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Luna ensangrentada

Tema en 'Prosa: Generales' comenzado por blue spring, 29 de Mayo de 2010. Respuestas: 0 | Visitas: 874

  1. blue spring

    blue spring Poeta recién llegado

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    Escarbaban la tierra para encontrar lombrices para pescar, a esa edad no sentía repulsión por aquellos bichitos semi transparentes, ni tenía consciencia alguna de que eran seres vivos a quienes sacrificaban para su diversión. La pesca solía ser escasa y la mayoría de las veces capturaban algunos bagres o mojarritas que no que podían proveer una comida para los cinco y los volvían a tirar al río. Su madre solía decir, con disgusto, que se entretenían en molestar a los peces. En realidad ella no sabía porqué lo hacían pero la pesca deportiva le permitía pasar un rato con su padre y hermanos pendientes del la tensión de la tansa y el bailotear de la boyita.

    El rito se repetía los sábados a la tardecita, con el sol rojo sobre el horizonte y las ramas de los sauces balanceándose sobre río en el que saltaban desafiantes los peces. Con el correr de los años, dejó de ser divertido sacar el anzuelo de las mandíbulas sangrantes de esos seres de aspecto tornasolado y escurridizo al tacto. Su contacto comenzó a disgustarle y encarnar comenzó a serle repulsivo. Aún así, su hermano y su padre celebraban cada pique y comparaban imaginariamente quién había sacado el pez más grande en una competencia que siempre terminaba con bromas y risas que ella ya no disfrutaba. Se debatía entre abandonar el grupo y soportar los comentarios y la actitud bufonesca de su hermano acerca de su nuevo comportamiento. Un sábado de regreso de las duchas vio a un hombre de barba blanca pescar con miga de pan. De regreso al barco, no encontró miga de pan y decidió encarnar con cáscara de queso. Soportó estoicamente los comentarios y burlas y con la seguridad que los peces no picarían tiró el sedal al río.

    Ese sábado le había reservado otra sorpresa. Esta vez no tirarían al río las mojarritas, las juntarían en un balde con agua y luego encarnarían con ellas una línea. La línea era un sedal con anzuelos enormes unidos por un fino cable de acero y una pesada plomada en la punta. Al caer la noche acosada por los mosquitos o asfixiada por el humo de las espirales contempló a luz de un sol de noche el balde. Muchas mojarritas estaban muertas y flotaban en el agua , otras boqueaban cerca de la superficie. Su padre con un movimiento preciso las sacaba del l balde una a una. A las que aún estaban vivas las mataba con un golpe seco contra la cubierta y luego las insertaba dos veces en los enormes anzuelos. La piel plateada se abría bajo la presión sus dedos y la carne con un hilo rojo dejaba paso a la punta mortalmente afilada.

    Desde de la cabina escuchó las recomendaciones que les hacía su padre a sus hermanos y finalmente el ruido de la plomada al caer al agua bajo la luna ensangrentada. Se cambió para dormir y con el pretexto que había tomado mucho sol y no se sentía bien, no cenó y se fue a dormir.

    A la mañana siguiente la despertaron las risas y comentarios. Habían pescado dos dorados y los harían ese mediodía a la parrilla. La cubierta estaba tapizada por pequeñas escamas de nácar que desaparecieron con un certero baldazo de agua. En el otro extremo las mandíbulas de afilados dientes de los pescados, boqueaban tratando inútilmente de respirar fuera del agua a la vez que sus cuerpos se contorsionaban. Su hermano estaba exultante y danzaba como un oso alrededor de las dos víctimas. Su padre se acercó con una tabla y unos cuchillos para desventarlos. Achiró un cuchillo con otro para afinar sus filos y comenzó con la tarea. Nunca había visto a su padre hacer algo igual.

    Tampoco desayunó a pesar del enojo de su madre. Durante los días subsiguientes se negó a comer pollo, carne y pescado. En un reproche de su madre por su nueva actitud ante la comida descubrió el término: vegetariana.
    Una búsqueda rápida en la computadora le reveló su significado y que no se encontraba sola en su aversión. En esa unión imaginaria con otros seres desconocidos y sin rostro encontró la templanza para resistir sin angustiarse los comentarios de su padre. Entendió desde la dulzura de sus catorce años que la querían pero no deseaban que creciera y se alejara de sus andanzas sabatinas y perdonó cada una de sus bufonadas.
    Ese fin de semana había presenciado su primera lección de vida, la muerte… ya no era un niña. Debía volver a empezar.


     
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