga que me pareció una larga corbata roja babeante. Los dientes parecían terribles puñales blancos dispuestos a desgarrarlo todo. Se plantó con jadeos tan húmedos como asquerosos a muy pocos pasos de mí y me enfocó directamente a los ojos con los suyos, rutilantes como brasas echando chispas, profundos ojos sesgados, que parecían los enloquecidos y asesinos ojos del mismo lucifer y se me heló la sangre. Solo quería huir de ese lugar y momento, correr tan rápido y lejos como pudiera, pero no pude. La pierna no respondía. Comprobé que había enganchado el ruedo del pantalón en un alambre que salía del suelo... Desperté transpirando, con un muy fuerte mareo y dolor de cabeza intenso. Me costaba reponerme y maldije al chicharrón y al vino.

    Serían las cinco y pico. Lito Ayala me estaba diciendo que era notable el silencio que había. Me contó que hacía una hora movió el camión por tercera o cuarta vez, para estar a mano de otros sectores de arboledas y que aún faltaba un montón la última vez que fue a mirar. Vimos que pasaba la patrona en carro hacia la salida, camino a la ruta. Del viejo no sabíamos nada, no lo vimos desde que llegamos.

    Nos acercamos al camión, solo para comprobar con muy grande sorpresa que todos los Linares habían partido. Silencio absoluto y nadie alrededor. El tiempo parecía haberse detenido. Hasta los pájaros callaban, como si quisieran completar un cuadro de desierto total. Cosa rara, murmuró el Lito, cosa rara... Empezamos a caminar aquí y allá a buscarlos, pero pronto nos dimos cuenta de que no estaban en ninguna parte. Fuimos para la casa, pero pese a golpear y a llamar a voces, el viejo tampoco apareció, aunque no nos atrevimos a acercarnos mucho a las puertas. Sin saber muy bien qué hacer, nos quedamos largo rato, como una hora, esperando a ver qué pasaba, si aparecía alguno.

    Bueno, algo había que hacer. Volvimos al camión. Me trepé a la carrocería para acomodar las cosas, ordenar un poco y casi me caigo para atrás por la sorpresa y miedo que me causó ver aparecer la cara de Linares debajo de la lona, en el buche. -¡Jefe! me llamó y salió de ahí abajo. Después ví que estaban todos escondidos allí.

    Ayala también había subido. Salió Linares, se paró delante nuestro y dijo: - Jefe, nosotros llegamos hasta aquí. Páguenos y por favor llévenos hasta el rancho. Ya nos tenemos que ir. Gelo le preguntó qué pasaba, porque no entendía nada, menos por el apuro que mostraban para irse, cuál el motivo de estar escondidos. Estaba inquieto él también, igual que yo, en realidad, porque de pronto todo se ponía misterioso. Ya habían crecido las primeras sombras de la tarde y se olía algo así como la delantera de unos primeros aires de peligro. El silencio del naranjal ahora parecía una amenaza. Algo irreal se estaba infiltrando en el escenario.

    - Nos vamos, señor, nos vamos, decía el paisano. Hoy es viernes y la patrona de la quinta ya se fue para Esquina. Siempre que es viernes de luna llena ella se va. El viejo ya entró al monte a quemar sus yuyos en la fogata. Eso hace cuando se va a convertir. Eso hace siempre, dicen. Hace fuego en el monte, quema ramas de higuera y hojas secas de nogal y se ahúma, para emborracharse, y toma caña también, por el dolor que le causa en el cuerpo convertirse en lobisón. El viejo ya entró al monte, patrón, hace rato ya se olió humo, vamos, llévenos o nos vamos a pie, pero tenemos miedo que nos alcance por la ruta, porque siempre termina yendo para el cementerio a buscar la carroña de los muertos. Vamos, jefe, págueme algo, lo que quiera, pero nosotros nos vamos. Decida si nos lleva ya o no y ya mismo nos vamos. Pero le advierto, no se queden ustedes acá, es peligroso.

    Lito Ayala, el fortachón, el gigante que te rompe las manos cuando te aprieta al saludar, el grandote que da miedo por su mole impresionante, estaba pálido. Estaba cagado de miedo y me miraba, como preguntando qué hacemos. No te puedo contar la cara de miedo que tenía. Yo también tenía mucho miedo, recordé la pesadilla reciente, y se me hizo una madeja mental.

    Ya sé que el miedo se contagia, te digo, pero TODO DABA MIEDO. El silencio, la hora, el atardecer, ¿Dónde se fueron los pájaros? Si uno afinaba el olfato, puede ser que viniera algún olor a humo. No estoy seguro. Porque el viento cambia y se lleva los olores para otro lado.

    Le dije al Lito ché mejor nos vamos, que vamos a quedar haciendo acá. Volvemos mañana y cargamos el resto. Arrancá que nos vamos, che.

    El Bedford arrancó y recorrió el camino de acceso. La tranquera estaba abierta, como la dejó la morocha para cuando saliéramos. La cerré apresurado. Miré el cartel de quebracho que decía “Siete hermanos”. Nos íbamos muy a gusto, te lo puedo asegurar. No sé que iba a pasar en ese montecito del fondo de la quinta. El solo pensar que podría estar pasando en ese oscuro rincón del monte, a esta hora de la tarde, crecido el silencio y las sombras, me producía un frío en la nuca y un nudo en el estómago...

    El camión marchaba hacia Esquina. Ibamos en completo silencio. Allá afuera, la luna llena, igual que en mi sueño, era un medallón gigante, todavía blanco, trepada desde el horizonte y ganando altura en el cielo.


    [HR][/HR][1] m. amer. Según la mitología guaraní, al séptimo hijo varón de una familia, se atribuye la capacidad de transformarse en lobo las noches de luna llena. Hombre lobo americano.
     
    #1
    Última modificación: 30 de Octubre de 2011
  2. Princesa

    Princesa Poeta que considera el portal su segunda casa

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    Espero que la historia no sea verídica, jejejejeje.
    Sabía de este mito, justamente escuché por la radio, hace poco, la historia del lobizón...
    Precioso relato Eduardo, un gusto pasar a leerte.
    Saludos cordiales desde Santa Fe :)
     
    #2

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