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Nicolás

Tema en 'Prosa: Generales' comenzado por Raven, 31 de Mayo de 2006. Respuestas: 1 | Visitas: 1028

  1. Raven

    Raven Poeta fiel al portal

    Se incorporó:
    7 de Abril de 2005
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    Amanda bajó corriendo por las escaleras de su portal en la madrileña calle Huertas. Eran las doce de la noche y en casa nadie se había percatado de su ausencia. Su padre y su madre estaban discutiendo airadamente, como casi siempre. Salió fuera a la calle y miró hacia el cielo. Sentía miedo. Y también frío en sus pies descalzos. Llevaba un oso de peluche en la mano, y le agarraba fuertemente. Es lo que hacía siempre que tenía ganas de llorar. En la calle no había un alma. Era la noche de un miércoles 14 de Octubre, y la ciudad dormía plácidamente. Amanda estaba sola.
    ¿Sola? En el portal de al lado estaba una persona sentada entre cartones y sábanas viejas. Su única compañía era un perro pastor alemán y una botella de cerveza envuelta en una bolsa de plástico. Enfrente suya tenía un pequeño cartel, pero o bien Amanda no entendía lo que estaba escrito, o bien simplemente estaba demasiado triste como para leer. De modo que no le hizo caso alguno.
    - Hola. – dijo el mendigo.
    Su delgado cuerpo estaba cubierto de harapos. Tenía una barba y melena blanca. Parecía muy viejo. Aun así sus ojos tenían un brillo especial. El brillo que tienen los ojos de las buenas personas, el mismo brillo que se puede encontrar, por ejemplo, en las estrellas. Esto es, claro, si las miras con buenos ojos, lo cual no deja de ser paradójico, pero este no es el objeto de mi narración.
    - Hola. – respondió la niña enjugándose las lágrimas.
    - ¿Cómo te llamas? – preguntó afable el anciano.
    - Amanda.
    - ¿Amanda? Es un nombre muy bonito.
    - Gracias. ¿Cuál es el tuyo?
    - Yo me llamo Nicolás.
    El anciano extendió su mano hacia Amanda.
    - Ven, acércate. Pareces tener frío. – dijo.
    La niña titubeó en un principio. Sabía lo que le habían dicho sus padres acerca de hablar con extraños. Pero, ¿qué importaba eso de todas formas? Ella no estaba en casa y ni siquiera se habían percatado de ello. De modo que se acercó al vagabundo, el cual le pasó una manta por encima de los hombros.
    - ¿Así mejor? – preguntó Nicolás.
    - Sí, Gracias. – contestó Amanda.
    - Bien. Bueno, dime, Amanda, ¿cuántos años tienes?
    - Seis.
    - ¿Seis? Ya veo. ¿Y cómo se llama tu oso?
    - No tiene nombre.
    - ¿No tiene nombre?
    - No, sólo es un peluche.
    - ¿Sólo? ¿Sólo es un peluche? No me lo puedo creer. Los peluches son personas muy importantes y cultivadas, por eso también merecen un nombre.
    - ¿Tú crees?
    - No lo creo, lo sé. Yo una vez tuve un oso de peluche que se llamaba Nube, y él me lo dijo.
    - ¿De verdad?
    - Como que estoy aquí ahora mismo delante tuya.
    - Se llama Balú. – sonrió la pequeña.
    - ¡Ah! Ya sabía yo que debía tener un nombre. Y ahora me explicarás por qué estáis Balú y tú aquí fuera, en mitad de la noche.
    La niña enmudeció y metió la cara entre las manos. Nicolás la tocó el hombro en señal que consuelo.
    - Ya… ya… - dijo el mendigo. – Cálmate. Y ahora dime qué es lo que te ocurre.
    - El mundo es un lugar feo.
    - ¿Qué me dices?
    - Sí. Es feo y horrible y no me gusta.
    - ¿Qué le hace pensar eso a una niña tan bonita como tú?
    - Mamá y Papá… siempre gritan.
    - Mmmm… entiendo, entiendo. ¿Pero sabes una cosa?
    - ¿Qué?
    - El mundo es un lugar maravilloso. Precioso. De verdad.
    - A mí no me lo parece.
    - ¡Ah! Ahí está el problema. ¡A ti no te lo parece! Pero el mundo es tan bonito como tú alcances a imaginártelo.
    - ¿A qué te refieres?
    - ¿Tú sueñas, Amanda?
    - Claro.
    - Pues bien, ¿ves aquellos árboles que hay ahí al fondo?
    - Sí.
    - Ése es un lugar donde todos tus sueños pueden hacerse realidad.
    - Eso es el Parque del Buen Retiro. He ido muchas veces con mis padres.
    - Ahá, y así te han dicho que se llama, ¿no?
    - ¿Tiene otro nombre?
    - Por supuesto que sí. Es el País de las Maravillas.
    - Mamá dice que ese lugar no existe.
    - ¿Cómo que no? A mí me lo dijo la mujer que está mirando hacia el horizonte. Una mujer con una mirada muy triste, pero que cuando quiere sonreír se pone una máscara con una sonrisa. Lo que pasa es que sólo se la pone cuando está con sus amigos, porque le da vergüenza. El resto del día sostiene la máscara por encima de su cabeza con ambas manos.
    - Me estás hablando de una estatua.
    - ¿Ah, si? ¿Se lo has preguntado alguna vez?
    Amanda quedó muda. Sabía que aquello era una estatua, la había visto montones de veces. Pero también era cierto que nunca le había preguntado nada, de modo que no podría saber a ciencia cierta si era una estatua o no.
    - Aquellos que dicen que el mundo es un lugar feo… - prosiguió el anciano. - … es porque nunca se han parado a pensar en ciertas cosas. Por ejemplo: Si tú subes por las escaleras que dan la espalda a la mujer de la máscara podrás divisar el horizonte de la ciudad. ¿No es así?
    - Si. Es muy bonita.
    - Sí lo es. Y si observas hacia donde mira la mujer verás a su izquierda un ático de lo más singular. Justo antes de la Catedral de los Jerónimos. Un ático con dos torres puntiagudas acabadas en una bola. Dos torres grises con unas bases redondas. Verás que entre las torres hay una ventana muy grande, que da a una terraza. ¿Me sigues?
    - Sí.
    - Pues yo he estado en ésa terraza, y en ese ático. Y te puedo decir que ahí vive el mago más poderoso del mundo.
    - Papá dice que los magos no existen.
    - ¿Ha estado acaso tu Papá ahí alguna vez?
    La niña de nuevo tuvo que callar. El anciano prosiguió con su relato:
    - Como te iba diciendo… ahí vive el mago más poderoso del mundo. Es el mago que se encarga de administrar los sueños de la gente. A cada cual según le corresponda. Los sueños entran por la torre de la izquierda, y salen después por la de la derecha. ¿Y sabes qué es lo último que me ha dicho mi amigo el mago?
    - ¿El qué?
    - Que la gente ya no sueña, Amanda. Están ocupados comprando casas más bonitas, coches más grandes… Y no tienen tiempo para soñar. Por eso los padres riñen y el mundo puede resultar tan feo.
    Amanda comprendió. Todo tenía mucha lógica y sentido por primera vez. De hecho, se sintió un tanto culpable por todas aquellas noches en las que no había soñado, y por todos esos sueños que había olvidado.
    - ¿Has jugado a “piratas” alguna vez, Amanda? – preguntó el viejo.
    - No.
    - ¿No? ¿¿Entonces a qué juegas tú, mujer??
    - Mamá me compra muchas muñecas y muñecos. Y dentro de poco me ha prometido un teléfono móvil y una videoconsola. Además me dejan que vea mucho la tele.
    - Pero nada de eso te hace feliz.
    La niña enmudeció otra vez.
    - Bueno, mira, yo arreglaré eso. – dijo el vagabundo levantándose con sorprendente agilidad. – Observa. Yo fui actor en el Teatro Real, ¿sabes?
    - ¿De verdad?
    - Sí, aquellos fueron buenos tiempos, amiguita. Pero ya sabes… a la gente ya no le gusta el arte y ensayo, supongo.
    El anciano dio unos pasos de baile con graciosa algarabía, y Amanda soltó una carcajada por primera vez en mucho tiempo.
    - ¡Hehehe! Bueno… creo que debo volver a sentarme, mis huesos ya no son como eran, ¿sabes? – dijo Nicolás. – Tendremos que buscar algo que hacer, ya que no juegas a “piratas”, ¿de acuerdo?
    - De acuerdo. – respondió Amanda entre risas.
    - Dime, ¿te leen cuentos tus padres?
    - ¿Cuentos?
    - Vale, no respondas, ya conozco la respuesta. Es una lástima. Una verdadera lástima.
    - Mamá y Papá dicen que eso es para niños pequeños. Ahora debo concentrarme en estudiar para sacar buenas notas. Estudiar y estudiar.
    - ¡Dios mío! Pero si tienes seis añitos…
    - ¡Son muchos!
    - ¡Bueno, claro! Pero mírame a mí. Yo tengo setenta y cinco y aún me gusta leer cuentos y así poder contárselos a Bruno. – dijo señalando a su perro dormido. – Haremos una cosa. Tú ya sabes leer, ¿no?
    - Sí. Soy la primera de la clase.
    - Seguro que sí. Pues mira. Toma.
    El anciano sacó de entre un montón de sábanas un libro. “Leyendas y Narraciones de los Hermanos Grimm”, rezaba el título. Amanda cogió el libro en sus manos. Las tapas eran duras y estaban forradas de terciopelo. Por dentro el libro estaba preciosamente ilustrado. Las láminas mostraban un mundo mágico. Un mundo mágico de verdad.
    - ¿Te gusta? – preguntó el anciano con una sonrisa.
    - ¡Me encanta! ¡Es precioso! ¿Me lo regalas?
    - ¿Lo dudas? Es tuyo. ¡Todo tuyo! A mí ya no me hará mucha falta…
    - ¿Por qué?
    - No, por nada. Quédatelo, de verdad.
    - ¡Ya sé! Yo me quedo con el libro. Pero todas noches antes de dormir leemos un cuento juntos. ¿Te parece?
    - ¡Oh! ¡Es una idea maravillosa! Me alegra que quieras ser mi amiga.
    - Y yo también me alegro de haberte conocido.
    - Bueno, ahora venga. Sube arriba a casa. Seguro que tus padres ya han dejado de discutir y te están buscando. Además, las calles no son seguras para una niñita como tú. Menos mal que te he visto yo y no algún otro.
    - Muchas gracias, Nicolás. – la niña se agachó y besó la mejilla del anciano. – Mañana por la noche nos vemos, ¿de acuerdo?
    - Claro, bonita, claro. Y recuerda: no te olvides de soñar esta noche.
    Amanda subió hasta su casa. El griterío había cesado. Amanda corrió a meterse en su cama con el libro a cuestas. Su madre entró en la habitación y al verla acostada apagó la luz y se fue. La pequeña correría de la niña había pasado inadvertida.
    Esa noche Amanda soñó. Al día siguiente leyó de su libro nuevo. Leyó en el colegio y leyó en casa. Aprendió a usar esa pequeña vocecilla que todos guardamos en nuestra cabeza, en alguna parte (aunque algunos se empeñen en enterrarla). Esa vocecilla llamada imaginación. Por la noche, cuando todos estaban dormidos, Amaya cogió su libro y bajó corriendo las escaleras, como la noche anterior. Ahí estaba el viejo. Pero esta vez tendido en el suelo. No había rastro de Bruno. Amaya llamó a Nicolás y le golpeó levemente en la espalda. Nicolás no contestaba. Entonces fijó la vista en el cartel de cartón que el día anterior había ignorado. Hizo un esfuerzo por entender lo que ponía, dada la extraña caligrafía y la índole de algunos términos que no comprendía. Leyó en voz alta:
    “Mi nombre es Nicolás Martínez. Tengo setenta y cinco años. Y estoy enfermo de cáncer terminal.”



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    #1
  2. Lilith

    Lilith Poeta fiel al portal

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    Es una maravilla de historia...Tan bonita como la vida cuando te sonrie y te echa una mano para caminar en el sendero correcto...

    Mi mas grandioso enorabuena, Raven, porque habeis tocado el corazon de un espectro, haciendolo llorar de alegria...
     
    #2

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