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Ocelotl

Tema en 'Prosa: Generales' comenzado por Charly0092, 8 de Julio de 2021. Respuestas: 0 | Visitas: 409

  1. Charly0092

    Charly0092 Poeta recién llegado

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    Hombre
    La muy noble ciudad de Puebla de Ángeles, 30 de marzo de 1610, en el duodécimo año de su majestad, Felipe III el piadoso.



    A los ojos del empíreo ahitado en luceros, se tiñe un firmamento de azul oscuro y tenues tintes de luz violácea se abren paso a través de un cristal erosionado por el tiempo, enmarcan su fría y delgada silueta postrada intacta en la misma posición que la noche anterior, tumbada boca abajo y con la mano izquierda doblada sobre su espalda; aún lleva puesto su vestido dominical, ese que su mamá le heredó y cuida tanto, los tenues reflejos de luz acentúan las curvas del gastado encaje, el tontillo ya doblado y deforme se alza próximo a sus pies descalzos, sus brazos delgados y pálidos yacen cubiertos de tierra negra, igual que fina ceda en medio del estiércol fresco.

    A escasos diez pasos dormía yo, su celador; con el sueño todavía tirando del cuerpo, me incorporé, ningún pensamiento cruzó por mi cabeza, autómata de movimientos rutinarios y entreabriendo los ojos, alcancé mi ropa al lado del catre, un par de pantalones gastados y una camisa vieja. Mientras mis pies desnudos tocaban la madera lisa, una fuerte punzada en mi mano izquierda terminó de despertarme, al prestarle atención me percaté de los mapas de sangre seca que se dibujaban en mis deformados nudillos, no era mi sangre. A tientas busqué encender una vela para ver mejor, una vez iluminado el cuarto, me concentré en buscar agua para lavar la sangre de mis manos. Mientras bajaba las escaleras, la madera del cuarto que había quedado a mis espaldas rechinó, me detuve y giré la cabeza un poco para escuchar mejor, entonces dos golpes secos se escucharon, inmediatamente seguidos de un gemido suave pero sordo, un sutil dejo de beatitud se marcó como por obra del fuego en mi rostro, sonreí; seguía viva, menuda sorpresa, creí que esta vez no despertaría.

    Ya fuera de la casa cerca del huerto, escuché un fuerte rugido como el de un ocelote maltrecho, se me erizaron los pelos de la nuca, los animales se inquietaron y los perros comenzaron a ladrar con fuerza. Pistola en mano fui a buscarle. No era la primera vez que un animal salvaje entraba a la hacienda. La primera luz de la mañana limitaba mi vista, solo podía ver siluetas negras. Entre la hierva alta, cerca de la casa, alcancé a ver un par de ojos brillantes, como dos monedas doradas nuevas, que me observaban detenidamente, se me heló la sangre y quedé paralizado, solo escuchaba mi corazón queriendo salir de golpe. A paso lento pero firme salió la bestia de entre la hierva seca. Sin quitarme la mirada de encima estiró la mano y me hizo señas para que me acercara, me creí loco, pero el ocelotl, repitió el gesto un par de veces; incrédulo y desconfiado me acerqué de a poco con piernas temblorosas; ya a un tiro de piedra pude ver incrustadas en su lomo cuatro saetas, como novillo recién rejoneado, entonces entendí, quería mi ayuda para sacarlas, pero me acerqué decidido a darle el tiro de gracia, los indios creen que no deben tirarle más de cuatro veces, estúpidas bestias, ahora yo terminaría el trabajo. Jalé del gatillo y la pistola contundente escupió muerte, hizo lo suyo. Hincado, extraje una a una las saetas ensangrentadas, la piel estaba arruinada y la carne amarga y dura, aun así, los perros la disfrutarían; pensé en buscar el cuchillo pelador recién afilado. Al voltear, en la pared de la casa se leía escrito con sangre "In ocelotl ce tecuani, tlacua nacatl." (“El jaguar es un animal salvaje, come carne.”) De nuevo se me heló la sangre y los ojos se me hicieron de papel, caí a tierra, a un lado del ocelotl muerto, su sangre borbotaba de su piel, como caldo añejo de la docta de Alcalá de Henares, y sus ojos de moneda continuaban fijos observándome, los ladridos se escuchaban cada vez más lejanos y las fuerzas de un tirón abandonaron mi cuerpo, todo se volvió negro.

    Postrado cerca del fogón, al arrullo de los crocantes leños de mesquite, abrí los ojos tras el suave roce de una mano joven; un par de ojos color azul mar del caribe me miraban atentos mientras lavaban mis heridas con delicadeza.

    Compasiva e indulgente al verme despertar bajó la mirada, sus cabellos dorados rozaban la piel lacerada de mis brazos. Mientras enjuaga y exprime un viejo trapo en agua salada, de sus manos se deslíe una memoria colectiva compuesta de las tantas veces que de la misma manera enjuagó las heridas de su madre.



    -Mire nada más cómo se ha dejado



    Replicó enérgicamente y sin reparo



    -toda su camisa ha quedado rota, inservible, ahora tendré que remendarla. Quizás podría acompañarme a comprar aguja e hilo más tarde.



    Permanecí en silencio y con la visita fija en el delicado vaivén de su cuerpo. Por un segundo deseé quedar tumbado en ese preciso lugar, entre sus pálidas manos de nube a punto de llorar y que mis ojos se tornaran grises al calor de su aliento; como el pintor que muere a los pies de su obra maestra. Mas estaba cierto, una muerte tranquila no figuraba en mi futuro.



    Irrumpió al segundo una voz humilde, ligeramente entintada en desdén y temor.



    -¿Ha despertado?



    Clavó su mirada en mi ser, una que sólo se logra con el desgaste de los años, quizás fantaseó con no verme despertar otra vez, con ver mi carne podrida convertirse en alimento de gusanos y perros sarnosos.
     
    #1
    Última modificación: 8 de Julio de 2021

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