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Memorias de Agda - La Travesía de los Dioses.

Tema en 'Fantásticos, C. Ficción, terror, aventura, intriga' comenzado por Ezra Azaret, 25 de Julio de 2015. Respuestas: 1 | Visitas: 851

  1. Ezra Azaret

    Ezra Azaret Poeta recién llegado

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    25 de Julio de 2015
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    “El futuro nos tortura, el pasado nos encadena.

    He ahí por qué se nos escapa el presente.”

    Gustave Flaubert.




    “En muchas maneras esta es una historia acerca del pasado,

    pero también del presente, y especialmente acerca del futuro.”




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    DE LA TRAVESÍA DE LOS DIOSES Y EL ORIGEN DEL MAL​





    Hubo un tiempo en el que las cosas no tenían nombre, un pasado distante y hostil donde ningún Destino había sido sellado. La vida era escasa en la mayor parte del vasto universo y nada, salvo el Primordial Apsu, moraba en la lejana Región de Ea. En medio de esta desolación, el Fuego Sagrado de Apsu engendró a los “Nueve Mundos”, formidables Gobernantes del Firmamento, también bautizados como “Dioses Celestiales”.

    Apsu el Engendrador, desplegó sus alas en la Oscura Profundidad. Sus Fuegos Eternos se alteraron, mezclándose y germinando en la infinita inmensidad. Uno a uno los Dioses Celestiales vinieron al ser. Poderosos y hermosos, todos y cada uno de ellos, crecieron según los designios de su Padre, quien también forjó sus inquebrantables Destinos, atándolos a morar eternamente a su alrededor.

    Apsu se maravilló ante la radiante visión de sus majestuosos hijos, pero sus deseos acarrearon eventos que ni el más sabio pudo prever. En uno de los Nueve Mundos, la vida, siempre deseosa de iniciar un nuevo ciclo, encontró un lugar propicio para desarrollarse. Agda era su nombre, otorgado por los Primigenios, aquellos que posteriormente fueron llamados Dioses.

    Provenientes de un oscuro y frío rincón del cosmos, los Primigenios, vagaron durante incontables periodos de tiempo en busca de un nuevo hogar. Empujados por una terrible mortandad en el mundo que eones atrás los vio nacer, se lanzaron a una aventura sin precedentes y aparentemente sin destino. Su hogar era llamado Eridú, y aunque poco se sabe acerca de su origen o la naturaleza del mal que lo llevó a la ruina, todavía se conservan algunas historias acerca de este remoto lugar, historias que pocos conocen, pues hasta sus protagonistas ignoraban mucho de lo que ocurría bajo sus dominios.

    En los días de la ruina que se abatió sobre Eridú, el Rey Supremo era Adonai, quien gobernaba junto a su esposa, la Reina Astarté. Tan repentino fue “El Mal Que Cayó Del Cielo”, que muchos perecieron antes de entender lo que ocurría. Pero el tiempo de los Primigenios aún no culminaba y los cercanos al Rey encontraron la manera de escabullirse de la irremediable muerte. Doce eran las Casas que componían el círculo más cercano en torno al Rey, y ciento cuarentaicuatro mil fue el total de los Dioses que lograron escapar.

    Adonai, el Rey Supremo de Eridú, tenía tres hijos. Bel era el Primogénito. Noble y alto Heredero del Trono. De carácter firme, fiero cazador de fuerza incomparable.

    El segundo hijo llevaba por nombre Baal. De espíritu tranquilo, rechazaba la violencia y las artes de la caza. Era la antítesis de su Hermano, puesto que prefería desarrollar el intelecto en desmedro de la fuerza.

    El tercer hijo recibía el nombre de Elohim, apodado el Grande. Mayor en poder y altura que sus Hermanos, se ganó con rapidez la bendición de su padre, quien veía en su rostro la nobleza de sus antepasados y un destino más allá de lo que le correspondía descifrar. Si bien el matrimonio era monógamo en Eridú, Elohim no era hijo de la consorte oficial de Adonai, sino de su hermanastra, Ashera. Las líneas de parentesco eran transmitidas por línea materna, y las leyes en relación a la sucesión decían que si en algún momento, incluso después del nacimiento del Primogénito Heredero, el Soberano tenía un hijo con su propia hermanastra, este hijo podía suplantar al Primogénito y convertirse en el Heredero legal.

    Los favores de Adonai para con su hijo menor, prontamente despertaron la envidia de Bel, y con el tiempo esto tendría una lamentable consecuencia, pues es bien sabido que en muchos casos este vil sentimiento puede convertirse en el origen del mal. En cambio Baal, nunca sintió este deseo de obtener el Trono, tal vez porque siempre tuvo a sus Hermanos en mayor altura que él, o porque lo que realmente deseaba no se encontraba en un palacio o en un altar.

    Si bien todos admiraban el espíritu noble de Baal y la sabiduría de sus palabras, detrás de este brillante velo, su corazón escondía un oscuro secreto. Más que nada en el mundo, ya fuesen reinos, fama o el brillante oro que guarda las entrañas de la tierra; lo que Baal deseaba era el conocimiento. Desde muy temprano en su niñez se sintió atraído por los secretos del Cosmos y la visión de una verdad más allá de la Oscura Profundidad del espacio. Grandes maestros alimentaron este deseo a lo largo de su vida, pero cuanto más se desarrollaba su mente, más lejos quería llegar. Con el tiempo la luz del mundo no le fue suficiente, y buscó en las sombras lo que el día no le podía entregar. Así se volvió Maestro de Artes que hoy se consideran Oscuras y Ciencias Prohibidas que solo el más pérfido se los seres se atrevería a escrutar. Su poder crecía y a medida que lo hacía iba derribando los límites de su moralidad, ya que cuanto más se sumergía en las profundas aguas del conocimiento, más aumentaba su desapego por el mundo al cual pertenecía. Las criaturas vivas se convirtieron en simples instrumentos para llevar a cabo sus maléficos fines, y eventualmente, llegó a considerar como peones fácilmente manipulables, a todo aquel a quien pudiese sacarle algún provecho, incluso a aquellos a quienes llamaba Hermanos.

    En esa época Baal se alejó de Eridú. Muchos años pasaron hasta que alguien tuvo alguna noticia de él. Nadie supo nunca a donde fue, ni que hizo durante todo ese tiempo. Hasta que un día simplemente salió de su ostracismo, para presentarse ante el Supremo Rey, augurando una terrible catástrofe.

    Baal le contó a su padre acerca “Del Mal Que Caería Del Cielo” y la muerte que asolaría Eridú. Inevitable resultaba este aciago final, por cuanto la única esperanza residía en escapar de la sombra y embarcase en un viaje hacia lo desconocido, en busca de un nuevo hogar.

    Adonai escuchó con pesar las palabras de su hijo, pero agradeció al hado su oportuno regreso y el aviso a tiempo de la mala fortuna. Entonces el Rey Supremo ordenó la construcción de una barca que navegase los cielos y que fuese capaz de adentrase en la Oscura Profundidad que alberga las estrellas. Adá fue llamada esta embarcación, descrita por los antiguos como “un majestuoso Palacio, la Morada de los Dioses, tanto en el Cielo como en la Tierra”. Los doce anillos que componían su formidable Torre son considerados, incluso hasta hoy, como una de las hazañas arquitectónicas más grandes de la antigüedad. Pero es bien sabido que jamás humano alguno puso un pie dentro de sus inmaculadas murallas, aunque hubo uno que se acercó lo suficiente como para apropiarse de uno de sus maravillosos tesoros.

    Ocurrió entonces, que en el día señalado, antes de la llegada “Del Mal Que Cayó Del Cielo”, los Primigenios zarparon rumbo al Nuevo Mundo. Incalculable fue la tristeza de quienes ascendían los caminos del cielo. El llanto era la clara muestra de su dolor, un llanto desgarrador. Por mucho tiempo reinó la tristeza, hasta que la pena del corazón decantó en los más hermosos cantos de lamentación. Desde entonces se dice que nunca, aquellos que posteriormente fueron llamados Dioses, sintieron mayor pesar que cuando vieron su mundo perecer.

    Las edades siguieron su curso, al igual que la eterna travesía de los Primigenios. Algunos se preguntaban que horrible maldición recaía sobre ellos para merecer tan inmenso castigo; sin sospechar siquiera que el origen de sus males viajaba junto a ellos, bajo la apariencia de un ilustre Príncipe.

    Frente a los ojos de la mayoría, Baal seguía siendo aquel noble y sabio Heredero que fuera antes de su prolongado ostracismo en Eridú. No obstante, algo había cambiado en él. Si bien sus pensamientos resultaban inescrutables, pues se habían vuelto oscuros como el firmamento, después de dirigirse por tanto tiempo a esos sitios arcaicos del Cosmos, donde la oscuridad y la muerte reinan de forma perfecta y perenne. Astaroth, la esposa de Elohim, presentía que el oportuno regreso de Baal no había sido producto de la casualidad o del destino, y que en algún grado él, tenía algo que ver con “El Mal Que Cayó Del Cielo” y la ruina que asoló la hermosa tierra de Eridú. Mas nada lo delataba, ya que Baal era hábil con las palabras y su rostro siempre tenía una expresión hermosa, llena calma y serenidad. Así se ganó los corazones de muchos, y hasta su padre comenzó a tenerlo en mayor estima. Esto reavivó los celos de Bel, y Baal, siempre atento y ágil de pensamiento, no perdió tiempo en aprovecharse de esta debilidad.

    Con astucia, Baal tejía sus redes a lo largo y ancho del Palacio de Adá. Nada de lo que ocurría en la embarcación escapaba de su conocimiento, pero ninguno de sus oscuros pensamientos vio jamás la luz, pues la niebla de sus palabras ocultaba los verdaderos deseos de su corazón. Su poder había crecido enormemente con el tiempo, tanto así que era capaz de escudriñar en la mente de otros e influir en sus pensamientos. De esta manera envenenó por largos años la mente de Bel, acrecentando sus celos y sus ansias de poder.

    Por otra parte, Astaroth no le quitaba los ojos de encima, y Baal rehuía constantemente de su mirada. Sentía que ella era capaz de ver a través de su elaborado disfraz y esto lo atemorizaba más que ninguna otra cosa en el mundo, pues se dice que los ojos de Astaroth eran hermosos y la vez penetrantes, como una brillante joya de amatista y plata; y quienes se atrevían a verlos, caían bajo el influjo de su visión, y sus más profundos secretos eran revelados. Por causa de este temor, Baal nunca se atrevió a indagar en la mente de Elohim, ni mucho menos a utilizarlo para sus conspiraciones, de esto, un rencor secreto creció en su corazón, un rencor que hizo crecer su maldad, profundizando su desapego por el mundo.

    Mientras Baal seguía adelante con sus herméticos planes, Adá arribó a la lejana Región de Ea. Esto coincidió con el agravamiento en la salud de Adonai, víctima del inexorable paso del tiempo. Los rumores acerca de su sucesión se esparcían con velocidad. Muchos creían que solo la fuerza de Bel sostendría a un pueblo a punto de sucumbir. Pero había otros que pensaban que era su Hermano, Elohim el Grande, quien más cerca se encontraba del Trono, y quien más meritos ostentaba para convertirse en el futuro Rey, a pesar de no ostentar la Primogenitura. Adonai, el Rey Supremo, tendría la última palabra.

    La llegada a la Región de Ea y el providencial encuentro con los Dioses Celestiales, reavivaron las esperanzas de los Primigenios. Fue Gaga, también llamado el Exiliado, quien dio la bienvenida a los forasteros. El Primer Mundo era una pequeña roca congelada que vagaba en soledad por la inmensidad del espacio, alejada de sus Hermanos, pero dispuesta en ese apartado lugar especialmente para señalar el camino en dirección hacia su Engendrador.

    Adá siguió entonces el sendero de Gaga, hasta llegar al Segundo Mundo. En medio de la Oscura Profundidad, los Primigenios divisaron a Antu, la hermosa Reina vestida de Azul, como las aguas puras que guarda la Tierra. Un séquito de ninfas danzaban a su alrededor, y sus argollas nupciales anunciaban la presencia de un poderoso Rey.

    Más adelante, en la lejanía, el esposo de Antu apareció. Brillante y majestuoso emergió An, el Tercer Mundo. Semejante a su esposa, el verde azulado de sus ropas lo distinguía. Una fascinante comitiva lo circundaba y las numerosas argollas que con tanto orgullo portaba, eran la clara muestra de su formidable poder.

    La nostalgia se apoderó de los Dioses al dejar atrás a la Primera Pareja Celestial, temerosos de ver incumplidos sus deseos de encontrar un nuevo hogar.

    El recorrido continuó hasta el Cuarto Mundo. Anshar, La Reina de los Cielos, floreció majestuosa en las aguas inmensas de Ea. Se movió con gracia delante de la morada de los Dioses, lanzado un hechizo sobre los viajeros, quienes se sintieron atraídos por su encantadora figura, ataviada con anillos brillantes de fascinantes colores; como los labios lujuriosos de una hermosa doncella que ofrecía para el deleite de la vista el sensual baile del harem que la acompañaba.

    Adá avanzó con fuerza y se liberó de la insidiosa atracción de Anshar, entonces ante los Primigenios apareció una visión aún más terrible. El Gigante Kishar, el Rey de las Tierras Altas, surgió como un monstruo colosal. Siguiendo su Destino arrojó una sombra enorme sobre Apsu y ante los ojos horrorizados de los Dioses, devoró a su Creador. Pavoroso fue el acontecimiento, un mal augurio de lo que estaba por venir.

    El Gigante Kishar tenía un tamaño abrumador, tormentas de remolinos ocultaban su rostro y una hueste innumerable se acordonaba a su alrededor. Un poderoso hechizo lanzó el Quinto Mundo, e incontables relámpagos divinos embistieron contra la embarcación. Los Primigenios temieron lo peor, su curso se vio afectado, pero afortunadamente el oscurecimiento comenzó a pasar. Kishar siguió su Destino, moviéndose lentamente levantó su velo, y el Primordial Apsu volvió a aparecer en plenitud. Pero la alegría del corazón no duró demasiado, pues más allá del Quinto Mundo, acechaba un peligro mayor.

    El Brazalete Repujado reinaba más adelante, era de esperar la destrucción, pues estaba labrado de rocas filosas y piedras ardientes, moviéndose por todas partes, como leones hambrientos a la caza de cualquier intromisión. Adá se precipitó audazmente a la batalla contra las siniestras rocas. Los enemigos cargaban una y otra vez contra los extenuados viajeros, amenazando con despedazar lo último que quedaba de su antiguo y amado hogar. Entonces Adonai tomó una drástica decisión y dejó caer una de las Armas de Terror, portadoras de fuego y muerte. Como guerreros asustados, las rocas abrieron un sendero. Como bajo un hechizo, el Brazalete Repujado, abrió una puerta para el anhelado ingreso de los Dioses. Sin embargo, el Fuego de Muerte alcanzó las paredes de Adá. La barca errante se estremeció y su camino se volvió confuso. En la soledad del espacio, los Dioses observaron el firmamento con claridad. En la distancia, la bola ígnea de Apsu les daba la bienvenida con su resplandor, más en los corazones de todos, el desconsuelo era el sentimiento primordial. No fueron derrotados por la ferocidad del Brazalete, y aunque seguían entre los vivos, vagaban sin rumbo en la Oscura Profundidad.

    De pronto, un Rey rojo cruzó por delante de Apsu, tendiendo sus brazos para acoger a los afligidos viajeros. Era el Sexto Mundo en la cuenta de los Dioses. Lahmu llevaba por nombre, sus ropas estaban teñidas de sangre, como un orgulloso amante de la guerra y la destrucción. Un ominoso presentimiento se apoderó de Adonai frente a la visión del temible Señor de la guerra, las fuerzas lo abandonaban, y a pesar de la aprensión, decidió seguir el hado y cambiar de dirección.

    El aterrizaje en Lahmu fue terrible, el eco de su estruendo aún recorre aquellas solitarias tierras. Los daños en Adá obligaron a los Primigenios a permanecer una larga temporada en aquellos áridos paramos, pero no todo fue en vano, desde su nueva posición pudieron finalmente contemplar lo que por tanto tiempo habían buscado. En el infinito cielo apareció la nívea Agda, el Séptimo Mundo en la cuenta celestial. La Doncella que dio la Vida, danzaba en el espacio con su refulgente vestido azul. De belleza sublime, era menor en tamaño que los grandes Reyes exteriores, pero infinitamente más fascinante. Su delicada figura la resguardaban tres valientes guardianes que circundaban a su alrededor; de ojos feroces y armaduras brillantes, dispuestos a dar la vida si fuese necesario, con tal de proteger a la más hermosa de los descendientes de Apsu, la joya de Ea: Agda, el Séptimo Mundo.

    Desde su posición en Lahmu, los Primigenios también advirtieron la presencia de los restantes Gobernantes del Firmamento. Lahamu era el nombre del Octavo Mundo, la Dama de las Batallas. Hermosa y casi tan feroz como su esposo, el Rey Rojo, pero de sabiduría divina, portadora de la Luz del conocimiento.

    El Noveno Mundo, el más cercano al Engendrador, recibía el nombre de Mummu, consejero y emisario de Apsu. Y aunque en la cuenta de los Primigenios este era el último de los Dioses Celestiales, lo cierto es que Mummu fue el primero en venir al ser.

    Mientras los Primigenios contemplaban el cielo, admirando embelesados la belleza de las estrellas y el encantador resplandor de los hijos de Apsu, algo siniestro se tejió a su alrededor, algo que no fueron capaces de ver, pues mientras más intensa es la luz, más oscuras se tornan las sombras.

    El mal augurio del Gigante Kishar fue la señal que Baal había estado esperando. Él sabía que la fuerza vital pronto abandonaría el cuerpo de su padre, por tanto movió sus hilos, poniendo en marcha su nefasto plan. La obligada estadía en Lahmu se convirtió en su perfecta oportunidad. La muerte por fin alcanzó al Rey Supremo, y como muchos pensaban, fue Elohim el Grande, el designado para tomar su lugar. Bel aceptó sin reclamos el mandato de su padre, mas en su interior, un poderoso deseo lo dominó. En el mismo instante en que Elohim fue coronado como nuevo Rey Supremo, Bel, de rodillas frente al Soberano de Adá, pronunció un juramento horrible, un juramento que nadie puede quebrantar, ni nadie ha de pronunciar, pero que para su desgracia, alguien más alcanzó a escuchar.

    Entonces Baal, consciente del odio que embargaba a su Hermano, se sirvió de todas las Artes Oscuras de las cuales era Maestro, y mediante retorcidas argucias, inseminó en un su mente la idea de que el augurio de Kishar, era una señal del destino a su favor. Estas mentiras hicieron que una enfermedad maligna se apoderase de Bel, una enfermedad de la mente que reveló lo más abyecto de su ser. Sus pensamientos y su corazón eran prisioneros de la oscuridad, incluso su voluntad estaba en manos de aquel que buscaba un poder mayor, invisible a los ojos, pero capaz de someter hasta al más poderoso Dios.

    Grandes honores recibió Adonai en su responso, y grande también fue la pena que se alojó en los corazones de los Primigenios, pero lo que vino luego, es algo que nadie nunca se atrevió a recordar, pues no existe canto o historia que contenga todo el pesar y el horror que, en ese fatídico día, marcó con el sino de la tragedia a los habitantes de Adá.

    El Rey Supremo fue sepultado en la tierra de Lahmu, bajo un imponente sepulcro tallado en la roca viva, incólume ante la erosión y el desdeñoso pasar del tiempo. Grandes artesanos dieron forma al noble y altísimo rostro de Adonai, e incluso hasta hoy podemos ver su silueta en la árida superficie del Rey Rojo. Hasta ese lugar descendió Bel, el Príncipe Mancillado. Guiado por una siniestra sombra, bajo la cual se ocultaba la presencia de Baal. Sus ojos centelleaban como llamas incandescentes, sus manos se fundían con la oscuridad, y en su mente ya no existía luz, solo el irracional deseo de cometer el más grande de los tabúes: Devorar la carne de su padre.

    El pavoroso augurio del Gigante Kishar se volvió realidad. Bel estaba convencido que el canibalismo era la única manera de obtener un poder mayor, con el cual desafiar a su Hermano y reclamar el Altísimo Trono de Adá, el lugar que, a sus ojos, siempre le perteneció. Pero lo que en cambio obtuvo, fue un poder infecto y horrible, una maldición que transformó no solo su alma, sino también su ser. Pues el verdadero deseo de Baal, el Embaucador, era despertar una fuerza desconocida que duerme en los confines del alma, esperando crecer con la oscuridad y devorar toda luz.

    Una poderosa maldición pronunció Baal y una nube negra, tan oscura como el Origen de Todo, rodeó el cuerpo de Bel. La Oscuridad Sempiterna que alguna vez dominó el Cosmos tomó forma nuevamente, sirviéndose de la carne del ignominioso Primogénito y la fuerza vital del Embaucador. A Este poder desconocido, proveniente de un tiempo y espacio donde no existe la luz, se le llamó “El Mal”, y los Primigenios le temían y ese temor fue transferido a sus hijos, pues su naturaleza escapa de nuestra comprensión, ya que su único fin es extirpar del Cosmos hasta el último vestigio de esa anomalía a la que llamamos vida. Así vino al mundo Belial, el Horror de Adá, un monstruo terrible, ahíto de muerte y hambriento de vida.

    Baal cumplió así su pérfido deseo, aunque solo en parte, ya que su verdadero propósito era usar este horrible poder para llegar hasta donde nadie nunca ha podido hacerlo, que es donde habita “El Padre De Todo Principio”. Pero sabía que el momento no era el indicado, y que precisaba de tiempo para incubar y domesticar dicho poder. Si bien su deseo de ver a Belial en toda su majestad era tan gigantesco como su apetito por el conocimiento, estaba plenamente consciente que el Horror de Adá consumiría su vida si aquello llegaba a ocurrir. Por tanto guardó un puñado de su fuerza vital, y moviéndose por secretos atajos que permiten trasponer los límites espaciales, logró llegar hasta la estancia del Supremo Rey. Con el último aliento de vida, Baal denunció los pecados del Hermano mayor, no sin antes dejar una sentida advertencia.

    ―Recuerda, oh Elohim el Grande. Rey Supremo del Altísimo Trono de Adá. Que aquel que por espada arrebatare una vida, por espada su propia vida será arrebatada. Maldito sea todo aquel de la tierra que abrió su boca para recibir la sangre derramada por su mano.

    Así Baal el Sabio, Príncipe de Adá, domador del intelecto, el de las dulces y sabias palabras, abandonó finalmente este mundo.

    Mientras la noticia del deceso de Baal convulsionaba a los Dioses, el Horror de Adá trepaba hasta la superficie de Lahmu; y en el mismo instante en que las trompetas de luto resonaron, la bestia se manifestó. Con un rugido pavoroso que acalló el clamor del Palacio, anunció su aciaga presencia. La bestia se arrastró por la tierra encarnizada, como un reptil que se ve obligado a andar sobre su pecho y comer polvo cada día de su vida. La nube negra vestía su cuerpo, sus ojos brillaban entre las sombras y un par de cuernos, como de carnero, asomaban en su cabeza, pero eran pequeños como los de un joven animal. Se dice que Belial sonreía mientras la tierra se corrompía tras sus pasos, y sus dientes eran como dagas filosas, rojos, teñidos por la sangre que acababa de derramar.

    Pero Elohim el Grande, salió a su encuentro. Montado en Nimrod, Señor de los Vientos, su poderoso Mu (Carro Volador). Su blanca armadura relucía en medio de la noche siniestra de Lahmu. Su rostro era como el Sol cuando resplandece con fuerza y sus ojos como llama de fuego. En su cinto portaba las Siete espadas que daban a su portador potestad sobre el cielo y las tormentas. Estos eran los Siete que solo el Supremo Rey podía esgrimir. Viento Norte, Viento Sur, Viento Este y Viento Oeste; Viento del Mal, Torbellino y Viento incomparable.

    Entonces Belial se encontró de frente con su Hermano, a quien aborrecía desde lo más profundo de su ser; y este lo observaba desde las alturas con mirada de odio y repulsión, y su figura irradiaba una intensa luz que disipaba las sombras en torno a la bestia.

    Con renovado odio, Belial encaró a Elohim, recordando el horrible juramento que en su contra pronunciase. Ocurrió entonces que un par de inmensas alas de membrana, semejantes a las de un murciélago, crecieron en su espalda y se sacudieron como dos tornados que chocan entre sí. La tierra se arremolinó y el monstruo alzó el vuelo, esparciendo su peste en todas direcciones. Como una sombra negra, el Horror de Adá subió hasta más allá de donde se forman las nubes, su hambre voraz lo dominaba, y la noche en la tierra de Lahmu ofrecía un cielo límpido, colmado de astros brillantes que ansiaba devorar. Mas a pesar de su enorme poder, las inmaculadas estrellas todavía le resultaban inalcanzables. Entonces Belial dirigió nuevamente su vista a Elohim, y la luz que irradiaba lo encolerizó aún más. Tal fue la ira que sintió el Príncipe Mancillado, que sin pensarlo se precipitó a la batalla contra su Hermano.

    Pero Elohim era joven y su fuerza alcanzaba la cúspide. Con pasmosa tranquilidad aguardó la colisión con Belial, mas antes de estrellarse, como dos estrellas opuestas en el cielo nocturno, Nimrod elevó un canto divino que paralizó al monstruo en pleno vuelo. La bestia luchaba por librarse del embrujo del Señor de los Vientos, pero su canto portaba la voluntad del Rey Supremo de los Dioses, y ni siquiera el oscuro mal primigenio podía hacer frente a dicho mandato.

    Elohim se acercó a Belial. Con un rápido movimiento desenfundó a Viento del Mal, la alzó en dirección a las nubes y estas respondieron descargando un rayo que se aferró con fuerza a la hoja de la magnífica espada. En ese momento la mirada de Belial se llenó de espanto. Se encontraba inmóvil, a merced de su opresor, y todo cuanto podía hacer era blasfemar.

    El espantoso alarido que lanzó la bestia al ser atravesado por el arma de Elohim, es un recuerdo que se instaló profundamente en la memoria de todas las criaturas vivas, y que resurge de tanto en tanto, sobre todo durante las noches oscuras del alma, en forma de miedos y aullidos cuya procedencia somos incapaces de comprender.

    El canto de Nimrod cesó. Al fin el Horror de Adá estuvo libre, pero solo para caer como una masa putrefacta desde las alturas y estrellase violentamente contra el suelo. El Mu descendió lentamente, hasta situar al Rey Elohim justo frente a la bestia, y esta se retorcía a la vez que lanzaba espantosos alaridos de dolor, mezclados con terribles maldiciones en contra de todo aquello que odiaba, en contra de todo lo que nace y crece. Los ojos fulminantes del Rey reflejaban ira y anhelaban venganza, y aunque esta se encontraba al alcance de sus manos, la advertencia de Baal lo había prevenido de dar muerte a su Hermano.

    ―¿Que horrible maldad te impulsa, criatura rastrera? ―vociferó Elohim, y su voz era como cientos de truenos que hacían temblar la tierra.

    ―Muerte es de donde vengo y muerte es adónde voy ―respondió Belial, y su voz era como el atronador estallido de un volcán. Su lengua era de fuego que hería con cada palabra, y de su boca salía humo y azufre que asfixiaban con cada silencio―. Es tiempo de volver a la Oscuridad Sempiterna Hermano mío, el Padre de Todo Principio te reclama, ¡oh falso Rey Supremo, Elohim el Usurpador!

    La afrenta de Belial no hizo más que reafirmar la ira de Elohim. El monstruo infecto en el que se había convertido su Hermano, solo le causaba repulsión. Nuevamente el Rey alzó su magnífica espada y en un instante, Belial fue fulminado por un rayo, el cual cargaba toda la cólera y la misericordia de Dios. Por tanto, aunque recibió gran daño, seguía estando con vida.

    Tras la batalla, mil veces fue alabado el nombre de Elohim y mil veces fue llorada la pérdida del amado Baal. La pena y el luto fueron cargados por mucho tiempo. Elohim se lamentó enormemente por haber hecho caso omiso de la Primogenitura, y en castigo, la muerte no solo le había arrebatado a su padre, sino también a sus dos Hermanos.

    Pero la tragedia seguiría acechando, y la vergüenza que significaba la ruina de Bel, llevó a su consorte, Belit, a quitarse la vida. Esta desgracia dejó un gran damnificado, pues la descastada pareja tenía un hijo. Behelit era su nombre.

    Fue una mezcla de amor y culpa lo que llevó a Elohim a adoptar al pequeño Behelit, esta era una forma de enmendar en parte sus pecados, y su decisión tendría consecuencias, ya que aquel niño habría de jugar un papel importante en los eventos futuros.

    Se dice que por orden de Elohim, Belial fue encerrado en un nauseabundo calabozo, construido en las profundidades de Adá, a la espera de la llegada al Nuevo Mundo, donde sería debidamente juzgado. También se dice que hubo quienes cuestionaron esta decisión, pero fue el mismo Rey quien acalló las voces disonantes, esgrimiendo, a su favor, las últimas palabras del amado Baal.

    Por desgracia para Elohim y los suyos, su buena voluntad le impidió ver el sentido detrás de estos trágicos eventos. Porque lo cierto era que la mano del Embaucador movía, desde las sombras, los hilos del destino, y al contrario de lo que todos creían, Baal aún no abandonaba este mundo.
     
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    A lluvia de enero le gusta esto.
  2. lluvia de enero

    lluvia de enero Simplemente mujer

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    Interesante historia nos compartes, me perdí un poco entre tantos nombres y personajes, sin dudas es una obra para leer con atención. Me recordó a aquellos tiempos de mi adolescencia en que me fascinaba leer historias mitológicas.

    Un gusto leerte. Gracias por estar aquí.
     
    #2

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