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Periplo citadino

Tema en 'Prosa: Generales' comenzado por ivoralgor, 19 de Abril de 2016. Respuestas: 0 | Visitas: 412

  1. ivoralgor

    ivoralgor Poeta asiduo al portal

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    Eran las seis de la tarde, de un viernes de Julio, y estaba listo para salir de la oficina. Apagué la laptop y guardé los papeles en el escritorio. Tomé la mochila SwissGear y me la colgué al hombro. Me despedí de Lola, mi compañera de proyecto. Hasta luego, se despidió de mí con una sonrisa. Buen fin de semana, le devolví la sonrisa. Me dirigí a la puerta de salida y pasé mi gafete en el checador de entradas/salidas. Mientras caminaba revisé el teléfono celular. Esa manía de estar pendiente más del teléfono celular que de otra cosa era reciente, la tecnología te hace codependiente de ella.

    Me dirigí a la esquina a esperar el camión que me llevaría al Centro Histórico de la Ciudad. Iba a casa de mi mamá, ahí llevarían mi carro que entró a servicio de los setenta mil kilómetros. Suspiré ansioso ante la aventura que me esperaba. El camión, pintado de amarillo, se detuvo y me subí. Estaban disponibles algunos asientos de la parte de atrás. Pagué el boleto y me dirigí hacia allá. Me senté junto a un señor sudoroso y de rostro ajado. Nuestros brazos se tocaron levemente y sentí su sudor a bocajarro. Despedía un olor agrio. Saqué le celular para darle una mirada. Tenía por costumbre anotar ideas en el teléfono celular, que al final terminaban en cuentos o ideas para escribir. La musa llega en cualquier lugar y debes atraparla en ese instante, recordé haber leído en algún decálogo para ser buen escritor.

    En eso estaba cuando paró el camión frente a la fábrica Barcel. Se subieron varias personas. Entre ellas una jovencita, de aproximadamente veintitrés años. Al inicio no reparó en mi presencia. Mientras, otro fulano, sudoroso igual, me restregaba su picha en el brazo. No sé que fue peor: la restregada o el calor infernal. Además, si me paraba cabía la posibilidad que me dieran algún coyazo. En la Facultad de Ingeniería Civil se subieron una veintena de estudiantes, calculé en ese momento. Intenté anotar algo de la jovencita, pero el zangoloteo no me dejaba. De cuando en cuando miraba por la ventana: Las calles atestadas de Francisco de Montejo, Liverpool, Costco, El Museo Maya.

    Envidié a esa gente que estaba entrando a Mi Viejo Molino, con aire acondicionado y yo con la sed y calor que traía encima. Sorprendí a la jovencita reírse de mí, creo que por mi playera naranja con rayas negras y grises. Recordé que Lola alguna vez me dijo: Hoy viniste de Nemo y se empezó a reír cándidamente. Pero la jovencita lo hacía anchamente, con sorna. El señor que estaba junto a mí me veía, de cuando en cuando, de soslayo queriendo averiguar que tanto escribía en el teléfono celular. No le di mucha importancia, pero su hediondez era más fuerte conforme pasaban los minutos.

    De pronto, suspiré mirando el Tecnológico de Mérida, que lucía vacío. Ahí me gradué de Ingeniero en Electrónica. En un suspiro largo, miré bien a la jovencita: tenía un perfil bonito. Quizá le invite a un helado al bajar, pensé. Para ese entonces atravesaba la crisis de los cuarenta y me sentía jovial. Mi esposa y mis tres hijos demandaban mucho de mi tiempo y era un mecanismo para salir de la monotonía y cotidianidad de mi vida: hacer cosas de muchachos, ligar de repente. Que conste que no soy era, ni soy, un Adonis, pero de sueños vive el hombre.

    Algunos corredores entraban y salían del estadio Salvador Alvarado. Una joven mujer, con mallones negros apretadísimos, se inclinó a recoger la toalla que se le había caído del hombro. Un adolescente disimuló no verle el firme trasero. Me reí con doble intención: por lo mal disimulado del chamaco y porque tampoco me aguanté las ganas de verle esas enormes y firmes nalgas. Me dieron ganas de apretárselas. Quizá me hubiera propinado un par de bofetadas y airadísimo: ¡Pelaná!

    Los pasajeros empezaron a subir y bajar. Por fin vi a la jovencita de pies a cabeza. No tenía un trasero como la de los mallones negros, pero era agradable a la vista. En la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús estaba arremolinados niños para su misa de acción de gracias por el fin de curso. Estaban ataviados con pantalón negro y camisa de manga larga morada. Suspiré. En esa misma iglesia fue la misa de acción de gracias cuando me gradué del Tecnológico de Mérida. Esa tarde llevaba puesto pantalón negro, camisa blanca de manga larga y un saco del mismo color del pantalón. La corbata era azul marino y me apretaba el cogote.

    La jovencita dejó de mirarme y sonreír. Me imaginé que se fastidió de ver a Nemo y puso cara de mierda. Mejor olvido el helado, dije para mis adentros. La escuela Bancarios lucía vacía. La jovencita se logró sentar, hubiera preferido que fuera junto a mí, pero a mi lado el olor agrio estaba en su máxima expresión. No me había percatado de una adolescente, de vestido de encaje beige. Se veía cándida, de piel blanca y ojos chispeantes. La biblioteca Manuel Cepeda Peraza seguía luciendo el verde pastel en sus paredes. Era la última parada. Me sequé la frente con el dorso de la mano. Ya tenía reseca la garganta. Faltaba poco para llegar al paradero y luego seguir la travesía a pie. Titánico, pensé al cabo.

    La pila del teléfono celular estaba al 15 por ciento. Se detuvo el camión y se empezó a vaciar de inmediato. Me topé con la jovencita del perfil bonito, pero hizo un gesto de asco cuando pasó junto a mí. Llevaba prisa, yo no. Que se joda, pensé, ya no la invitaré al helado. Algo ocurría con el color morado esa tarde: mucha gente lleva ese color en sus ropas. Se me antojó un agua fresca de La Michoacana, pero ya quería llegar a casa de mi mamá. Quise entrar a saludar a Don Fili, un conocido de la familia que tenía un estudio fotográfico a unos metros de La Michoacana. Desistí en cuanto me fijé que esas calles que caminé cuando era adolescente habían cambiado mucho. Suspiré aletargado. Fueron muchos años de caminar por aquellas calles. Quizá salude a la Gata, pensé, tío de mi esposa, que trabajaba en el ISSTE Tiendas. Estaba cerrado. Recordé que las calles, y los negocios, lucían diferentes. Para evitar el Mercado San Benito me fui por otra calle, la que va al parque de La Mejorada, rumbo a uno de Los Arcos de Dragones. El aroma inconfundible de pizza salía de Domino’s Pizza. Me dieron ganas de comer una rebanada. La fábrica Wabi estaba cerrada, al igual que la fábrica Horchata Rivero. Negocios que se inundaban de gente los fines de semana. Para qué tomar horchata, pensé, si puedo entrar al Restaurante-Bar Capitán Morgan a tomar una cerveza bien fría para mitigar el calor y la sed. Cuando vislumbre el local La chinita, me acordé que en el norte de país detuvieron a los dueños de un restaurante de comida china por dar carne de perro a sus comensales. Me dieron ñañaras. La música de la cantina Toma Dos me invitó a bailar y se esfumó la idea de los perros. Estuve tentado a entrar. Hurgué en mis bolsillos y sólo traía un par de monedas de diez pesos y ahí solo aceptaban efectivo. El local que era una licorería se convirtió en hotel. Hay que entrar y ver que tal está. Con un revolcón bastará, pensé y me carcajeé. En la cantina La Bombilla tocaban El Cable. Me recordó a Don Víctor Maldonado y a las fiestas que acostumbraba a ir. Aún existía la escuela donde te enseñan a cortar el cabello: cortes gratis para los modelos. Casi tropiezo con una sexoservidora. Iba zigzagueando de tan borracha que estaba. Acabó en el suelo. Su acompañante, igual de borracho, la quiso ayudar a levantarse y cayó sobre ella. Con la escena me cagué de la risa, lo admito.

    Está cerrada la panadería La Reyna. Ese olor es el mismo que recordaba. Por debajo de la puerta de servicio salen un par de cucarachas, igual lo recordé. Unos metros más adelante se acabó la acera. La casona, que servía como vecindad, estaba remodelada y albergaba una Institución de Gobierno. Tres carros pasaron muy cerca de mí; sentí la adrenalina al cien. La escuela Santiago Meneses estaba cerrada. Unas vecinas sentadas frente a su casa tomaban el fresco. Vislumbré mi carro, lucía limpio e impecable. Las plantas frente a la casa de mi mamá daban la impresión de un sendero selvático.

    Se me agotó la pila del teléfono celular. ¡Puta madre!, maldije encabronado. No recuerdo por qué no lo puse a cargar en la oficina. Platiqué un rato con mi mamá, comiendo unas galletas de animalitos, sentados alrededor de la mesa de la cocina. Me dieron ganas de ir al baño, los retortijones me venían molestando desde la panadería La Reyna. No hice nada, pero en cambio, seguí pensando en el helado y la chica del perfil bonito. Llevaba una blusa azul marino, un pescador de mezclilla y unas sandalias con adornos de pedrería. Salí del baño y me despedí de mi mamá. Puse en marcha el carro y encendí el aire acondicionado. Suspiré satisfecho. El Keken, ahora Maxi Carnes, seguía abierto: cierran a las 9. Si hubiera tenido unos pesos más hubiera entrado a cualquiera de las cantinas, que aún seguían abiertas.

    El calor, el escozor al pensar en los coyazos, el sudor y la jaqueca, me hicieron ver la ciudad de un modo diferente: con ojos de un desconocido en una selva virgen. Quizá esa imagen de Ciudad Blanca ha quedado gris, tirando a negro. Camino a mi casa, puse música Salsa. Llegué y me fui directo al baño. Sin pena, ni temor, dejé salir unos estruendosos gases fétidos. ¡Ah!, dije aliviado. Estaba listo para bañarme. El trasero de la corredora vino a mi mente: Negro, mallones, firme, mejor me calmé. Mañana será otro día, pensé. Y me guardaré lo mejor del periplo: La chica del perfil, la corredora del firme trasero y la música de las cantinas. El helado, que compré en el supermercado el fin de semana anterior, me esperaba al salir del baño.

     
    #1

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