Mi reja de caramelo.

Había sido muy negligente y olvidadizo. Entré nervioso al tinaor, muy oscuro a pesar de ser media tarde. Pensé que no la encontraría; pero allí estaba, entre otros cachivaches, algo oxidada y gastada tras el último esfuerzo realizado. Pero de eso hace ya muchos años; fue antes de que entrara en nuestras vidas el pequeño tractor de cadena, con todos sus apliques: la enorme grada de discos, aquellas enormes rejas que ninguna yunta de mulos o vacas podría haber arrastrado una vez hincada en el suelo.
Allí estaba ella. Era la última reja con la que aré aquel terreno bastante pedregoso, cerca del camino, antes de dejar el campo e irme a estudiar, ya con doce años, a la ciudad. Era muy hermosa, distinta, única. La tomé en mis manos, con cariño, no era una reja cualquiera. Busqué un trapo y me senté en una vieja silla de enea, a la sombra de la frondosa higuera a la que había subido tantas veces siendo niño, a limpiarla, a quitarle el óxido. No hubo que usarla más. De haber tenido que hacerlo habría sido llevada a la herrería, a calzarla.
Ahora la tengo en mi pequeño jardín, justo al lado del manzano, recostada sobre una tapia, muy cerca de mi mejor rosal de rosas rojas. Cada vez que salgo al jardín la miro, y le sonrío, y me sonríe. Nació para el amor, y esa fue su vida. Ahora se distrae contando las abejas, observando las flores y el alocado juego de mi gatita, Lucy; en definitiva disfrutando de un bien ganado descanso.