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OLOF EL VIKINGO

Tema en 'Prosa: Generales' comenzado por Gustavo Soppelsa, 20 de Abril de 2006. Respuestas: 2 | Visitas: 1022

  1. Gustavo Soppelsa

    Gustavo Soppelsa Poeta recién llegado

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    18 de Abril de 2006
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    OLOF EL VIKINGO



    “Ho un libro sotto, o Dante o Petrarca, o un di questi poeti minori, come Tibullo, Ovidio, e simili; leggo quelle loro amorose passioni e quelli loro amori, ricordomi de’mia; godomi un pezzo in questo pensiero” (“Tengo un libro a mano, Dante o Petrarca, o de alguno de los poetas menores como Tibulo, Ovidio y similares; contemplo sus pasiones amorosas y sus amores; recuerdo las mías; gozo un rato con estos pensamientos”)
    Nicolás Maquiavelo, Correspondencia.


    Una enciclopedia me ayuda a recomponer la escena y a desbrozar la selva de imágenes a las que la mente acude por analogía: recuerdo con exactitud -e intentaré contarlo a mis descendientes- que, en 1983, advertí, mezclados en el fárrago de las columnas sucintas utilizadas como relleno de una sección secundaria de un periódico, los cables internacionales escuetos, inaugurales, dedicados a lo que sería pronto denominado "sida”. Estaba sentado en una habitación de mi hospedaje universitario. Sucedió antes de que el síndrome fuera tal en la nomenclatura cotidiana de los medios. Por algún motivo, adhiero cronológicamente esa instantánea a otra, también debida a mis aficiones de lector, por la que supe que un gatillo anónimo había concurrido al asesinato de Sven Olof Palme.


    La enciclopedia indica sin miramientos que la memoria me traiciona. Palme no murió en aquella fecha, sino en 1986, y las dos acciones no pudieron haber sido contemporáneas. No lo fue tampoco, aunque esté archivada en un anaquel cerebral contiguo, la contemplación del titular -"Every drop of my blood will invigorete the nation"- de un mensuario en inglés que hablaba del atentado perpetrado contra Indira Ghandi. Sonia había comprado ese ejemplar y me lo había dado sin siquiera hojearlo, con cínico y cándido desdén compensatorio, al anunciar que se iba de apuro porque la aguardaba alguien más importante que la célebre dama hindú y que yo -ella, es cierto, eludió añadir al diálogo esa perogrullada y la omisión acredita su lucidez y cuidado por el buen decir. Parco y orgulloso aun en el infortunio, tomé el obsequio reproduciendo sin proponérmelo la mansedumbre y la asfixia de la desesperanza entronizada por Borges en un cuento famoso y de profusas autoflagelaciones sentimenteales, y lo conservé infinitas semanas entre mis papeles y a la vista hasta que lo perdí. Nunca condescendí a abrirlo para no admitir que la agridulce y obsesiva melancolía del deseo frustrado pudiera ser disimulada por el entretenimiento liviano de una traducción -la evocación se reitera tramposa porque, lógicamente, el encuentro habría ocurrido en 1985 y la pertinacia de los enciclopedistas insiste en registrar que la tragedia de la India tuvo lugar en 1984.
    Introduzco esta reconstrucción insignificante de acontecimientos frívolos para poner de relieve que no deberé ser declarado un inocente damnificado por confusiones de fácil pronóstico, y a guisa de advertencia. Me limitaré, a sabiendas, a dejarme llevar por impresiones a las que con seguridad se añadirán en alguna dosis experiencias extrañas al episodio objeto de este artículo.
    Cuando Palme fue ultimado, yo ya me había apartado en modo bastante de la ingenuidad para que algo me llamara la atención en aquel tableau sueco remoto e incrustado dentro de la serie de los magnicidios recientes (o sus tentativas).
    Fanáticos, matones, alucinados y otras especies fronterizas son de una habitualidad espantosa, tanto en el paisaje ajeno a la ficción como en los guiones televisivos, y sus malandanzas no me provocaban sobresaltos estrepitosos. Lo raro de esto fincaba en que el premier había sido atacado mortalmente en una circunstancia asombrosa: mientras caminaba por la calle cual el más plebeyo de sus gobernados, en solitario recorrido compartido (valga el oxímoron) con su esposa, después de una función de cine.
    Una simple deducción, previa a cualquier otra, sobresalía y era inevitable: el hombre que presidía las reuniones de gabinete en Estocolmo no estaría dotado de un cociente intelectual inferior al ordinario y podía concebirse que lo rebasara según lo adivinaba por la admiración que mi padre proclamaba al esgrimir las contundentes y hermosas herramientas fabricadas en el norte de Europa y distribuidas por la Ericsson en sus filiales telefónicas.
    Olof había elegido, sin duda, ir a ver su película -¿cuál sería, por Dios?- sin guardaespaldas y a despecho del peligro, incluso tenuemente abstracto en la apacible Suecia, de un agresor emboscado. Al reparar en esto, parejamente a Dalmiro Sáenz que, entrevistado en el relato documental de Eduardo Mignogna, al referirse a las pintadas aborrecibles estampadas en las paredes contra una Eva Perón agonizante, apunta que su turbación se remontó en dirección al temperamento que había guiado el pulso del que las había escrito antes que hacia la víctima de esa cobardía odiosa, mi curiosidad abismada comenzó la búsqueda inquieta del rostro individual (“protoministerial”) y del cuerpo desnudo de uniformes y condecoraciones de quien -alecciona la enciclopedia- había reemplazado, inicialmente en 1969, a Tage Fritiof Erlander.
    En esa época -1986-, como lo he hecho casi siempre, ya me interesaba por la política y aspiraba a practicarla, aunque los métodos disponibles me eran refractarios por vacilaciones que todavía no he abandonado.
    Hacía tres años que había triunfado en las urnas la candidatura a la que me había opuesto antes y luego de los comicios y -si no yerro- los temas de discusión en la prensa, las aulas y los sindicatos de la Argentina ni rozaban un asunto tan sutil y bizantino como el derecho a la privacidad de los hombres públicos.
    Es verosímil que ese factor ausente hiciera que la saga nórdica entrara en hibernación al cobijo de mis redes neuronales. Creo que es adecuada la palabra "hibernación": la criatura cayó en letargo desarrollada y no en germen y -es evidente- no resucitó estrictamente. En realidad, dormitó en oculta latencia rondando la oscuridad de mis pensamientos, tan densa como las tinieblas de la madriguera del topo.
    Nadie en 1986 se hubiera mostrado demasiado ansioso por debatir aquello, pero a mí me desvelaba en secreto. Con asiduidad había padecido una cierta tendencia maniática a examinar las exigencias de las distintas profesiones a la hora de entregarme a la vorágine de una vocación.
    Ya había pasado. Mi remota y fortísima inclinación por la medicina pereció en el umbral de la pubertad herida por la prefiguración de una urgencia sanitaria en medio de la cual se me impusiera levantarme de la cama para atender a un paciente: me culpaba a futuro por una nada improbable inmolación de mis obligaciones a la comodidad y al calor de las sábanas. Reflexioné con posterioridad que la misma autoevaluación emprendida por una generosa cantidad de niños escrupulosos hubiera ahorrado a la sociedad muchos malos galenos...
    Intuía en ese orden, sumándome a la unanimidad sensata de las opiniones vigentes, que lo que Palme venía a corroborar era que el dirigente político ofrendaba su privacidad en aras de su oficio. Que consentía -si lo era “de raza”- un holocausto esterilizante, rendido en honor a la deidad de la civitas, por el que devolvía al Hades los fueros otorgados a la masa para que ella continuara toscamente embelesada en el deleite de hazañas mínimas y disonantes en las epopeyas ilustres. La conducta alocada del primer ministro -y su desventura conclusiva- no era, por consiguiente, (¿quién hubiera osado predicar lo contrario?) el fáctum posible de una vida consagrada al pueblo. Una salida al centro de la capital sin custodia, por favor, sonreiría Bibi Netanyahu rematando el epígrafe de la foto que lo retrata en slip bronceándose entre dos centinelas de anteojos impenetrables y ergonómicas ametralladoras, un rapto de locura romántica, un suicidio, bah.
    Un suicidio, claro,... en algún aspecto. No en el preciso y clásico de una "muerte por mano propia". Antes bien, en el de la decisión de transformarse en la víctima de un homicidio eventual por la valoración serena de lo que se gana y lo que se pierde en el juego de la existencia, tan al estilo de Séneca, que se atrevió a conminar: "No hemos de preocuparnos de vivir largos años, sino de vivirlos satisfactoriamente; porque vivir largo tiempo depende del hado, vivir satisfactoriamente de tu alma. La vida es larga si es plena; y se hace plena cuando el alma ha recuperado la posesión de su bien supremo y ha transferido a sí el dominio de sí misma" (Cartas a Lucilio).

    DOS ENTRADAS, POR FAVOR

    Repito: más que por todo el desfile de sucesos enigmáticos, ministerios, pistas policíacas -que ni hice ademán de seguir-, etc., que rodearon al magnicidio, me fascinaba la singular peripecia biográfica del individuo que había preferido la butaca de un cine “normal” a la de la sala de proyecciones de un recinto oficial. No me desempeñaba como funcionario y ni siquiera sabía si ambicionaría hacerlo más adelante. Solía, sí, adoptar un comportamiento angustiosamente idéntico al del ciudadano Palme amante del engendro de los frères Lumière. También, angustiosamente, sentía que lo comprendía: se apoderaba de mí un inmenso placer cuando en compañía de mucha gente me disponía a ver una película y estaba convencido -como lo estoy ahora- de que la exhibición domiciliaria, digamos, es, en estos casos, un sucedáneo insípido.
    No conozco las cualidades distintivas de Olof ni el itinerario de su carrera -no más que un frecuentador de misceláneas informativas-, y con vaguedad ubico comentarios póstumos de los periódicos sobre algún lío de polleras.
    Me alcanza en estas páginas con transmitir que aprehendí entonces, con crudeza elemental, que fue honrado con el cargo que detentaba y detalles mínimos del contexto en que un criminal lo sustrajo sin retorno del trajín de Estocolmo.
    He vuelto a pensar en él en estos meses en que arreció el embate de especulaciones audaces que trataron de explicarnos cuál es la "sustancia" del hombre público -esta categoría incluye, aproximativamente, a gobernantes, magistrados judiciales, empresarios, artistas, amantes de gobernantes, amantes de magistrados judiciales, amantes de empresarios, amantes de artistas, hijos de las amantes de gobernantes, hijos de las amantes de los magistrados judiciales, hijos de las amantes de los empresarios, hijos de las amantes de los artistas... Observo que un cúmulo creciente de sospechosos humanistas se alinea a la perfección en la fila encabezada por el homicida que mató al sueco y valida, con negligencia escandalosa, el crimen, profetizando ex cátedra que los funcionarios son personas diferentes al resto. Reafirmando -como novelistas febribles e imprudentes de una fatídico thriller- que fue el primer ministro el que se equivocó y no su atacante, quien aprovechó la inherente vulnerabilidad de un gobernante para expresarse con una pistola y no con un voto.
    A estar a esa interpretación, Palme infringió la lógica política porque no podía acudir solo a un cine bajo ningún concepto. El que le disparó no debía hacerlo, porque la ley se lo prohibía, aunque, salvado ese escollo distraídamente introducido, supongo, por el Riksdag, podía cometer asesinato puesto que, se sabe, ésa es una vicisitud a ser afrontada por cualquiera y el premier (sublime homenaje) no lo era. Con empecinamiento, para colmo, se obstinaba, vejando las sanguinarias reglas “democráticas” dignas de un régimen jacobino, en conducirse como un paisano escandinavo de a pie y no como Odín.
    Se desliza por aquí, remedando al puritanismo decadente de las lenguas de fuego divinas y las horcas de Salem, una perspectiva desproporcionada, monstruosa, adaptada al corolario de esa brutal reducción de la fragilidad y las pasiones venturosas y queribles de la gente -de toda la gente- al diminuto patetismo de las (supuestas) tendencias menos venerables o descartables del simple empadronado electoral. Una perspectiva que profiere, en su faz simétrica, que los funcionarios, y a renglón seguido hasta las tortugas de jardín de los funcionarios, carecen de intimidad y que por eso (o a la inversa si apetece) las entidades benditas por el Estado peregrinan, castradas de debilidades, por los despachos, sin nicotina a la que sus pulmones hayan de desafiar o testosterona que sus genitales hayan de desfogar detrás del rebozo de un cortinado con borlas.
    En defensa de esa bizarra apreciación, quizá haya que destacar que la moda tiene una viveza extraordinaria en EE UU e Inglaterra, simpático país éste en el que con agudeza e ironía estupendas se critica a menudo a los franceses. Sin embargo, a pesar de sus muchos defectos, los galos, que además ganaron el Mundial, pocas veces han confundido una erección (peneana, no de un monumento a los caídos) con la revista de tropas del 14 de julio, o a la alcoba presidencial y sus sustitutos con la Oficina Oval, las dependencias del número 10 de Downing Street o los salones del Elíseo.
    Una noción de "lo público" con esas dimensiones es repugnante y, algo peor, gigantescamente totalitaria. Es un Espíritu del Pueblo nazi y proteico que ayer legitimó al periodista judío para derramar falsa decencia frente a las cámaras de programas amarillos que herían a los que falazmente se encontraban en hipotético contacto con el interés general y mañana amparará a quien se divierta engrosando sus libretas de tapas negras con la abigarrada descripción de las visitas de sus parientes a la sinagoga, bajo el manto protector de un burdo "interés general por la familia del trabajador de prensa ocupado en hacer la crónica de personajes afectados al interés general".
    Muchos hemos vivido en el error, gracias al Cielo, si esto resulta como se pretende y algún manual democrático de teoría política en uso prescribe que la república implica la expropiación de la libertad de gozar de la intimidad aplicada a los funcionarios y otros seres humanos expuestos, con cualquier excusa, a las lentes impiadosas de los medios -son "públicos" los mendigos, los artistas de circo, las prostitutas, la genealogía de los hinchas de fútbol, las maestras abusadoras y, por carácter transitivo, hasta las bisabuelas de las maestras abusadoras.
    Con descarada impaciencia confieso que aspiro a que todos, gobernantes y gobernados, podamos obedecer en privado nuestra exclusiva voluntad. Me gustaría -me tranquilizaría-, por ende, que el presidente, los diputados, los senadores y los jueces se hallaran más próximos a mis apetencias pecaminosas y a las de mis vecinos que a las de las puras esencias de Jesucristo, Mahoma, Jehová, Buda ... o Lenin cuando se proponga como novedad represiva tipificar la adquisición de lencería erótica para nuestras novias y cónyuges en algún apartado del Código Penal. Esa idea brillante no tardará en dar a luz arropada por la indignación beatificante promovida por la incompetencia de legislaturas cuyos componentes, obnubilados por las citas a las que los convoca Tinelli y asumiendo que las charadas de Marcelo tienen la consistencia de una monografía de Henri Lévy-Bruhl o Emile Durkheim, están persuadidos de que los habitantes de Palermo imaginan a los bebés brotados de un repollo por no haber tocado ni por casualidad, con la punta de sus sonrosados y pulcros dedos, un film de ésos depositados al tope de los estantes en los videoclubes (por alguna causa que se nos escapa, la encuestadora que los asesora les habría comunicado que un 78% de los habitantes de Buenos Aires ama encontrar preservativos en los picaportes o deleitarse con el caudal creativo de los 326.721 epítetos que se lanzan a los gritos los travestis entre las 3.50 y 6.00 de la madrugada; que el 18% deplora que siga aumentando el tamaño del agujero de ozono; y que el 4% -todos ellos legisladores- NS/NC).

    EL OLIMPO DE LA CALLE

    Maquiavelo -narra un libro- fue un italiano avisado y bonachón. Ostentaba una aceptable preponderancia de virtudes en relación a sus vicios (era un justo, definiría el sapientísimo Maimónides), a contrapelo de los significados con que la tradición siembra el vocabulario anglosajón corriente -y el nuestro- en el que Old Nick, o sea la versión popular del Nicolò florentino, equivale al diablo. ¿Diría a los argentinos del siglo XX casi XXI frases similares a las que consigno en el texto apócrifo que la tristeza y el estupor me tientan a fabular para consolarme?
    "El Príncipe tiene el privilegio de reinar y su vida, a cambio, está gravada por la sumisión a la ley. Ella es su cadena, pero nunca se le imponga tan pesada que lo aniquile en cuanto amo de su propio destino. Porque si bien cabe esperar que el que gobierna consienta hasta el más penoso sacrificio por el Estado, el recto entendimiento y la Historia muestran que el Príncipe es espejo supremo de sus súbditos, y que lo que a él sin justicia le es negado de su humanidad, les será luego arrebatado a los demás con mayor iniquidad, arbitrariedad y violencia. Quítese al Príncipe la libertad íntima de sí y, de él abajo, nadie retendrá sino la ilusión de que es dueño de su casa, su mujer y sus trabajos, e, incluso, de su alma." (el tono posesorio del tramo precedente, ténganlo en cuenta las feministas, fue propinado al solo efecto de preservar los arcaísmos de la parodia).
    Sven Olof Palme estaba cuerdo y, en consecuencia, enterado de su mortalidad. En febrero de 1986, en el transcurso de una de las intensas jornadas en las que asía el timón de la patria de la enseña boquense, y durante el breve lapso de distracción que le permitieron sus tareas, fantaseó, mudo y sin testigos que percibieran sus cavilaciones, con un inventario aleatorio e ineludiblemente caprichoso, abierto. "El fin -se susurró- tendrá los contornos terribles de un accidente aéreo, seré compelido por la vergüenza a arrojarme de un décimo piso porque ese candidato que escogí por su lealtad al partido es, previsiblemente, un corruptor de escolares aunque no puedo demostrarlo, y ello devendrá en escarnio en la portada de los diarios sensacionalistas, no es desatinado vaticinar que, cuando cumpla 71 años, en 1998, me atormente la misma agonía que mi primo soportó y me despida de este mundo entre atroces sufrimientos, o, acaso, lo que sería extravagante a distancia tan enorme del Bronx o de Dallas, algún enemigo jurado me descargue encima su revólver mientras camino por una de las calles de esta ciudad". Por supuesto, al cabo de ese minuto de introspección, ordenó a su secretaria que confirmara su vuelo a Tokio, ratificó de puño y letra el nombramiento de quien estaba sospechado improbadamente de paidófilo y desechó, como de costumbre, el consejo de su médico que le pedía, con insistencia mesiánica, se sometiera a un análisis de laboratorio para descartar que pudiera padecer una enfermedad hereditaria. Concluidos los trámites de su agenda y ya desocupado, se fue más tarde al cine con su mujer.
    Todas ésas son apariencias patrocinadas por la benigna irresponsabilidad que prodiga la literatura y jamás penetraremos la oquedad tenebrosa y quimérica de la verdad, pero ansío con fervor que aquéllas y ésta coincidan. Es deseable asimismo que, mientras paseaba con su esposa después de ver su película, Sven Olof Palme hubiera pensado que la altiva -y nunca mejor habida- estima de sí deparada por el ejercicio disciplinado, riesgoso y valiente de la libertad era un don más elevado que el que le confería la respetabilidad derivada de la condición de primer ministro. Esa intuición de lo auténtico, de haberse producido, lo hubiera convertido en alguien superior al albur horrendo de las cosas de un universo que le reservaba una emboscada innoble. De manera simultánea, una tan dichosa corazonada escandinava hubiera prestado decoro y razón suficiente -como si hasta el premier hubieran bajado las bendiciones de Thor, Frigg, Hermod e Idun desde el Valhala, incomparables por su magia a los halagos del trivial Parlamento terrenal- a mi meditada y lenta sorpresa y a estas consideraciones sobrevinientes a más de una década de la dolorosa (¿e inesperada?) partida del hombre.
     
    #1
  2. MP

    MP Tempus fugit Miembro del Equipo ADMINISTRADORA

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    Un relato interesante y algo denso y, definitivamente, extenso.
    En definitiva, así es, al menos hoy en día (o quizás siempre pero ahora numéricamene más abundante), determinados cargos están en el ojo de cientos de fanáticos (dije cientos, ¿sólo?), maníacos, psicópatas, idealistas exacerbados, religiosos (en sentido amplio) revelados...  

    Su error no fue no darse cuenta de la posición de riesgo (incrementada) que ocupaba sino que se olvidó de la proliferación desmesurada de individuos cegados y absurdos que no saben ni quieren una vida sencilla y normal de tardes de domingo en el cine (o era sábado?). Se olvidó que estamos rodeados de individuos que se creen héroes y martires porque han conseguido sobrepasar la gilipollecez media del aborregamiento, convirtiéndose en borregos perfecccionados que siguen el ideal de algún listo o de algún moustruo (aún con apariencia de humano), e incluso son capaces, no ya de quitar la vida a un hombre que camina con su mujer, sino de inmolarse así mismo, creyéndose que en "su más allá" le darán un par de golosinas de premio.

    Mundo de locos, con víctimas y verdugos...

    Un beso, me gustó.
     
    #2
  3. luz

    luz Exp..

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    GRACIAS POR COMPARTIR ESTE BELLO ESCRITO EN ESTA TARDE HERMOSA...RADIANTE DE SOL...UN BESO GRANDOTE TE QUIERE TU AMIGA LUZ
    TE DEJO MI CORAZON...
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    #3

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