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R.I.P.-Capítulo 3: una visita

Tema en 'Prosa: Ocultos, Góticos o misteriosos' comenzado por Selene, 26 de Marzo de 2010. Respuestas: 0 | Visitas: 937

  1. Selene

    Selene Poeta recién llegado

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    21 de Marzo de 2010
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    Mujer
    La luz de la luna llena iluminaba las inscripciones palteadas cinceladas en el mármol mohoso y corroído por los años. Las lápidas estaban dispuestas de forma regular a lo largo de la construcción más antigua de la ciudad. La mía, cerca del panteón de las Santas Hermanas de la Caridad, estaba completamente cubierta de musgo y enredaderas, y mi nombre ni siquiera podía leerse ya, ni mi fecha de nacimiento o la dedicatoria de mis familiares, aunque tampoco es que importara mucho.

    Roberto, cuya tumba estaba algo más cerca de la entrada, rodeada de muertos pesados y flojos que apenas salían de sus ataúdes, llevaba tres semanas encerrado llorando como un niño pequeño. Habría sido lógico que estuviera mal unos días, después de enterarse que por más que su novia viniera no podría verle, pero tres semanas era demasiado.

    Había intentado convencerlo de que saliera pero no hacía más que llorar y llorar. Cuando me cansé de esperar junto a su lápida -sin resultado para más inri- me fui a pasear. Había tenido demasiada paciencia. Es cierto que tengo toda la eternidad para malgastarla en lo que quiera, pero es aburrido escuchar gemidos y lamentos durante tres semanas continuas. Así que fui donde Carlos Pacheco y escuché algunos chistes, después de pasar un rato con Mühler y de contarle a mi madre y mi abuela que había llegado un chico nuevo.

    De noche, el cementerio rebosaba vida. Irónico. De día venía alguna que otra visita con alguna que otra flor de plástico, que se marchaba pronto con cara de asustado. Los muertos éramos más divertidos.

    Al amanecer regresé junto a la tumba de Roberto y me senté a esperar, a ver si por casualidad ese era el día en que le tocaba parar de quejarse y levantarse de una vez. Pero parecía que no, así que me recosté contra la lápida de Margarita Casanova, la que en mi época era la panadera, y me puse a imaginar figuritas en las nubes.

    Una chica llamó mi atención, cercano el mediodía. Se había acercado a la lápida de Roberto con un bonito clavel rojo en la mano. Debía ser Alexandra, su novia. "A buenas horas, mangas verdes", pensé.

    Me levanté y me puse frente a frente con ella. La verdad es que tenía cierto parecido a alguien que yo debía conocer. Los mismos ojos grandes y de un castaño líquido, el mismo pelo liso y sedoso de color negro azabache, los mismoslabios rosados, y la misma nariz recta y pequeña. La miré con curiosidad. Tan parecida a mí cuando tenía... sangre en las venas.

    Tenía un aire triste en la mirada y releía absorta el nombre y las fechas de difunto, que acababa de aparecer a mi lado al escuchar las palabras tímidas que acababan de salir de la boca aún cálida y dulce de su amada.

    -Roberto, mi amor -decía, mirando al suelo-. Siento no haber podido venir antes, pero he estado en el hospital. Nada grave, pero ya sabes cómo son los médicos, que te dejan ingresado por pasar el rato jugando con botes llenos de tu sangre.

    Sonrió, tratando de ocultar sus lágrimas Jugueteaba con el clavel entre sus delicadas manos de piel blanca. Éste cayó de entre sus manos y fue a parar a los pies de Roberto, que al tratar de cogerlo, sólo atrapó el aire.

    Miré a ambos, con lágrimas en los ojos. Se amaban, lo sabía, y algo me dolía dentro por ello.

    Entonces recordé aquella vez en el parque que había frente a casa con mi hermana Anabel, más pequeña que yo. "Ya llamaré a mi hija Alexandra", había dicho. Apenas tenía diez años, y ni siquiera tuve tiempo de cumplir ese deseo.

    Y allí estaba Alexandra, tan parecida a mi hermana, tan parecida a mí. Viva y enamorada. Arrebatándome lo que había estado esperando dirante doscientos años. No pude soportar verlos allí, tan cerca y separados, deseando tocarse el uno al otro, deseando que todo aquello no hubiera pasado. Corrí desesperada entre las lápida y fui junto a Anabel.

    -Anabel -la llamé, tratando de no llorar-. Anabel, ¿por qué Alexandra?

    Anabel, con su cabello castaño corto, entrada ya en s cincuentena, había fallecido de un cáncer de pulmón y para ella la "vida" en el cementerio era mucho más satisfactoria que la anterior, como para muchos de los allí enterrados. Con sus ojilos castaños me miró, sorprendida de mi estado, y me abrazó.

    -Sabía que era lo que más deseabas en e mundo, y quería ponerle ese nombre a mi primera hija para rendirte homenaje. Pero sólo tuve varones -me dijo amorosamente-. Y mis hijos igual, y los hijos de mis hijos. Alexandra es la primera niña que ha nacido en nuestra familia después de nosotras. Se llama Alexandra porque así lo pedí yo. Para ti.

    La miré, agradecida pero dolida, pidiéndole con la mirada que me dejara a solas, y así hizo. ¿Por qué tenía que ser ella? ¿Por qué Roberto había tenido que enamorarse precisamente de ella? ¿Es que ni siquiera iban a dejarme ser feliz doscientos años después de muerta?

    Era la primera vez en todo ese tiempo que me sentía feliz, con ganas de slair de mi tumba cada mañana y pasear entre las flores que la muerte había hecho crecer en los pasillos entre tumbas. Regresé junto a la mía, con la intención de ser yo la que se encerrara esta vez a llorar, pero las tres semanas de Roberto ahora me parecían bobas.

    No había aún llegado, arrastrando los pies, cansada, con los ojos rojos y la cara bañada en lágrimas, cuando él apareció a mi lado. Estaba radiante de felicidad. Evité mirarlo.

    -Me quiere, Sandra, me quiere -festejaba. Maldito amor, que tanto duele-. No soportaba la idea de pasar el resto de la eternidad sin poder hablarle o tocarla, pero es tan bella, Sandra, con sus ojo que parece que rebosan miel, y ese pelo suave y esa hermosa voz melodiosa que parece venir del mismo cielo, y...

    -Me alegro por tí -dije, en tono seco, y sin levantar la vista del suelo.

    ¿Es que no podía ver que me estaba haciendo sufrir? ¿Cómo podía ser tan inmaduro?

    Tras un breve silencio incómodo llegamos sobre mi tumba. Hora de retirarse, de despedirse. Pero no podía despedirme. Simplemente me hundí en la oscuridad de mi morada. Me tumbé y cerré los ojos, recordando cada facción de la cara de Alexandra. Ella era la hija que nunca había tenido, mi huella en la familia, y la que me arrebataba lo que más había deseado y soñado en toda mi vida y mi muerte.

    -Adelante, Alexandra, llévatelo todo -sollocé en susurros-. Llévate el nombre que elegí para una hija que nunca tuve. Llévate los ojos que un día estuvieron vivos en mi rostro. Llévate el pelo que todos desearon tocar en mi juventud. Llévate la voz que cantaba al amanecer con los pajarillos. Llévate mi esencia. Llévatelo todo. Total, yo ya estoy muerta.

    Continuará...
     
    #1

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