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mi amada y yo

Tema en 'Prosa: Amor' comenzado por hank, 1 de Julio de 2011. Respuestas: 0 | Visitas: 507

  1. hank

    hank Poeta recién llegado

    Se incorporó:
    27 de Junio de 2011
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    Mi amada y yo llevábamos casi diez minutos caminando. El calor de la tarde trepaba por los pies y llegaba a la cabeza hasta tener la sensación de que se van a evaporar los sesos. Escapábamos, mi amada y yo, de la gente, del tumulto, de los gritos estridentes de la masa. La fiesta campestre del club de amigos impedía que ella y yo nos amásemos en el acto.
    A unos tres kilómetros de esa loca algarabía se levantaba una casita blanca de hacienda, de aquellas construidas por los españoles durante el siglo XVII. Mi amada y yo caminábamos prestos hacia aquel nidito de pasión. Un refrescante camino empedrado rodeado por frondosos sauces nos daba la bienvenida. Intenté abrir la puerta y ¡oh tragedia! ¡fatal destino! ¡Mierda! La puta puerta estaba cerrada con llave. Nooooooooooooo... Traté de entrar por las ventanas y nada. Estaba a punto de enloquecer. Le dije a mi amada que lo íbamos a hacer en ese mismo lugar, en la trastienda de la estúpida casita de hacienda.
    Antes de caer presa del pánico, mis ojos se iluminaron al ver una hermosa iglesita católica, escondida tras un bosquecillo de eucaliptos, a unos 50 metros del patio posterior de la casa.
    Entramos a la casa del señor, ella se santiguó dulcemente mientras mis ojos se posaban en su escote. Al terminar su ritual mítico-mágico me posé sobre ella. Las blancas azucenas que eran sus pechos contrastaban con el rojo de las flores del altar. Mi ojos inyectados en sangre por la lascivia se enfrentaban a la mirada angustiada y triste del crucificado. La materia y el espíritu. La vida y la muerte. El placer y el pecado.
    Los gritos destemplados de mi amada retumbaban en los rostros de aquellos santos varones colgados de las paredes del templo.
    Las bancas de aquel refugio para el espíritu eran demasiado duras y mi trasero empezaba a dolerme. Mi creyente amada sugirió el mismísimo altar, para aprovechar un pedazo de alfombra roja que asomaba bajo la eucaristía. Pero si el señor lo ve todo, dije yo con sorna. El recato y la vergüenza judeocristiana ruborizaron a mi amada y estuve a punto de perderlo todo. El verbo hecho hombre en esos momentos fui yo. La convencí en un minuto del problema ontológico de la salvación eterna y de la filosofía epicúrea sobre la intervención de los dioses sobre los mortales.
    Antes de terminar la breve perorata, me había fijado ya en un delicado confesionario hecho de caoba, también de siglos atrás, a la derecha del púlpito.
    Aquella cámara de secretos y pecados nada inconfesables, se convirtió en el nuevo epicentro de la escena. Lejos ya de las miradas austeras de los santos padres de la iglesia y del dios encarnado, mi amada y yo dimos rienda suelta a nuestra reconciliación. Ella clamaba a su divinidad con palabras realmente conmovedoras. "Oh Dios", "Ay mi Dios", "Santo Dios", gritaba sin pudor. Yo apenas podía contenerme mirando el virginal rostro de María, colgando a un costado de la nave central de la iglesia. Sus maternales e piadosos ojos se clavaban en los míos, pensé por segundos que me hubiera gustado que mi amada sea María para ver si salía tan virgen como en aquella vez de la inmaculada concepción.
    No pudiendo consumar el acto, debido a la estrechez del confesionario y a las continuas miradas inquisidoras de la diosa católica, mi amada y yo optamos por cometer doble pecado: fornicación y sacrilegio. La puse en cuatro sobre la alfombra del altar y los aleluyas resonaban en el recinto, los seglares y los ángeles se unían en coro a la fiesta carnal. Recuerdo que hasta las trompetas del juicio final se anticiparon en aquel instante inmortal. Si algún día tengo que morir, tiene que ser así, rodeado de santas, de vírgenes y de diosas, diosas del placer como mi amada.
     
    #1

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