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Noli turbare circulos meos

Tema en 'Relatos extensos (novelas...)' comenzado por Mr.Hellmet, 7 de Diciembre de 2019. Respuestas: 0 | Visitas: 480

  1. Mr.Hellmet

    Mr.Hellmet Poeta recién llegado

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    Hombre
    Un pequeño homenaje a la muerte de un gran hombre

    Un hombre de avanzada edad, con una larga caña de madera en la mano se encontraba sentado en una silla, observando absorto el arenoso suelo. En este podían apreciarse los trazos de un complicado diagrama donde, saliendo de una circunferencia, radios, tangentes y triángulos se cortaban entre sí de las formas más variadas, dando lugar a un hermoso mosaico de patrones geométricos. Aquella extraña composición, que a ojos de la mayoría no debía de pasar por más que una mezcla azarosa de rectas y figuras, debía de tener para el anciano un significado realmente especial, pues había conseguido que se olvidase, durante unos instantes, de la situación en la que se encontraban inmersos él y todos sus conciudadanos.

    Habían pasado un par de horas desde que las tropas romanas habían conseguido, después de más de dos años de asedio, irrumpir en la siciliana ciudad de Siracusa, descargando la rabia acumulada tras una campaña militar tan larga. El comandante Claudio Marcelo, líder de la coalición encargada de tomar la ciudad, había ordenado que se respetase a los ciudadanos, negándose a las peticiones de los soldados de realizar el saqueo de la polis, pero los legionarios no estaban conformes con esta decisión; el asedio había sido largo y tedioso y los soldados reclamaban una recompensa tras haber conseguido penetrar la muralla exterior de la ciudad, aprovechando que estas estaban desatendidas por la celebración de unas fiestas en honor de la diosa Artemisa. La falange reclamaba una recompensa y el comandante no tuvo más remedio que condescender y aceptar que se apropiaran de los bienes y de los esclavos, pero respetando los hogares y a los ciudadanos libres que habitaban la ciudad, prohibiendo la quema de edificios y el asesinato o sometimiento de los siracusanos. Pero como suele ocurrir en estas situaciones, tales condiciones solo se estaban cumpliendo a medias, pues, si bien los soldados respetaban en líneas generales lo estipulado, no dudaban en dar muerte a quien opusiese algo de resistencia a la hora de entregar sus bienes o de ocasionar algún destrozo mientras registraban los hogares enemigos. Las tropas estaban tan rabiosas como eufóricas, pues, por fin, tras dos largos años, habían conseguido penetrar en la ciudad.

    Hacía casi seis años que Roma había entrado de nuevo en guerra con Cartago y la ciudad siciliana había decidido, bajo el mandato Hierón II, apoyar a Aníbal en la contienda, afiliándose al bando cartaginés tal como había hecho en un inicio hacia casi medio siglo, durante el estallido de la primera guerra púnica. Este tirano había reinado durante casi medio siglo y en todo este tiempo nunca se privó de solicitar la ayuda de nuestro geómetra en multitud de ocasiones, especialmente, pidiéndole que fortificase la ciudad frente a ataques enemigos, dotándola de una gran variedad de artefactos de su propia invención; y así siguieron haciéndolo sus sucesores cuando empezó esta nueva contienda, tanto Jerónimo durante su breve reinado como Hipócrates y Epícides, los actuales regentes de la ciudad.

    Siracusa era una región costera cuyos puertos bañados por el mediterráneo se encontraban a escasos metros de la metrópoli de la potencia enemiga. La mala localización geográfica, unida al hecho de que los romanos habían enviado una considerable fuerza de asalto, tanto en tropas terrestres, lideradas por el propretor Apio Claudio, como navales, donde contaban con aproximadamente un centenar de quinquerremes, dejaban a la ciudad en una situación muy desfavorable. Solo contaban con la excelente fortificación de la ciudad, conseguida tras muchos años de trabajo, que se encontraba completamente rodeada por una muralla hasta en los terrenos más escarpados y de difícil acceso, haciendo así que un ataque por tierra resultase realmente complicado. Fue por ello que las tropas romanas consideraron en un inicio que la mejor opción sería un asalto marítimo. De modo que, una noche, Marcelo decidió atacar las costas siracusanas, llegando a pensar que la conquista de la ciudad se llevaría a cabo en apenas un par de días. Con aproximadamente sesenta naves llenas de legionarios, armados todo ellos con hondas, arcos y otras armas de largo alcance con las que pretendía acabar con los defensores de las almenas, se acercó a las murallas costeras. Llevaba además consigo un nuevo artefacto destinado a facilitar los asedios navales: la sambuca, a la que de forma poética, habían llamado lira, por su semejanza con este instrumento musical. La novedosa embarcación, formada por la unión lateral de dos quiquerremes, cada una de ellas con una torre de madera situada en su centro y de las cuales surgía un complicado sistema de poleas, llevaba en el espacio situado entre las dos naves una escalera, con la cual conectaban las cuerdas de las poleas unidas a las torres. Una vez la embarcación se encontraba lo suficientemente cerca de las murallas, esta escalera podía elevarse por encima de ellas para así, descender y engancharse en la parte superior del muro y servir de puente para las tropas enemigas. Siracusa contaba por su parte con dos tipos de catapultas de diferente alcance, de manera que pudiesen atacar a varias distancias a las naves que se acercaban. Además, a nuestro anciano personaje se le había ocurrido la idea de realizar una multitud de orificios en la muralla, de escaso diámetro en su parte externa pero de mayor amplitud en la interna, de manera que podía situarse un arquero en uno de estos agujeros y lanzar proyectiles de forma segura a las tropas enemigas. Así, las naves romanas fueron ferozmente atacas; pero las flechas resultaban poco efectivas frente a los barcos y las catapultas presentaban varios inconvenientes, como la dificultad a la hora de apuntar o el hecho de tener un alcance determinado; si una nave enemiga conseguía sobrepasar su rango de tiro, estas dejaban de ser efectivas. Esto suponía un verdadero problema, pues una vez una embarcación dotada con una sambuca llegaba a las murallas costeras, solo le quedaba hacerla descender y una vez conseguido esto, escalar el puente que permitiría traspasar la muralla enemiga.

    Pero no contaban las tropas romanas con que, las mismas poleas que hacían posible la construcción de un artefacto como la sambuca, también permitían crear uno que las repeliese; y nadie sabía más de poleas en su tiempo que nuestro protagonista. Hacía años que las palancas no guardaban ningún secreto para él y era consciente de que una pequeña fuerza era capaz de levantar un gran peso, si se disponía de los artefactos necesarios; a veces pensaba que, con el punto de apoyo y los materiales adecuados, sería capaz incluso de mover el mundo. Es así que había conseguido diseñar un artefacto que consistía en una estructura de madera vertical adosada a la cima de las murallas de la ciudad, de la cual pendía un garfio unido a una gruesa cadena que daba a su parte exterior, esto es, a la costa y que descendía cuando los barcos se encontraban lo suficientemente cerca, enganchándose en su popa o donde quiera que consiguiese atinar. Después, con un juego de múltiples poleas y varios hombres colaborando, al girar una manivela elevaban la embarcación apresada por el garfio, haciendo que la nave se alzase, zarandease y finalmente volcase, consiguiendo dañar e incluso hundir al navío. También unos mecanismos rotatorios que portaban rocas de gran tamaño habían sido construidos y situados en la superficie de la muralla, las cuales dejaban caer sobre los barcos que conseguían llegar hasta las murallas rocas de enorme peso, logrando así hundir la embarcación. De esta manera habían conseguido asegurar la zona más cercana a la muralla exterior que daba al mar.

    La batalla que se libró esa noche resulto desastrosa para el ejército romano: los navíos que conseguían resistir los impactos de las rocas lanzadas por las catapultas y de los proyectiles disparados desde los orificios de las murallas, una vez se acercaban a la costa enemiga, eran zarandeados por las garras que descendían inclementemente de los sicilianos muros, o eran hundidas por el peso de enormes rocas que caían sobre ellos, de modo que ningún barco consiguió llegar a penetrar los muros de Siracusa. Y así fue que la costa siracusana resistió la primera incursión de Marcelo, el cual se vio obligado a retirarse con sus tropas para meditar una nueva estrategia, decantándose finalmente por una táctica de asedio, confiando en que la hambruna y la escasez de recursos llevasen a la ciudad a la rendición; así, pasaron dos largos años, tan duros para los sitiados como para los sitiadores.

    Pero la ciudad cayó, pues finalmente, la superstición gano al ingenio y a causa de una fiesta en honor de la diosa de la caza, los invasores consiguieron dar caza a su presa. Ahora que la empresa estaba perdida, el viejo se encontraba haciendo lo único que podía hacer: dedicarse a aquello a lo que había consagrado su vida. De joven, había ido a estudiar a Alejandría bajo la tutela del gran Euclides y desde ese momento la geometría había sido su pasión. Como Platón antes que él, creía ver en las figuras que trazaba en la arena la representación de unas entidades más sublimes, transmundanas, que nos elevan por encima de este mundo lleno de maldades, como la que ahora mismo estaba sufriendo. Aunque había trabajado en prácticamente todas las áreas del conocimiento y no despreciaba los estudios técnicos, pero de lo que más orgulloso se sentía era de sus logros en geometría y en especial, de haber podido demostrar que el volumen de una esfera era igual a dos terceras partes del volumen de un cilindro que la circunscribiese. Aquel teorema sonaba para él más hermoso que cualquier verso de Homero o de Píndaro y deseaba que, una vez abandonase este mundo, tal enunciado quedase grabado en su tumba a modo de epitafio. Ahora tenía ante sí un problema tanto o más complicado que la defensa de una ciudad, un problema que involucraba al círculo, la más perfecta de las formas geométricas; si, él estaba tratando de resolver el problema de…

    En ese momento, unos fuertes golpes sonaron en la puerta de la casa y esta cedió a la par que entraba apresuradamente un joven soldado romano portando una espada goteante de sangre en la mano.

    - ¡Alto ahí! - Grito mientras se acercaba precipitadamente hacia nuestro protagonista- ¡Levántate! Y dime si guardas algo de valor escondido en esta casa- Y justo al decir estas palabras, se paró enfrente del anciano, poniendo sus pies en parte del diagrama que tanto le había costado trazar. Semejante acto descompuso a nuestro protagonista, quien había llegado a olvidarse de la situación en la que se encontraba inmerso y sin pararse a pensar se levantó apresuradamente, abalanzándose sobre el soldado procurando a su vez no malograr el dibujo.

    - ¡No molestes a mis círculos! - exclamó mientras trataba de sujetarle y alejarle un poco del lugar. Pero el soldado, enajenado por esa situación de caos y confusión que generan las batallas, se encontraba completamente alterado y actuando como nuestro protagonista, sin pensar, más por reflejo que por rabia o porque temiese que el anciano fuese a hacerle algún daño, ensarto la espada su vientre, la removió para procurar una muerte segura y acto seguido saco la espada de su cuerpo. El geómetra se mantuvo en pie, tembloroso, durante un par de segundos, pero al poco cayó de rodillas y finalmente, su cuerpo quedo competente tendido en el suelo, desdibujando el diagrama cuya protección le había costado la vida.

    Fue así que murió Arquímedes, quien, pese a sus múltiples logros y a su agudo ingenio, finalmente no pudo defender ni a su ciudad, ni a sus círculos.
     
    #1
    Última modificación: 7 de Diciembre de 2019

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