Réquiem para una ciudad en fuga

La lluvia comenzó a caer en ángulos imposibles. No era una lluvia cualquiera, sino una que se filtraba en las rendijas del tiempo, en los intersticios de lo no vivido, mojando memorias que aún no habían sucedido. Lo supe cuando vi a aquel hombre en la esquina, con un cigarro apagado en la boca, mirándome con la insistencia de quien ha leído ya el último párrafo de la historia.

En otra versión de los hechos, el hombre soy yo, pero no aquí, sino en una ciudad que se ha ido disolviendo en la noche, tragada por el asfalto como si nunca hubiera existido. Y sin embargo, ahí está el eco de los pasos en la avenida, la resonancia de voces apagadas que todavía insisten en un réquiem de luces y neón desvaneciéndose.

En un momento preciso, en ese instante donde todo se quiebra y se rehace, comprendí que las ciudades también mueren, que los relojes a veces se detienen en la hora exacta en que alguien recuerda su propio final.

Y entonces, la lluvia cesó.