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Retazos de sueños

Tema en 'Prosa: Melancólicos' comenzado por Pessoa, 26 de Enero de 2018. Respuestas: 1 | Visitas: 287

  1. Pessoa

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    RETAZOS DE SUEÑOS



    Por lo que se sabe, una información nebulosa y fragmentaria, todo debió empezar con aquellos retazos de sueños que, como compensación a la dura existencia de A. iluminaban sus noches entre desvelo y desvelo. Eran, según algunas manifestaciones de A. a sus más íntimos, incluso al psicólogo argentino Osvaldo H., que se incorporó a la plantilla de la empresa familiar en la que A. pasaba sus horas laborales, sueños como nubes de algodón, tibios e iluminados por ráfagas de diversas imágenes de mujer; siempre un rostro, pero que era un compendio de los rasgos que él, A, más valoraba y estimaba en las mujeres. Curiosamente coincidían con rasgos de mujeres reales que habían pasado por su vida; solo que aquellos pasos dejaron en A. heridas dolorosas y enconadas, que, sin embargo ahora, con la aparición de aquellos retazos de sueños, iban apaciaguándose y transformandose en una especie de ensoñaciones de vigilia. Pero noche tras noche aqullas imágenes soñadas iban reconstruyendo y atemperando una biografía dura y despiadada, en la que una fatal sucesión de desgracias hubo de curtir y endurecer el espíritu de aquel joven, dulce y sensible, hasta hacer de él el adusto, áspero e insociable personaje que ahora vivía, aislado y solo, entre desechos y desperdicios, un decorado acorde con su propio aspecto físico, en aquel apartamento, antigua vivienda de los porteros, de la casa solariega que un día perteneció a la familia.

    A., por los vínculos familiares que todavía lo unían a la sociedad, a esa sociedad que él repudiaba, trabajaba como administrativo en una empresa de importación de vinos fundada hacía años por parientes lejanos de sus padres. La proximidad física a los ricos caldos que se almacenaban en las umbrías bodegas junto al puerto, fue uno de los reclamos que llevaron a A. por el fácil camino de su perdición; los vinos que probaba y las mujeres que se vendían en las tabernas del puerto. Aunque A., en los comienzos de su juventud, todavía adolescente, era un muchacho cabal, serio y buen estudiante. El comienzo de su desgraciada existencia, de su errático avanzar por la vida, fue la muerte de su padre, aplastado por una barrica de vino de jerez que estaba siendo descargada por los estibadores. Al menos esa fue la versión que se difundió oficialmente, aunque circularon otras menos piadosas que anidaron como venenosas dudas en la memoria de A. Siguió, en rápida secuencia, el abandono de su madre, a la que A. adoraba; una deliciosa mujercita, con cara y cuerpo de muñeca, de largo y cuidado cabello rubio, tez clara y sonrosada y dos deliciosos hoyuelos en sus mejillas, al poco tiempo de la muerte del padre, ella lo abandonó, fugándose sin explicaciones con el representante comercial de la empresa en Estocolmo, un esbelto sueco, de cabello rubio y bien cuidado, tez clara y sonrosada, algo tostada por las intemperies y que, a cambio de los deliciosos hoyuelos en las mejillas, lucía un viril hoyuelo en el mentón, que le daba aspecto de galán americano, tal vez sueco, de las películas del cine mudo. Desde luego hacían muy buena pareja en lo físico, hecho que trataron de explotar buscando papeles de enamorados en las productoras cinematográficas. Sólo se sabe que Ingmar Bergman los rechazó por encontrarlos demasiado alambicados.

    Después siguió su despido sucesivo de varios puestos de trabajo por falta de trabajo, queremos decir por falta de capacidad de trabajo de A, actitud insoportable para los responsables de las empresas contratantes. Al borde del precipicio de la miseria, pudo asirse en una última oportunidad al brazo caritativo del que fue su padrino de bautizo, responsable de la sección de espirituosos de la casa comercial familiar, quien, bajo juramento que siempre supo que no se cumpliría, situó a A. en el puesto de vigilante y controlador de la entrada de mercancías, trabajo que, desgraciadamente, dejaba a A. las noches libres. Obviamos, por no extender demasiado el relato, tres matrimonios fallidos, sin descendencia conocida afortunadamente, pero que, ahora se sabe, dejaron en A. la secuela de nuevos y bellos rostros femeninos que formaban parte de aquel original catálogo de imágenes oníricas que endulzaban algo la vida de nuestro antihéroe, al tiempo que creaban en él una angustiosa sensación de búsquedas fallidas, de caminos hacia ninguna parte.

    Los primeros síntomas de su trastorno imaginativo aparecieron en las tabernas del puerto, junto a las evidentes alteraciones etílicas de A. Veía en aquellas mujeres de la vida, ajadas y derrotadas, de físicos arruinados que, en algunas de ellas, conservaban rasgos de antiguas hermosuras, el rostro de su madre ausente, enmarcado por aquellos rubios cabellos y los dos hoyuelos en sus mejillas de cutis finísimo y de nacaradas transparencias. Lo malo es que junto a esos rostros siempre aparecía el del amante sueco, insidioso recuerdo de su padre desertor y humillante alternativa que insultaba sus pretendidos derechos de hijo abandonado. Entonces A. se erguía provocador como una furia, denostando al usurpador inexistente, produciendo un enorme escándalo entre las pacíficas prostitutas y los clientes amodorrados por las reiteradas libaciones. Sistemáticamente era arrojado a la calle y sistemáticamente readmitido a cambio de ciertas entregas de licores a buen precio (gratis, por lo general) que le hacían perdonar aquellos altercados de persona algo desequilibrada por los golpes de la vida, según benévola interpretación del dueño de la taberna.

    Tal vez la fase más crítica del trastorno de A. se produjo cuando, simplemente deambulando por calles concurridas (lo que no era afortunadamente frecuente en él) creía ver mujeres conocidas y, de alguna forma, amadas: su madre sobre todo, las ex-esposas que ni por sueños querrían saber nada de él, antiguas compañeras de trabajo de las que se prendó en sus alocadas pretensiones... Caía sobre las inocentes e ignorantes víctimas como un halcón sobre su presa, inopinadamente, de improviso, con gran susto y alboroto de la mujer asediada. “Úrsula, por fin te encuentro...” o expresiones de ese tipo advertían a la pobre y asustada mujer del acoso que, inconscientemente, le infligía A. Porque, desde luego, el autor de estos desmanes, A., ignoraba la realidad de lo que hacía. Cierta tarde, en el centro comercial de la ciudad, mirando un luminoso escaparate, creyó ver reflejado en el vidrio el rostro de una pretendida amante: Lucila. Tomandola suavemente por la cintura la atrajo hacia sí musitando dulces palabras de amor: “Oh, Lucila, mi amor eterno...” La mujer, sorprendida y a la vez adulada por tan exquisito proceder miró a A. con ojos entornados y aproximó su cuerpo al del hombre. Repentinamente, al darse cuenta de su error, gritó despavorida e inició una frenética carrera calle abajo. Los transeúntes, alarmados, trataron de inmovilizar a A., quien reaccionó vilentamente. El asunto acabó en la comisaría próxima, sin mayores consecuencias. Ya se sabe, la histeria propia de muchas mujeres en esa edad tan delicada...

    Y así fue avanzando A. por el proceloso camino que los dioses le habían marcado en la vida. Tropezón tras tropezón (en el sentido más riguroso de la palabra) deambulaba durante el día por el puerto y los muelles, por las calles céntricas y por los parques luminosos, buscando, buscando siempre a esa mujer redentora que le devolviese a su calidad de hombre bueno. Mendigaba monedas, comida y, sobre todo, amor, ese amor que le fue negado desde su adolescencia o que él no supo encontrar cuando se le ofrecía.

    Estas vidas tortuosas suelen tener finales trágicos, presumibles ya durante el desarrollo de la propia biografía. Pero en esta ocasión el autor, haciendo uso de las prorrogativas que me concede esa especial condición, la de ser una especie de demiurgo “low cost”, va a proponer para el protagonista, A., otro final más épico si eso es compatible con las carencias morales del individuo A.

    Durante uno de sus regresos a lo que dificilmente podemos calificar su hogar, de vuelta al chiscón inmundo en el que se alojaba, un atardecer, oscurecido por las densas nubes que se agolpaban en el cielo presagiando tormenta, A. vio a una mujer, un bulto en la oscuridad que, inmediatamente, se transformó en el objeto de sus sueños. Era, posiblemente, una de las prostitutas que se dirigían al lugar en el que ejercía su oficio. Pero para A., nimbada por resplandores feéricos, apareció como la imagen de su madre perdida. Y, como siempre, junto a su madre apareció el sueco, el ladrón de sus afectos. Larguirucho, de pelo rubio y lacio, de andares chulescos, (¿qué podría ver su madre en ese individuo?) usurpando el lugar que sin duda le correspondía a él, A. Cruzando la calle desierta se ablanzó contra el hombre y la violencia del empellón lo lanzó hasta mitad de la calzada. La casualidad quiso que en aquel momento un coche patrulla de la policía cruzase velozmente por el lugar y atropelló al individuo en cuestión, mientras que A. abrazaba ala mujer tratando de tranquilizarla. “No te preocupes, madre, ya pasó todo. Ya no me abandonarás más.” La pobre ramera miró con mirada ausente a aquel mendigo que la trataba con tanta dulzura. Madre. Aquella palabra le era conocida pero no encajaba en la situación. Por otra parte el mendigo tenía un cierto aire pacífico, bonachón, que no era el habitual en los hombres que se le acercabn pidiendo, o exigiendo, sus servicios.

    Finalmente en la comisaría se aclaró todo y la mujer con su supuesto hijo pudieron marchar juntos y reconfortados por una compañía inédita, feliz, hacia la fría casa donde vivía ella. Al día siguiente ya resolverían.

    En cuanto al atropellado resultó ser uno de los más buscados asesinos de mujeres de la calle, un individuo apodado “El Sueco”, muy peligroso y escurridizo; la valiente actuación de aquel mendigo cortó de raíz su criminal carrera y por ello debería ser recompensado. Dejo al ávido lector que conceda a A. el premio que merece por su ignorante valentía. Tal vez sirva para redimirlo de su cadena de sufrimientos.

    (Yo, en mi imaginado y no expresado final, había previsto que fuese él, A., el arrollado y muerto por un coche. Pero uno tiene sus momentos de debilidad. Decida usted...)




     
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  2. MARIANNE

    MARIANNE MARIAN GONZALES - CORAZÓN DE LOBA

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    Muchos tenemos algo de esto sin ver cumplir, saludos
     
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