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Pasado, presente y futuro.

Tema en 'Prosa: Generales' comenzado por elseneka, 3 de Septiembre de 2006. Respuestas: 0 | Visitas: 659

  1. elseneka

    elseneka Poeta fiel al portal

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    26 de Agosto de 2006
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    PASADO, PRESENTE Y FUTURO
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    El tiempo había pasado. Había transcurrido con esa subjetividad que lo caracteriza: despacio para algunas cosas y veloz en otras. La frialdad del calendario le decía que ya eran cuatro años. Los acontecimientos vividos los hacían parecer diez o doce. Algunos machacones recuerdos, sobre todo uno, lo constreñían a pocos meses.
    Era precisamente ese recuerdo; nunca buscado, casi siempre molesto —Ya había pasado la etapa de ser doloroso—, casi cotidiano por su persistencia, el que ocupaba su pensamiento en esos minutos, más relajados que expectantes, en que, ya resueltos los pequeños trámites inherentes a todo viaje, se espera el aviso de la partida del autocar que ha de conducirnos al destino.
    Porque, si ese recuerdo se había convertido en un compañero inseparable, aunque cada vez menos asiduo, en esta ocasión cobraba fuerza a causa de que ese destino era, no estaba segura de si por azar o inconfesada premeditación, el mismo en que, hacía cuatro años de los de calendario, había empezado todo.
    Pero no quería pensar en eso. Para evitarlo trató de concentrarse, sin conseguirlo, en la lectura de una de las revistas que había adquirido en la estación. En revisar, con ayuda de un espejo de mano, su ya más que revisado aspecto personal. El pensamiento volvía, desobediente, a remansarse en el mismo tema.
    Dejó la revista a un lado, convencida de su momentánea inutilidad, y permitió a su vista vagar por la concurrida estación. No había nada especial, o todo era tan especial como siempre: la abigarrada muchedumbre hormigueante. Las actitudes aburridas, las impacientes, las resignadas, las ansiosas. Las madres tratando, con poco éxito, de controlar a los más pequeños e inquietos. La bulliciosa algarabía de unos adolescentes a punto de iniciar la aventura de su primer viaje sin la tutela de sus padres. El despistado ir y venir de los rezagados, o poco previsores, desde los puntos de información a las ventanillas de despacho de billetes. El embobado arrobamiento de algunas parejas ante la perspectiva de una escapada, “legal” o subrepticia, en solitario. El conocido catálogo de intenciones reflejado en las miradas de algunos hombres, dirigidas a ella...
    Porque era una mujer atractiva, lo sabía. Pero también era consciente de que esa no era una condición indispensable para atraer la mirada de los solitarios; algunas veces únicamente solos; hacia una mujer sin acompañante.
    Había logrado, con este juego de vanidad contra sinceridad, distraer su pensamiento del tema que la importunaba, cuando por los altavoces escuchó el aviso de que su autocar, con destino a... se encontraba estacionado en el andén 14, a quince minutos de su partida.
    Buscó con la mirada el indicativo de situación del mencionado andén. Sacó de su bolso el billete. Se levantó, recogió su no demasiado ligero equipaje, y se dirigió hacia el lugar indicado.
    2
    Ocupó su asiento; situado en la mitad posterior del vehículo, en la fila doble y al lado de la ventanilla. Había sido de las primeras en hacerlo y su atención se centró en los viajeros que iban entrando tras ella. Más que en las personas en sí, en sus actitudes. Pero no era una atención demasiado intensa porque su pensamiento, con no deseada insistencia, volvía una y otra vez a aquel episodio que, lo quisiera o no, había marcado su vida, abstrayéndola del presente.
    El movimiento del autocar, al iniciar su marcha, la devolvió al presente. Paseó lentamente la mirada por el interior del coche. El vehículo no se había llenado del todo. Quedaban seis o siete asientos libres, entre ellos el contiguo al suyo.
    De repente el corazón, o, mejor dicho, el estómago, le dio un vuelco: ¡tres filas por delante de la suya, en el asiento de pasillo, creyó ver la cabeza, para ella inconfundible, de la persona en la que había estado pensando hacía pocos momentos!
    Sacudió ligeramente la cabeza y se dijo a sí misma que sus propias añoranzas le estaban jugando una mala pasada haciéndole ver cosas que no existían. Cerró los ojos un instante, apretando los párpados, y volvió a mirar en aquella dirección. Si aquello era algún tipo de alucinación, era persistente, porque la cabeza que seguía viendo ante ella era la del hombre que, desde hacía tanto tiempo, se había asentado en su pensamiento y en su corazón.
    “Estás cayendo en una absurda obsesión”, se dijo. “Para no hablar de que una nuca y un color de pelo no definen a una persona. Habrá miles iguales”. Se colocó los auriculares y trató de concentrarse en la película de vídeo que acababa de empezar en el televisor. No quería volver a caer en aquel estado de ánimo de hace un tiempo en que le veía detrás de cada esquina, en cada hombre con su misma complexión, en cada timbre de llamada de su teléfono.
    No tuvo mucho éxito. Su mirada estaba más tiempo en la inquietante cabeza del hombre, que en la pantalla. Trataba de discernir, por los movimientos, si viajaba acompañado de la mujer que tenía al lado, o había sido sólo un azar de los billetes. No supo a qué atenerse. Desde luego, apenas si se dirigían frases cortas y espaciadas, pero eso podía deberse tanto al desconocimiento, como a la costumbre.
    Estaba empezando a enfadarse consigo misma, tanto por su empecinamiento en aquel asunto, como porque estaba sintiendo unos tremendos impulsos de levantarse e ir hacia el hombre para mirarle la cara y comprobar, de manera definitiva, si era él o no. La suerte la liberó de la humillación de ir a su encuentro cuando ya estaba decidida a hacerlo. Se estaba diciendo que prefería pasar un mal rato que seguir todo el viaje con aquella duda y estaba a punto de levantarse del asiento, cuando lo hizo el hombre. La estatura, la constitución corporal, eran las suyas. Al volverse, el corazón le dio un vuelco: ¡La cara también era la suya! ¡Era él, ya sin ningún género de dudas!
    Era evidente que la intención del hombre era dirigirse al lavabo, que quedaba entre su asiento y el de ella. Tuvo el deseo de levantarse e ir a su encuentro, pero la consideración de cómo había terminado su historia. De que había sido ella la que, de alguna manera, había roto la relación. De que, en los tiempos inmediatos a aquello, había desatendido sus ruegos, más o menos suplicantes. La mantuvieron inmóvil. Tan sólo se irguió mucho en el asiento con la esperanza de que él viese su rostro, la reconociese, y se dirigiese hacia ella.
    Vana esperanza. El hombre ni siquiera le dirigió la mirada antes de entrar en el servicio. Mucho menos al salir, pues no se volvió, aunque ella sufriese un repentino y sonoro acceso de tos, antes de ocupar de nuevo su sitio.
    Sabía que, de no pasar algo, el resto del viaje iba a ser un auténtico infierno para ella. No era de las que creía que esas novelescas y cinematográficas historias en que los protagonistas se encuentran, por casualidad, al cabo de los años, se produjesen en la realidad. ¡Pero le estaba ocurriendo a ella!
    Sin apartar ni un instante la vista de aquella cabeza; para lo que tenía, en ocasiones, que moverse en su asiento cuando alguna persona de las que había entre ellos se interponía en su campo de visión, se enredó otra vez en el, tan conocido, debate consigo misma sobre los motivos que habían dado al traste con su relación y, por añadidura, con buena parte de su vida, o al menos de su sosiego.
    Había sido una historia extraña. Y, como tal, había terminado extrañamente. Se había iniciado en Madrid, en circunstancias sobre las que también había reflexionado largamente. Se había consolidado; o explotado, pues aquello había sido un auténtico volcán en erupción; en el lugar que era, de nuevo ahora, su destino común. Y había empezado a terminar apenas regresados de nuevo a la capital. Pero no había terminado por desamor —de hecho hubo varios intentos, tormentosos, tanto por el apasionamiento como por la finalización, de retomarla—, sino por malos entendidos, posesividad y, sobre todo, orgullo. Más, y eso tenía que confesárselo ahora, por su parte que por la de él.
    Él le había hablado, en algunas comunicaciones posteriores por diversos medios, de su sufrimiento por aquella ruptura. Ella nunca le había dicho nada semejante, pero había sentido en sus entrañas un sufrimiento, pensaba, mucho más intenso que el de él. Desde aquella época no había dejado de poblar sus sueños, tanto dormida como despierta. No había dejado de despotricar contra él tratando de descubrirle defectos que no tenía, o de magnificar los que sí tenía, con la «sana» intención de que le doliese menos su pérdida. Hasta que tenía que decirse a sí misma que, ángel o demonio, nunca había amado a nadie como a él. Y lo que le parecía más desalentador: no pensaba que pudiese amar igual a ningún otro, nunca.
    Si no creía en las casualidades. Si era escéptica con las novelas rosa. Si era bastante pragmática en casi todas sus manifestaciones. Por deseo, más que por convicción, en ese mismo momento decidió pasarse al determinismo. Si el Destino, con mayúscula, les había vuelto a juntar en aquel viaje, con el mismo destino y al mismo lugar, sus razones tendría. Y ella estaba dispuesta a averiguarlas y, lo que es más importante, a aprovechar aquella segunda oportunidad sin caer en los mismos errores que en el pasado.
    El problema estaba en decidir su línea de actuación. Seguía sin tener claro si la mujer que se sentaba a su lado era su acompañante o no —en realidad, por la falta de cualquier tipo de comunicación entre ellos desde poco después de su ruptura, ni siquiera sabía si podía tener otra pareja, o incluso haberse casado—. Por lo que podía observar desde su sitio, la conversación entre los dos seguía sin ser fluida ni constante. Aunque sí se dio cuenta de que ella le dirigía la palabra cada vez con más asiduidad. ¡Empezó a odiarla desde ese mismo instante! Pero, fuese su pareja o no, no estaba dispuesta a dejar de jugar sus cartas. Entre su propio sufrimiento y el de otra persona, no se sentía nada altruista y prefería que sufriesen los demás.
    Pero no encontraba la fórmula para dirigirse a él sin ponerse demasiado en evidencia. El pretexto de la “vieja conocida”, aunque estaba segura de que él la reconocería en cuanto la viese, le parecía poco consistente para presentarse ante los dos. La parada del autocar, de 45 minutos, más o menos a mitad del trayecto, le dio la oportunidad de actuar. Al menos tendría más espacio para que sus maniobras no resultasen demasiado evidentes. Porque, evidentemente, iba a maniobrar en el sentido que más le convenía. Presentía que, en un sentido o en otro, ¡ojalá y fuese en la dirección que ella deseaba! Aquel viaje iba a aclarar muchas cosas en su vida.
    3
    Aunque ardía en deseos de ponerse delante de su vista, supo sujetar su impaciencia y remoloneó en el asiento para permitir que él y la mujer abandonasen antes el vehículo. Quería observar sus actitudes por si podían indicarle algo más sobre la posible relación entre ellos. Se le alegró el semblante al ver que el hombre bajaba del autocar sin, al parecer, esperar a su compañera de asiento, pero se volvió a fruncir su ceño al comprobar que la mujer, tras demorarse buscando algo en una bolsa de mano, aligeraba ostensiblemente el paso para situarse a su lado mientras caminaban hacia la cafetería-restaurante situada como a unos 30 metros de donde habían aparcado. No le importaba demasiado la «competencia», pero hubiese preferido tener el camino más despejado. Sabía que no dispondría de mucho tiempo y le fastidiaba tener que emplear parte de él en desembarazarse, o al menos despistar, de una rival. Antes de bajar, a su vez, del autocar, echó un vistazo a su aspecto en un espejo de mano. Sabía cuales eran sus armas y estaba dispuesta a emplearlas todas.
    Cuando entró en el edificio de la cafetería les buscó con la mirada. El hombre estaba apoyado en la barra, de espaldas a la puerta, por lo que tampoco la vio entrar. La mujer, frente a él, charlaba animadamente. Procurando actuar de forma que pareciese lo más casual posible, fue a colocarse a escasos centímetros de la pareja, de forma que quedaba frente al hombre, teniendo a la mujer ligeramente de espaldas.
    Pidió, con voz estudiadamente alta para denotar su presencia, una infusión, y esperó la reacción de él, que presumía instantánea. Pero no se produjo. En principio el hombre pareció no haber reparado en ella. Parecía absorto en sus pensamientos, de forma que tampoco participaba en la conversación de la otra mujer si no era con algún monosílabo cortes y distante. Se giró ligeramente para quedar totalmente enfrentada a él y le miró con fijeza, casi con descaro. Era inevitable que, en algún momento, los ojos del hombre se encontrasen con los suyos y quería que, cuando ocurriese, supiera que le estaba observando.
    No tardó mucho, pero no apreció reacción alguna en él. No esperaba, ciertamente, ningún tipo de demostración exagerada, menos estando acompañado, pero es que ni siquiera vio signo alguno de reconocimiento en su rostro. Simplemente la miró unos instantes y volvió a su abstracción. ¡No podía entenderlo! Cierto que habían pasado unos cuantos años desde su último encuentro, pero no podía haber cambiado tanto como para que no la reconociese. De la misma forma que ella le había reconocido enseguida. ¿Qué estaba pasando?
    Especuló: Seguramente sí la había reconocido, pero no había querido darlo a entender. Claro que eso presuponía un autodominio, hasta en el gesto, que nunca había descubierto en él. Por el contrario, siempre había sido impulsivo y un tanto irreflexivo en sus actos. El tiempo cambia a las personas, claro, pero no hasta ese punto. Tal vez el paso de los años había convertido su antigua pasión en total indiferencia, pero eso no era explicación para no dar un signo de reconocimiento aunque, en el peor de los casos, fuese acompañado de hostilidad. Sus motivos tenían que ser otros. Aunque se sintió bastante descorazonada; había esperado y confiado en una especie de explosión de alegría en él al verla; En ningún momento pasó por su cabeza rendirse. Si no otra cosa, por lo menos tenía que averiguar qué le pasaba.
    Por mucho control que tuviese sobre sus reacciones, si la había reconocido no podría dejar de mirarla con relativa frecuencia; o habría dejado también de ser humano; y ella iba a aprovechar esa situación.
    Era humano. Y la miró de nuevo. Pero siguió sin observar nada que supusiese un reconocimiento. Demostraba su humanidad, humanidad masculina, mirándola, pero como a la mujer atractiva que era y que, además, le miraba a él con cierta insinuación. Bien, si ese era el camino, lo seguiría. Dibujó en su rostro la sonrisa más seductora de que era capaz y esperó el siguiente encuentro de sus ojos. Cuando ocurrió, amplió la sonrisa y la copió en sus ojos. Él correspondió con una ligera inclinación de cabeza, en un gesto entre tímido y galante, pero que evidenciaba que había tomado nota de su actitud.
    De pronto le pareció estar volviendo a vivir las circunstancias de su primer encuentro con los papeles cambiados, y sintió que aquel, fuese quien fuese, que manejaba los hilos de sus vidas, era cruel, pero juguetón.
    Cundo estuvo segura de haber captado por completo su atención, decidió dejarle dar a él el siguiente paso. Cogió el servicio con su infusión y se alejó para ir a sentarse a una de las mesas cercanas a la barra. No «arriesgaba» demasiado, pues desde allí seguía viendo su cara. Si la otra mujer era realmente su acompañante, no había posibilidad, de momento, de que se acercase a ella, ya estuviese muy cerca o un poco más alejada. Si no lo era, o a él no le importaba demasiado, era preferible que tuviese que hacer un pequeño «esfuerzo» para acceder a ella.
    En esta ocasión su maniobra sí se vio recompensada con el éxito: a los pocos minutos vio que el hombre, con una frase de excusa hacia la mujer que estaba con él, se dirigía a la mesa en que se había sentado. ¡Las cosas estaban en vía de aclararse!
    —Hola —Dijo él al llegar a su lado. Y su voz seguía siendo como la recordaba— ¿Puedo sentarme un rato contigo?
    —Claro que puedes, Javier — Consintió haciendo un gesto hacia la silla de enfrente.
    Él rechazó el ofrecimiento y ocupó la que estaba a su lado.
    —Gracias, lagartija.
    4
    Sentada de nuevo en su asiento, con el autobús de nuevo en marcha, evocó con complacencia el porqué de aquel apodo que, casi desde el principio, él le había asignado. Decía que era por su manera de moverse y actuar en la cama, cuando hacían el amor.
    La conversación en la cafetería había despejado algunas incógnitas. El que, al principio, hubiese fingido no reconocerla, había sido una pequeña revancha por su parte, sobre todo al comprobar su interés, por las muchas veces que, después de la ruptura, ella había rechazado sus requerimientos de verse y hablar. También que no conocía a la mujer que le acompañaba, que era, simplemente, su compañera de asiento. Ella pensó que, para ser sólo eso, la chica había demostrado más interés en él de lo que resultaba conveniente, pero no lo dijo.
    Recapacitaba sobre todo eso mientras esperaba que él recogiese sus cosas de su anterior ubicación y fuese a sentarse a su lado, acuerdo al que habían llegado al decirle que la butaca de su lado estaba libre.
    Fue él quien empezó a hablar cuando se hubo acomodado junto a ella:
    —Bueno Laura. Espero que este encuentro casual no nos lleve a otro de esos vanos y traumáticos intentos de recomponer algo que, sinceramente, creo que no tiene compostura posible.
    —¡Muy directo! ¿Realmente piensas, y quieres, eso? ¿O estás tratando de ponerte la venda antes de hacerte la herida?
    —Lo pienso de veras. Y creo que este viaje, o lo que queda de él, es una ocasión perfecta para dejar bien sentadas algunas cosas que, entre nosotros, siempre han quedado en el aire.
    —¿Y por qué tenemos que forzar premeditadamente el porvenir? —Preguntó, poniendo en su acento y ademanes toda la seducción de que era capaz, que sabía que, para él, era mucha.
    —¡Siempre serás la misma! —Sonrió él—. Pero me parece que ya estoy bastante inmunizado contra tus «ataques». Si de algo tenemos que hacer gala en esta oportunidad que se nos brinda, es de sinceridad. Y ya no soy la marioneta de la que tú manejas los hilos. Aunque, si te sirve para potenciar tu ego, me ha costado mucho tiempo y lágrimas conseguirlo.
    —¿Tan mal me porté contigo? —Seguía tratando de quitar hierro a las palabras del hombre, al tiempo que le hacía sentir todo el peso de sus encantos femeninos.
    —Sabes que sí. Y lo sigues intentando con tu manera de actuar. Estoy convencido, por las pocas reacciones no estudiadas que se te escapaban, que algo sentías por mí. Tal vez no tan intenso como lo que yo sentía por ti; aunque, lo confieso, a veces he pensado que de no haber sido esa «lagartija» que eras —¿O eras?—, tal vez no me hubiese colgado tanto; pero algo había...
    —¿Insinúas que era el sexo lo único que te atraía de mí?
    —No. Y lo sabes. Pero sí era un componente con un alto porcentaje en la mezcla. Pero mis motivos no vienen al caso ahora. Siempre fui consecuente con ellos. Tú nunca. Como lo estás intentando ahora, siempre preferiste utilizar conmigo la seducción antes que la exposición de tus sentimientos. Pero claro, ¡cómo iba a confesar la inefable Laura que, de alguna manera sentía alguna dependencia por un hombre!
    Estuvo a punto de saltar de nuevo y volver a reivindicar que tiene que ser el hombre el que demuestre su interés por la mujer, nunca al contrario, pues eso iría en menoscabo del respeto hacia ella misma. Pero comprendió que él tenía razón, al menos en parte, y se había prometido no volver a incurrir en los errores del pasado. Por eso dijo:
    —Alguna vez te dije que te quería. ¿No?
    —Sí, pero para añadir de inmediato, por si aquello te comprometía demasiado, que no eras mujer de un sólo hombre. Que no ibas a renunciar a ninguna de tus anteriores «amistades», y agradece el eufemismo, para encontrarte sola si lo nuestro no funcionaba. O si no era eterno, porque funcionar funcionó... durante un tiempo.
    Sus palabras la estaban golpeando con inusitada fuerza. Sobre todo porque tenía que reconocer que eran verdad. Aunque siguió tratando de defenderse.
    —Pero en eso tenía razón. ¿No? Ya ves lo que pasó, a la postre. De todas formas, creo que tienes claro que, si no quise renunciar a otras amistades, sí las dejé aparcadas mientras estuve contigo.
    —¡Sólo faltaba que, además, hubieses pretendido simultanearlas! —Exclamó él con una, no deseada, elevación del tono. Aunque ni siquiera estuviese convencido de que aquello fuese del todo cierto.
    Por primera vez en todo el tiempo transcurrido, se dio cuenta de que él había sufrido tanto como ella con su separación. Y por primera vez se confesó a sí misma que toda la culpa había sido de ella. Pero ella sí sabía por lo que había pasado, con culpa o sin ella, y no estaba dispuesta a perderle de nuevo. Al menos sin luchar con uñas y dientes. Y la parte más dura de esa lucha sería la de apearse de sus propias convicciones en cuanto al papel de cada sexo en una relación. Por eso, tragando saliva, dijo:
    —Javier. Sabes, porque me conoces, que me resulta muy difícil decir esto, pero creo que tienes razón en lo que dices. Y más difícil aún lo que te voy a decir. No he dejado de pensar en ti en estos años. Lo que no te dije entonces te lo digo ahora: sí estuve enamorada de ti —Hizo una pausa para tomar aire—. Y lo sigo estando.
    Él guardó silencio durante unos momentos, como si estuviese sopesando su afirmación. Ella esperaba, impaciente y temerosa, sus siguientes palabras.
    —Tendrás que perdonarme, por varias cosas —Habló por fin el hombre—. En primer lugar por no estar convencido de que eso que acabas de decir no sea más que otra de tus estrategias para vete tú a saber qué propósitos.
    —¡Javier!
    —¡Déjame hablar! —Espetó con voz cortante—. En segundo lugar, por muy halagadoras que me resultan tus palabras, ahora soy yo quien no está seguro de sentir por ti lo que sentía entonces. No sé si podría volver a soportar; no ya tus desplantes, que no lo haría; sino ni siquiera tus rarezas, que no serán peores que las mías.
    —¿Me estás diciendo que no hay posibilidad alguna de un nuevo... intento?
    —No, no digo eso. Digo que no sé si lo que sentía por ti está muerto, o solo profundamente dormido. El verte ha removido algo en mi interior, eso es cierto.
    —¿Qué podemos hacer entonces?
    —¿Recuerdas que una vez te pedí que te casaras conmigo?
    —Si, y te dije que...
    —Eso no importa ahora. En aquella época yo estaba tan falto de perspectiva que, en mi idiotez, llegué a comprar las alianzas antes de hacerte la pregunta. No, no he podido olvidarte. Mira, una de ellas la llevo colgada del cuello como un objeto de veneración. La otra —Buscó en uno de sus bolsillos y sacó la billetera—. Mira, la llevo siempre conmigo para recordarme lo que no pudo ser — Buscó y sacó el aro de dorado metal.
    —¡Me emocionas!
    —¡Cállate! Me parece, que algo ha cambiado en ti. O tal vez sea sólo lo que mi deseo me hace ver. Toma, quédate con ella. En Sitges hay un bar llamado “El Mirador Azul”. Te espero allí dentro de cuatro días...
    —No sé dónde está.
    —Si quieres ir, lo buscas. Si vas, tienes que hacerlo habiendo decidido si te la quedas o me la devuelves. Yo, por mi parte, ya habré pensado si quiero que te la quedes o que me la devuelvas. Si decides no ir, haz lo que quieras con ella, pero entonces sí que no te «reconoceré» nunca más. Se ponga el Destino como se ponga. Es lo más que puedo ofrecerte ahora.
    No era mucho, pensó ella, pero sí suficiente como punto de partida. Sobre todo teniendo en cuenta que estaba dispuesta a cambiar por completo sus actitudes y planteamientos.
    El viaje estaba tocando a su fin, pues tenían a la vista la estación de Sitges.
    —Voy a recoger mi maletín y una bolsa de mano que tengo donde estaba sentado antes —Dijo él levantándose—. Te espero abajo para recoger el resto del equipaje. Luego nos despedimos, ahí mismo, hasta dentro de cuatro días.
    Avanzó por el pasillo del vehículo.
    5
    El autocar hizo una maniobra extraña, frenó con cierta brusquedad y ella se vio zarandeada en su asiento.
    Miró hacia delante esperando ver a Javier recogiendo sus cosas del portaequipajes. Pero lo que vio fue su cabeza por encima del asiento en que había estado sentado al principio. Pensó que seguramente se había sentado un momento para despedirse de su anterior compañera de viaje. Cuando el vehículo se hubo detenido definitivamente, comprobó que, en efecto, se levantaba para acceder al portaequipajes. ¡Pero aquel hombre no era Javier! Tan sólo tenía un ligero parecido con él, pero nadie, y menos ella hubiese podido confundirlos.
    Desconcertada, recorrió con la mirada el autobús esperando verle en algún otro sitio. Inútil pretensión, aunque todo el mundo había empezado a levantarse y dificultaba su visión, estaba segura de que no era ninguno de los pasajeros. ¡Había desaparecido!
    Observó que el hombre en cuestión recogía una serie de cosas y, tomando del brazo a la mujer que estaba a su lado, se dirigía a una de las puertas de salida.
    Precipitadamente recogió sus propias cosas para ir rápidamente al lugar donde se recogían los equipajes. Alentaba la vaga esperanza de encontrarle allí. Trataba de no rendirse a la evidencia de lo que, en realidad, había sucedido.
    Pero no estaba tampoco abajo. Ya era evidente que se había dormido durante el viaje y había soñado. Un sueño tan profundo, tan acorde con sus propios deseos, que lo había tomado por la realidad. No obstante, aferrándose a un último y absurdo atisbo de no sabía qué, esperó a que todos los pasajeros hubiesen desaparecido. Las palabras del conductor, mientras le entregaba sus maletas, acabaron definitivamente con su sueño:
    —¡Vaya, señorita! Así sí que se hace corto un viaje. Ni siquiera ha bajado usted para comer nada.
    Desolada, de pie con las maletas a su lado, sintió que una lágrima resbalaba por sus mejillas en el ahora solitario andén.
    “Bueno”, se dijo. “Ha sido un bonito sueño, pero hay que enfrentarse de nuevo al mundo real”. Abrió el bolso para borrar de su rostro la huella de aquella lágrima. ¡Y allí, brillando entre llaves, polveras y barras de labios, había una alianza de oro!
    Sintió que las manos le temblaban al cogerla y examinarla. De pronto sólo existía aquel anillo en su mundo. Y pensó: “¡Dios mío! ¡Tendré que comprobar si existe un bar llamado El Mirador Azul!”
    FIN
     
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