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Miguel de Cervantes

Tema en 'Biblioteca de Poética Clásica (Poetas famosos)' comenzado por lobo111, 4 de Mayo de 2013. Respuestas: 0 | Visitas: 1796

  1. lobo111

    lobo111 Poeta que considera el portal su segunda casa

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    Miguel de Cervantes Saavedra (Alcalá de Henares, 29 de septiembre de 1547 – Madrid, 22 de abril de 1616) fue un soldado, novelista, poeta y dramaturgo español.

    Es considerado una de las máximas figuras de la literatura española y universalmente conocido por haber escrito Don Quijote de la Mancha, que muchos críticos han descrito como la primera novela moderna y una de las mejores obras de la literatura universal, además de ser el libro más editado y traducido de la historia, sólo superado por la Biblia. Se le ha dado el sobrenombre de «Príncipe de los Ingenios».
    http://es.wikipedia.org/wiki/Miguel_de_Cervantes
    Capítulo Primero
    Que trata de la condición y ejercicio del famoso hidalgo D. Quijote de la Mancha

    En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda. El resto della concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas con sus pantuflos de lo mismo, los días de entre semana se honraba con su vellori de lo más fino. Tenía en su casa una ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años, era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro; gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada o Quesada (que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste caso escriben), aunque por conjeturas verosímiles se deja entender que se llama Quijana; pero esto importa poco a nuestro cuento; basta que en la narración dél no se salga un punto de la verdad.

    Es, pues, de saber, que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso (que eran los más del año) se daba a leer libros de caballerías con tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto el ejercicio de la caza, y aun la administración de su hacienda; y llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas hanegas de tierra de sembradura, para comprar libros de caballerías en que leer; y así llevó a su casa todos cuantos pudo haber dellos; y de todos ningunos le parecían tan bien como los que compuso el famoso Feliciano de Silva: porque la claridad de su prosa, y aquellas intrincadas razones suyas, le parecían de perlas; y más cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafío, donde en muchas partes hallaba escrito: la razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura, y también cuando leía: los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas se fortifican, y os hacen merecedora del merecimiento que merece la vuestra grandeza. Con estas y semejantes razones perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase por entenderlas, y desentrañarles el sentido, que no se lo sacara, ni las entendiera el mismo Aristóteles, si resucitara para sólo ello. No estaba muy bien con las heridas que don Belianis daba y recibía, porque se imaginaba que por grandes maestros que le hubiesen curado, no dejaría de tener el rostro y todo el cuerpo lleno de cicatrices y señales; pero con todo alababa en su autor aquel acabar su libro con la promesa de aquella inacabable aventura, y muchas veces le vino deseo de tomar la pluma, y darle fin al pie de la letra como allí se promete; y sin duda alguna lo hiciera, y aun saliera con ello, si otros mayores y continuos pensamientos no se lo estorbaran.

    Tuvo muchas veces competencia con el cura de su lugar (que era hombre docto graduado en Sigüenza), sobre cuál había sido mejor caballero, Palmerín de Inglaterra o Amadís de Gaula; mas maese Nicolás, barbero del mismo pueblo, decía que ninguno llegaba al caballero del Febo, y que si alguno se le podía comparar, era don Galaor, hermano de Amadís de Gaula, porque tenía muy acomodada condición para todo; que no era caballero melindroso, ni tan llorón como su hermano, y que en lo de la valentía no le iba en zaga.

    En resolución, él se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio, y así, del poco dormir y del mucho leer, se le secó el cerebro, de manera que vino a perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros, así de encantamientos, como de pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles, y asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas soñadas invenciones que leía, que para él no había otra historia más cierta en el mundo.

    Decía él, que el Cid Ruy Díaz había sido muy buen caballero; pero que no tenía que ver con el caballero de la ardiente espada, que de sólo un revés había partido por medio dos fieros y descomunales gigantes. Mejor estaba con Bernardo del Carpio, porque en Roncesvalle había muerto a Roldán el encantado, valiéndose de la industria de Hércules, cuando ahogó a Anteo, el hijo de la Tierra, entre los brazos. Decía mucho bien del gigante Morgante, porque con ser de aquella generación gigantesca, que todos son soberbios y descomedidos, él solo era afable y bien criado; pero sobre todos estaba bien con Reinaldos de Montalbán, y más cuando le veía salir de su castillo y robar cuantos topaba, y cuando en Allende robó aquel ídolo de Mahoma, que era todo de oro, según dice su historia. Diera él, por dar una mano de coces al traidor de Galalón, al ama que tenía y aun a su sobrina de añadidura.

    En efecto, rematado ya su juicio, vino a dar en el más extraño pensamiento que jamás dio loco en el mundo, y fue que le pareció convenible y necesario, así para el aumento de su honra, como para el servicio de su república, hacerse caballero andante, e irse por todo el mundo con sus armas y caballo a buscar las aventuras, y a ejercitarse en todo aquello que él había leído, que los caballeros andantes se ejercitaban, deshaciendo todo género de agravio, y poniéndose en ocasiones y peligros, donde acabándolos, cobrase eterno nombre y fama.

    Imaginábase el pobre ya coronado por el valor de su brazo por lo menos del imperio de Trapisonda: y así con estos tan agradables pensamientos, llevado del estraño gusto que en ellos sentía, se dió priesa a poner en efecto lo que deseaba. Y lo primero que hizo, fue limpiar unas armas, que habían sido de sus bisabuelos, que, tomadas de orín y llenas de moho, luengos siglos había que estaban puestas y olvidadas en un rincón. Limpiólas y aderezólas lo mejor que pudo; pero vió que tenían una gran falta, y era que no tenía celada de encaje, sino morrión simple; mas a esto suplió su industria, porque de cartones hizo un modo de media celada, que encajada con el morrión, hacía una apariencia de celada entera. Es verdad que para probar si era fuerte, y podía estar al riesgo de una cuchillada, sacó su espada, y le dió dos golpes, y con el primero y en un punto deshizo lo que había hecho en una semana: y no dejó de parecerle mal la facilidad con que la había hecho pedazos, y por asegurarse de este peligro, lo tornó a hacer de nuevo, poniéndole unas barras de hierro por de dentro de tal manera, que él quedó satisfecho de su fortaleza; y, sin querer hacer nueva experiencia de ella, la diputó y tuvo por celada finísima de encaje. Fue luego a ver a su rocín, y aunque tenía más cuartos que un real, y más tachas que el caballo de Gonela, que tantum pellis, et ossa fuit, le pareció que ni el Bucéfalo de Alejandro, ni Babieca el del Cid con él se igualaban. Cuatro días se le pasaron en imaginar qué nombre le podría: porque, según se decía él a sí mismo, no era razón que caballo de caballero tan famoso, y tan bueno él por sí, estuviese sin nombre conocido; y así procuraba acomodársele, de manera que declarase quien había sido, antes que fuese de caballero andante, y lo que era entones: pues estaba muy puesto en razón, que mudando su señor estado, mudase él también el nombre; y le cobrase famoso y de estruendo, como convenía a la nueva orden y al nuevo ejercicio que ya profesaba: y así después de muchos nombres que formó, borró y quitó, añadió, deshizo y tornó a hacer en su memoria e imaginación, al fin le vino a llamar ROCINANTE, nombre a su parecer alto, sonoro y significativo de lo que había sido cuando fue rocín, antes de lo que ahora era, que era antes y primero de todos los rocines del mundo. Puesto nombre y tan a su gusto a su caballo, quiso ponérsele a sí mismo, y en este pensamiento, duró otros ocho días, y al cabo se vino a llamar DON QUIJOTE, de donde como queda dicho, tomaron ocasión los autores de esta tan verdadera historia, que sin duda se debía llamar Quijada, y no Quesada como otros quisieron decir. Pero acordándose que el valeroso Amadís, no sólo se había contentado con llamarse Amadís a secas, sino que añadió el nombre de su reino y patria, por hacerla famosa, y se llamó Amadís de Gaula, así quiso, como buen caballero, añadir al suyo el nombre de la suya, y llamarse DON QUIJOTE DE LA MANCHA, con que a su parecer declaraba muy al vivo su linaje y patria, y la honraba con tomar el sobrenombre della.

    Limpias, pues, sus armas, hecho del morrión celada, puesto nombre a su rocín, y confirmándose a sí mismo, se dió a entender que no le faltaba otra cosa, sino buscar una dama de quien enamorarse, porque el caballero andante sin amores, era árbol sin hojas y sin fruto, y cuerpo sin alma. Decíase él: si yo por malos de mis pecados, por por mi buena suerte, me encuentro por ahí con algún gigante, como de ordinario les acontece a los caballeros andantes, y le derribo de un encuentro, o le parto por mitad del cuerpo, o finalmente, le venzo y le rindo, ¿no será bien tener a quién enviarle presentado, y que entre y se hinque de rodillas ante mi dulce señora, y diga con voz humilde y rendida: yo señora, soy el gigante Caraculiambro, señor de la ínsula Malindrania, a quien venció en singular batalla el jamás como se debe alabado caballero D. Quijote de la Mancha, el cual me mandó que me presentase ante la vuestra merced, para que la vuestra grandeza disponga de mí a su talante? ¡Oh, cómo se holgó nuestro buen caballero, cuando hubo hecho este discurso, y más cuando halló a quién dar nombre de su dama! Y fue, a lo que se cree, que en un lugar cerca del suyo había una moza labradora de muy buen parecer, de quien él un tiempo anduvo enamorado, aunque según se entiende, ella jamás lo supo ni se dió cata de ello. Llamábase Aldonza Lorenzo, y a esta le pareció ser bien darle título de señora de sus pensamientos; y buscándole nombre que no desdijese mucho del suyo, y que tirase y se encaminase al de princesa y gran señora, vino a llamarla DULCINEA DEL TOBOSO, porque era natural del Toboso, nombre a su parecer músico y peregrino y significativo, como todos los demás que a él y a sus cosas había puesto.

    Nota del moderador: Transcribimos a continuación algunos Sonetos de Cervantes:

    --..--

    E
    l Monicongo, académico de la Argamasilla, a la sepultura de don Quijote

    Epitafio

    El calvatrueno que adornó a la Mancha
    de más despojos que Jasón decreta;
    el jüicio que tuvo la veleta
    aguda donde fuera mejor ancha,

    el brazo que su fuerza tanto ensancha,
    que llegó del Catay hasta Gaeta,
    la musa más horrenda y más discreta
    que grabó versos en la broncínea plancha,

    el que a cola dejó los Amadises,
    y en muy poquito a Galaores tuvo,
    estribando en su amor y bizarría,

    el que hizo callar los Belianises,
    aquel que en Rocinante errando anduvo,
    yace debajo de esta losa fría.


    Del Paniaguado, académico de la Argamasilla,
    In laudem Dulcinæ del Toboso

    Esta que veis de rostro amondongado,
    alta de pechos y ademán brioso,
    es Dulcinea, reina del Toboso,
    de quien fue el gran Quijote aficionado.

    Pisó por ella el uno y otro lado
    de la gran Sierra Negra, y el famoso
    campo de Montïel, hasta el herboso
    llano de Aranjüez, a pie y cansado.

    Culpa de Rocinante, ¡oh dura estrella!,
    que esta manchega dama, y este invito
    andante caballero, en tiernos años,

    ella dejó, muriendo, de ser bella;
    y él, aunque queda en mármoles escrito,
    no pudo huir de amor, iras y engaños.


    Del caprichoso, discretísimo académico de la Argamasilla, en loor de Rocinante, caballo de don Quijote de la Mancha

    (Soneto con estrambote)

    En el soberbio trono diamantino
    que con sangrientas plantas huella Marte,
    frenético, el Manchego su estandarte
    tremola con esfuerzo peregrino.

    Cuelga las armas y el acero fino
    con que destroza, asuela, raja y parte:
    ¡nuevas proezas!, pero inventa el arte
    un nuevo estilo al nuevo paladino.

    Y si de su Amadís se precia Gaula,
    por cuyos bravos descendientes Grecia
    triunfó mil veces y su fama ensancha,

    hoy a Quijote le corona el aula
    do Belona preside, y de él se precia,
    más que Grecia ni Gaula, la alta Mancha.

    Nunca sus glorias el olvido mancha,
    pues hasta Rocinante, en ser gallardo,
    excede a Brilladoro y a Bayardo.


    Del burlador, académico argamasillesco, a Sancho Panza

    Sancho Panza es aquéste, en cuerpo chico,
    pero grande en valor, ¡milagro extraño!
    Escudero el más simple y sin engaño
    que tuvo el mundo, os juro y certifico.

    De ser conde no estuvo en un tantico,
    si no se conjuraran en su daño
    insolencias y agravios del tacaño
    siglo, que aun no perdonan a un borrico.

    Sobre él anduvo -con perdón se miente-
    este manso escudero, tras el manso
    caballo Rocinante y tras su dueño.

    ¡Oh vanas esperanzas de la gente;
    cómo pasáis con prometer descanso,
    y al fin paráis en sombra, en humo, en sueño!


    Amadís de Gaula a don Quijote de la Mancha

    Tú, que imitaste la llorosa vida
    Que tuve ausente y desdeñado sobre
    El gran ribazo de la Peña Pobre,
    De alegre a penitencia reducida,

    Tú, a quien los ojos dieron la bebida
    De abundante licor, aunque salobre,
    Y alzándote la plata, estaño y cobre,
    Te dio la tierra en tierra la comida,

    Vive seguro de que eternamente,
    En tanto, al menos, que en la cuarta esfera,
    Sus caballos aguije el rubio Apolo,

    Tendrás claro renombre de valiente;
    Tu patria será en todas la primera;
    Tu sabi autor, al mundo único y solo.


    Don Bellanís de Grecia a don Quijote de la Mancha

    Rompí, corté, abollé, y dije y hice
    Más que en el orbe caballero andante;
    Fui diestro, fui valiente, fui arrogante;
    Mil agravios vengué, cien mil deshice.

    Hazañas di a la Fama que eternice;
    Fui comedido y regalado amante;
    Fue enano para mí todo gigante
    Y al duelo en cualquier punto satisfice.

    Tuve a mis pies postrada la Fortuna,
    Y trajo del copeta mi cordura
    A la calva Ocasión al estricote.

    Mas, aunque sobre el cuerno de la luna
    Siempre se vio encumbrada mi ventura,
    Tus proezas envidio, ¡oh gran Quijote!


    La señora Oriana a Dulcinea del Toboso

    ¡Oh, quién tuviera, hermosa Dulcinea,
    por más comodidad y más reposo,
    a Miraflores puesto en el Toboso,
    y trocara sus Londres con tu aldea!

    ¡Oh, quién de tus deseos y librea
    alma y cuerpo adornara, y del famoso
    caballero que hiciste venturoso
    mirara alguna desigual pelea!

    ¡Oh, quién tan castamente se escapara
    del señor Amadís como tú hiciste
    del comedido hidalgo don Quijote!

    Que así envidiada fuera, y no envidiara,
    Y fuera alegre el tiempo que fue triste,
    Y gozara los gustos sin escotes.


    Gandalín, escudero de Amadís de Gaula, a Sancho Panza, escudero de don Quijote

    Salve, varón famoso, a quien Fortuna,
    Cuando en el trato escuderil te puso,
    Tan blanda y cuerdamente lo dispuso,
    Que lo pasaste sin desgracia alguna.

    Ya la azada o la hoz poco repugna
    Al andante ejercicio; ya está en uso
    La llaneza escudera, con que acuso
    Al soberbio que intenta hollar la luna.

    Envidio a tu jumento y a tu nombre,
    Y a tus alforjas igualmente envidio,
    Que mostraron tu cuerda providencia.

    Salve otra vez, ¡oh Sancho!, tan buen hombre,
    Que a solo tú nuestro español Ovidio,
    Con buzcorona te hace reverencia.


    Orlando Furioso a don Quijote de la Mancha

    Si no eres par, tampoco le has tenido:
    que par pudieras ser entre mil pares;
    ni puede haberle donde tú te hallares,
    invicto vencedor, jamás vencido.

    Orlando soy, Quijote, que, perdido
    por Angélica, vi remotos mares,
    ofreciendo a la Fama en sus altares
    aquel valor que respetó el olvido.

    No puedo ser tu igual; que este decoro
    se debe a tus proezas y a tu fama,
    puesto que, como yo, perdiste el seso.

    Mas serlo has mío, si al soberbio moro
    y cita fiero domas, que hoy nos llama,
    iguales en amor con mal suceso.


    El caballero del Febo a don Quijote de la Mancha

    A vuestra espada no igualó la mía,
    Febo español, curioso cortesano,
    ni a la alta gloria de valor mi mano,
    que rayo fue do nace y muere el día.

    Imperios desprecié; la monarquía
    que me ofreció el Oriente rojo en vano
    dejé, por ver el rostro soberano
    de Claridiana, aurora hermosa mía.

    Améla por milagro único y raro,
    y, ausente en su desgracia, el propio infierno
    temió mi brazo, que domó su rabia.

    Mas vos, godo Quijote, ilustre y claro,
    por Dulcinea sois al mundo eterno,
    y ella, por vos, famosa, honesta y sabia.


    --..--

    FUENTES:

    http://www.elmundo.es/quijote/capitulo.html?cual=1
    http://www.los-poetas.com/d/cerva1.htm#SONETOS
     
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    Última modificación por un moderador: 5 de Mayo de 2013

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